1. Un antecedente «prehistórico»: En su acepción formal, en su proyección utópica o en su dimensión real, la democracia en los últimos 30 años está sufriendo el ataque más brutal de su historia por parte de la manada de lobos que representan a la dictadura del poder fáctico del dinero. Junto con su tendencia a […]
1. Un antecedente «prehistórico»:
En su acepción formal, en su proyección utópica o en su dimensión real, la democracia en los últimos 30 años está sufriendo el ataque más brutal de su historia por parte de la manada de lobos que representan a la dictadura del poder fáctico del dinero.
Junto con su tendencia a la oligarquización, el achatamiento de las diferencias en la oferta política y su conversión en simulacro ritual repetido periódicamente en las urnas y ajeno a una auténtica participación popular, la democracia política ha ido experimentando un vaciamiento paulatino que enajena a un creciente número de ciudadanos, por encima de su comportamiento electoral más activo o pasivo.
Y no es éste un fenómeno local o continental, sino general en los sistemas políticos parlamentarios.
Es cierto que aún su nombre evoca, en los países que carecen de las más elementales libertades políticas, un poder taumatúrgico de anhelos y esperanzas emancipatorias que la eleva por encima de la consideración de quienes hoy gozamos o padecemos el cascarón vacío de su nombre.
Si democracia significa en su acepción griega gobierno del pueblo, nunca lo fue. Si democracia era también una acepción extensible a lo social y económico, nunca existió en el mundo capitalista. Funcionó desde el final de la II Guerra Mundial hasta el inicio de esta crisis sistémica del capitalismo el espejismo de democracia de consumo, mientras la estrategia del sistema económico pasaba por un modelo asentado en la hegemonía de la economía productiva y en el consumo de masas. Jamás fue otra cosa que un mal sucedáneo desviado de una auténtica democracia de los actores sociales, en la que la mayoría de la población (la trabajadora) fuera la decisora de la actividad económica y la propietaria de la soberanía de la producción y la distribución. Pero funcionó el constructo ideológico de que los trabajadores se convertían en clase media, no desde la propiedad, sino desde el consumo.
2. Marcando el pulso de los cambios hacia el ocaso de la democracia:
Pero la crisis de los años 70 evidenció los límites de ese modelo de crecimiento del capitalismo y que la teoría de los ciclos de Kondrátiev comenzaba a dar señales de agotamiento en su teoría de las ondas largas expansivas y en sus correspondientes de recesión. Llevamos 20 años esperando inútilmente una onda larga expansiva, mientras vemos al capitalismo financiero parasitar al conjunto de la economía.
Desde la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo hasta muy poco antes del inicio de la crisis sistémica del capitalismo más devastadora que éste haya conocido, hemos visto cómo la falta de un modelo claro de desarrollo capitalista era sustituido por una recuperación de la tasa de ganancia, no desde una acumulación basada en nuevos sectores productivos (el modelo de crecimiento del consumo tecnológico de masas tiene límites), sino fundamentalmente desde una creciente expropiación de la participación de las rentas del trabajo en la riqueza de los países en beneficio de las del capital (inicio del desmonte del Estado del Bienestar en los 80 y 90 en Europa y pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios). El único modo de mantener la contradicción entre pérdida de nivel de vida de los trabajadores y las clases medias (la mayoría de los consumidores) y el consumo era sostenerlo desde el crédito, un crédito cada vez más a largo plazo, hasta la paradoja de alcanzar la extensión de una vida (con lo que la propiedad queda transmutaba en mero usufructo), especialmente en el caso de los grandes préstamos (hipotecas).
Pero un modelo ficticio hacia el crecimiento del beneficio (la tensión entre una capacidad adquisitiva limitada y un sistema de consumo a crédito no se sostiene a largo plazo) necesitaba de un refuerzo externo creador de acumulación rápida e intensiva que incrementase la liquidez de los prestamistas (bancos y financieras), lo que propició la arquitectura financiera y los sistemas de riesgo a corto plazo pero de gran beneficio (hedge funds…). Se abría el camino a la «economía imaginaria» o de casino y a un tipo de especulación absolutamente liberado de la economía real (de lo que se trataba era de jugar al beneficio sin generar riqueza social, sino rápidas y grandes fortunas). El objetivo era enriquecerse mediante la endiablada relación crédito/renta variable, no de la economía productiva, y construir beneficios que no tuvieran que pasar por el control del regulador público de las finanzas (privatización de la figura del regulador financiero durante el mandato Reagan).
