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El Estado, el chulo de las mujeres enfermas

Fuentes: Rebelión

Las mujeres han sido tradicionalmente las grandes víctimas olvidadas de unas sociedades machistas que han acuñado el término «histérica» procedente de la palabra griega para útero. Este machismo se manifiesta en las circunstancias más insospechadas como por ejemplo en la aceptación oficial de la situación de enfermedad ocasionada por el trabajo. Partiendo del principio de […]

Las mujeres han sido tradicionalmente las grandes víctimas olvidadas de unas sociedades machistas que han acuñado el término «histérica» procedente de la palabra griega para útero. Este machismo se manifiesta en las circunstancias más insospechadas como por ejemplo en la aceptación oficial de la situación de enfermedad ocasionada por el trabajo.

Partiendo del principio de que en general se rechazan masivamente por la seguridad social y entidades colaboradoras las solicitudes de incapacidad laboral y aún más las que alegan condiciones médicas asociadas al trabajo, resulta chocante que se denieguen muchas más solicitudes de mujeres que de hombres (datos oficiales) como si la enfermedad que sufre el varón ganador del pan familiar fuera más digna de respeto que la de la fémina histérica, generalmente poco cualificada y cuyos ingresos se consideran de relleno. Mujeres que han estado aportando su contribución a los fondos de la seguridad social, cuando caen enfermas y sienten que ya no pueden más viéndose obligadas a solicitar una incapacidad laboral, son una y otra vez rechazadas por el organismo de previsión que ellas mismas han contribuido a financiar. Sus demandas de invalidez, apoyadas en informes médicos, son sistemáticamente rechazadas, quedando abandonadas a su mala suerte por el organismo calificación de la seguridad social y tribunales de justicia colaboradores desde donde, al negarles sus derechos, pretenden que ellas continúen con sus trabajos y su vida normal aún cuando con frecuencia no puedan ni arrastrar el alma. Si esto se produce sistemáticamente en los casos de enfermedad común, cuando se trata de obtener resarcimiento por enfermedades contraidas a consecuencia del trabajo lo único que puede hacer la infortunada es encomendarse a los dioses, donde encontrará menos frustraciones que entre los hombres.

Las mujeres, expuestas a una multitud de productos químicos mediambientales y laborales, tienen menos agua en sus tejidos para neutralizar los tóxicos que los hombres por lo que a igual concentración son más vulnerables que éstos. Sin embargo los límites de exposición permitidos, los procedimientos de evaluación y otros factores determinantes para el diagnóstico, -ya de por sí incompetente cuando se trata de detectar lesiones por exposición a productos químicos («neumonía atípica»)- son fijados por métodos masculinos que dejan la sensibilidad añadida de las mujeres en un limbo médico que con frecuencia termina en opiniones de trastorno «psicosomático». De todo ese tinglado se aprovecha el sistema para esquivar responsabilidades y evitar compensarlas por sus enfermedades ambientales derivadas de trabajos malsanos. Al final la pobre infeliz con la salud destrozada tendrá que abandonar el empleo si puede permitirse vivir de su cónyuge o hijos y pasar a ser ama de casa forzada donde pueda compaginar sus limitaciones de salud con su vida cotidiana. Y si no tiene quien la mantenga caerá en un pozo de marginalidad personal y social por enfermedad incomprendida que muchos deberian probar; por ejemplo los que sistemáticamente deniegan el reconocimiento de enfermedades laborales por intereses creados inconfesables ante la opinión pública, que con su pasividad se constituye en cómplice del abuso. Aunque es de sobra sabido que tan sólo una ínfima parte de las enfermedades ocupacionales son identificadas y reconocidas nadie con capacidad de acción parece tener interés en abordar el problema para atajarlo.

La capacidad de defensa personal del enfermo determina en gran medida el grado de profundización en el estudio clínico de su caso y con ello la probabilidad de encontrar alguna anomalía orgánica médicamente aceptable. Si no fuera por el oportuno y conveniente «secreto profesional» sería cuestión de averiguar cuántos abogados de campanillas, ejecutivos de multinacional o cirujanos son apresuradamente despachados de las consultas médicas con un diagnóstico chapucero de «depresión» en comparación con el número de mujercillas con escaso poder adquisitivo. Sin duda por ahí va una de las principales razones de que el número de «enfermedades mentales» en la mujer sea dos o tres veces superior al de los hombres. Esas mujercillas enfermas de presuntos «trastornos psicosomáticos» sufren el rechazo de su entorno por no poder atender debidamente su vida y su trabajo y ven denegadas una vez tras otra sus solicitudes de incapacidad laboral. A la vez que ciertas empresas se evitan el tener que compensar al trabajador por enfermedad laboral las presuntas deprimidas contribuyen con su adicción a psicofármacos a generar sustanciosos beneficios por todas partes. Negocio redondo. Para algunos, no mejores que los proxenetas del mundo de la marginalidad.

Unas instituciones sociales y un estado que promociona y facilita cualquier forma de abuso sobre las mujeres debería ser considerado como un chulo de mujeres y destapado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.