Entramos en la época de finales de los 80 y todos los 90 de la globalización. El mercado mundial, el capitalismo financiero y sus deudores, las grandes corporaciones multinacionales, se han independizado por completo del poder organizador de los Estados. Éstos, desde Breton Woods, habían sido encauzados para evitar que las contradicciones del capitalismo, basadas en sus tendencias autodestructivas por la competencia de los mercados y la búsqueda irracional de los beneficios, produjera efectos perversos y no deseados para el propio sistema.
3. Tu quoque fili mihi? (Entra Bruto en escena):
La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 supone el pacto entre las potencias capitalistas triunfantes sobre el fascismo, derrotado en Berlín, y la emergente gran potencia soviética, a la vez que la constatación por el capitalismo de que la quema del excedente, que había supuesto la II Guerra Mundial, requería de un crecimiento sostenido de los mercados basado en la capacidad de consumo de las más amplias capas medias de la población, los trabajadores y unas expansivas clases medias.
Ello significó la afirmación de derechos sociales, junto con los intocables y sacrosantos de la propiedad (artículo 17 de la citada declaración), tales como el derecho a la educación, la vivienda, el trabajo, a un salario justo, la Seguridad Social, la protección contra el desempleo, la salud, la protección de la maternidad, el acceso a la cultura y tantos otros que significaron la construcción del llamado Estado del Bienestar. Sin él, los sistemas democráticos serían un sarcasmo de democracia y una fuente de continua inestabilidad, derivada de la ilegitimidad de origen de una desigualdad social insufrible.
La crisis sistémica del capitalismo, el semicolapso de las estructuras financieras de la economía que supuso el default económico de 2008, anunció la necesidad, para el sistema capitalista, de abrir nuevas vías de acumulación del beneficio que compensasen el derrumbe de una vía que había mostrado sus limitaciones.
Estados que habían dejado de ejercer su mínimo control sobre la economía debían ahora acudir al salvataje de unas estructuras financieras en semirruina (JP Morgan, Leeman Brothers, CITY…). Una producción masiva de moneda y el aval de los Estados era la salida momentánea. Su consecuencia: un proceso abierto hacia la crisis fiscal de los Estados.
Estados debilitados (UE, USA) que a partir de entonces deberían admitir el fin de las potencias centrales, la emergencia de nuevas potencias económicas (China, India, Brasil) y el despiadado ataque de la economía liberada de su control y de la depredación financiera sobre sus espacios económicos y de equilibrio públicos. Los antiguos monstruos financieros, salvados de la quiebra y ocultos bajo nombres opacos, ya no bajo siglas de grandes corporaciones, se rebelan contra el padre. Pasan de ser deudores a prestamistas de unos gobiernos que ahora han de afrontar los riesgos de quiebra fiscal. Y con su poder económico (FMI, BM, BCE, paraísos fiscales en los que se ocultan los tiburones del capital) deciden cuál es la política económica que han de aplicar sus antiguos salvadores. Es la hora de la austeridad, el control del gasto público, los ajustes duros, la entrega de los restos del Estado del Bienestar que 10 años antes había sido establecido en acuerdos como el de Maastrich (fin de las empresas públicas de los Estados europeos). Se inicia la deslegitimación de los Estados refundados tras la II Guerra Mundial y que requerían, en sus Constituciones, una dosis de justificación social, basada en un cierto reequilibrio de las desigualdades sociales.
4. ¿Hacia un neofeudalismo postdemocrático?:
El ciclo político-económico que ahora se inicia puede, fácilmente, prescindir del espejismo de la alternancia socialdemócrata (muerta sin combate) y liberal (falsa vencedora). Los intermediarios del capital ya no son necesarios porque su papel está cumplido.
La socialdemocracia ha cerrado su ciclo. Convertida la clase trabajadora, antes en falsa clase media (carecía de rol en la propiedad y su apariencia se sostenía en el consumo) y ahora en asustado conejo que teme ser laminado si agita su descontento, ya no hay oposición ni sindical ni de izquierda para la expansión de los objetivos del capital mundializado.
Los liberales, vencedores ideológicos de la partida, creen haber vuelto a la pureza de sus consignas, cuando sus postulados han sido barridos por los resultados de la batalla. Ya no hay libre competencia. Sólo matones que han tomado el poder económico definitivo y, en cualquier momento, el político.
Se avecina la hora de los «hombres hechos a sí mismos». Los audaces piratas han tomado el poder. Esto poco tiene que ver con Adam Smith y mucho menos con los «capitanes de empresa» de Schumpeter. Ya no hay competencia, sólo depredadores.
¿Por qué no sustituir a los políticos, tan debilitados, para poner gestores de la nave pirata al frente? Berlusconi ha sido un adelantado a su época.
Si el Estado centralizaba los recursos y repartía sus «democráticos» pellizcos de justicia social, ¿por qué ahora que hay un poder que le ha deslegitimado y debilitado plenamente no sustituir lo colectivo por acuerdos de «condotieros» o mejor aún de señores feudales con aquellos que quieran acogerse bajo su «magnánimo» poder? Al fin y al cabo ya fue ensayado hace 10 o 20 años incluso cuando las empresas «regalaban» sociedades médicas a sus empleados (¿cuántos no habrán podido comprobar su «generosidad» cuando se pusieron enfermos?).
Como en la extraordinaria película distópica Metrópolis de Fritz Lang, la sociedad que está a la vuelta de la esquina podría ser ya regida directamente por las grandes corporaciones, que hayan «liberado» a los políticos de su función mediadora y «representativa». Inmensos gigantes económicos dirigiendo el mundo desde fantásticos rascacielos en los que una reducida elite de propietarios-pensadores domina y piensa por todos nosotros, los que nos hayamos en el inframundo. ¿Será una casualidad que Fritz Lang y la coguionista del film Thea von Harbou hubieran situado esa horrible pesadilla en 2026?
5. ¿Qué nos queda?
La raspa de la sardina, el hueso que nos quieran tirar como a los perros que les sirven cuando los señores están hartos de su bacanal.
Empezar a aceptar ese hecho y a comprender su porqué es el primer aprendizaje que puede enseñarnos algo útil.
Llevamos tiempo culpando a los gobiernos y a los políticos cuando su papel sólo es el de chico de los recados del gran capital. O bien responden a sus intereses o bien no tienen terreno en el que retroceder (socialdemocracia). Es el momento de dejar de mirar al dedo del sabio y ver la luna que señala. En su esplendor hallaremos la potencia del capital que ahora nos golpea.
Sólo a partir de esta constatación, de que la lucha no debe ser en primer lugar contra el orden político, porque no es el auténtico poder sino su desvaído trampantojo, sino contra el desorden social y económico que la hidra ha instaurado, podemos empezar a organizar nuestra resistencia.
Ésta necesita volver a elementos básicos de la contradicción dominadores de clase y dominados, explotadores y explotados.
Sin la conciencia de que lo que tememos perder ya lo estamos perdiendo a una velocidad vertiginosa (garantías democráticas, protección social y nivel de vida) estamos condenados a ser una pseudoclase media en vías de desaparición que sirva de base social a un nuevo fascismo, al adorar y entronizar al nuevo poder emergente por su capacidad de imponerse en medio de todo este devastador caos.
La paradoja de la contradicción se encuentra en que quienes más razones tienen, aún sin saberlo, para oponerse a la «dictadura del capital», son los únicos que puedan quizá algún día llegar a pelear por una democracia auténtica, justa, plena, igual para todos y real.
Blog del autor: asaltarloscielos.blogspot.es
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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