Una vez cada cierto tiempo nos llaman a votar, con el objetivo de determinar quién será el elegido para gobernar, ya sea en una institución de carácter local, regional, estatal o supraestatal. Durante unas semanas la propaganda política está por todas partes: radio, televisión, periódicos, internet, etc. Una vez celebrada lo que llaman «la fiesta […]
Una vez cada cierto tiempo nos llaman a votar, con el objetivo de determinar quién será el elegido para gobernar, ya sea en una institución de carácter local, regional, estatal o supraestatal. Durante unas semanas la propaganda política está por todas partes: radio, televisión, periódicos, internet, etc. Una vez celebrada lo que llaman «la fiesta de la democracia», los políticos profesionales, en general, olvidan a los votantes hasta que vuelve a tocar.
La democracia en la que vivimos
Ciertamente, representa un avance el hecho de poder elegir a las personas que rigen las instituciones, ya que así los cargos públicos se convierten en revocables cada cuatro años; pero revocables, al fin y al cabo. De esta manera, en cierta y escasa medida, deben rendir cuentas ante los ciudadanos. Sin embargo, a nadie se le escapa que esta democracia en la que vivimos es de carácter muy limitado, por tal cantidad de motivos que sería imposible tratarlos en el espacio aquí disponible.
Aún así, conviene señalar tres aspectos clave que evidencian el carácter totalmente insuficiente de la democracia actual. El primero en orden, y no en importancia, es la casi total falta de mecanismos de control a los que están sometidos los ganadores de las elecciones. De aquí se deriva tanto que los programas electorales se conviertan en papel mojado al día siguiente de las elecciones como que la corrupción goce de casi total impunidad. Esto convierte a los votantes en rehenes de parlamentos y gobiernos mientras duran los mandatos.
El segundo motivo proviene de la enorme relación entre el presupuesto con el que cuentan los partidos y la representación política que obtienen. Este hecho determina tanto que sólo los partidos con grandes fondos puedan ganar las elecciones y gobernar, como una dependencia económica de los partidos para con las instituciones financieras -léase la banca- y conglomerados empresariales. Esta dependencia es fuente generadora de servidumbres del financiado hacia el financiador. ¿Podría Zapatero ni tan sólo soñar en redistribuir la riqueza obscena que amasa el dueño del banco Santander, si el PSOE depende totalmente del crédito bancario para engrasar su maquinaria electoral?
De esta manera, resulta casi imposible que ningún partido gane las elecciones si de veras piensa en acabar con los privilegios económicos de los capitalistas. Así llegamos al tercer factor: la escasísima y cada vez más menguante democracia económica. Digo ‘menguante’ porque cada vez los ricos lo son más y los pobres también. De hecho, excepto en breves periodos históricos y en reducidos espacios geográficos (como en la revolución en Catalunya y Aragón del 1936 al 38), en ninguna sociedad de clases ha existido igualdad económica. Sólo en algunos momentos históricos, mediante los impuestos al capital, se ha conseguido cierta redistribución de la riqueza. Una redistribución que sólo se dio en aquellos lugares donde las clases populares consiguieron que los ricos pagasen impuestos, hecho ciertamente insólito en la historia. Sin embargo, los dirigentes contraatacaron mediante la ‘revolución’ conservadora de Margaret Thacher -no se conforman sólo con robarnos el fruto de nuestro trabajo, sino que también lo hacen con nuestras palabras. De hecho, en el Estado español, los impuestos pagados por los trabajadores en el 2008 superaron en cuantía a los pagados por los empresarios.
Hoy, la socialdemocracia ha renunciado a la redistribución paulatina de la riqueza, asumida mediante sucesivas reformas parlamentarias, fruto a su vez de la mayoría democrática de la clase trabajadora. Además, los líderes de la misma como Zapatero, Gordon Brown, Segolènne Royal, se contentan con gestionar los restos decrecientes de los ya de por sí magros Estados del Bienestar. Esta derrota del reformismo socialdemócrata no es sólo fruto de la victoria ideológica del capitalismo, sino que en gran medida viene determinada por el carácter utópico de intentar gobernar utilizando los mecanismos que ofrece una clase antagónica. Esta utopía queda resumida en una respuesta de Frai Betto, activista y después ministro de Lula, a un periodista que le hacía ver los escasos avances sociales del susodicho gobierno: «Ganamos el gobierno, no la economía».
Dicha eliminación gradual de la injusticia generada por el capitalismo ha constituido durante cerca de 150 años el sostén electoral y la fuente de legitimidad la socialdemocracia. Hoy, en cambio, los grandes partidos socialdemócratas como PSOE, PSF (Francia), Partido Laborista (Gran Bretaña), SPD (Alemania) o el PD (Italia) han renunciado a estos objetivos y basan su estrategia electoral en aparecer ante las clases populares como los gestores amables del capitalismo y defensores de las libertades. Es decir, nada de redistribución de la riqueza para construir un Estado del Bienestar robusto. Así, un gobierno tras otro han ido eliminando los impuestos sobre el capital, con el argumento de que los empresarios ya hacen suficiente «creando empleo» o con la excusa de que si se les cobran impuestos los empresarios agarrarán las maletas y se llevarán sus inversiones a otra parte. De ahí que se les permita deslocalizar, tener cuentas en paraísos fiscales o no pagar impuestos.
Los estados muestran cada vez más claramente su naturaleza como instrumento de poder y privilegio de las clases dominantes. No es de extrañar que muchísimas personas sean incapaces de distinguir entre las políticas económicas de Zapatero o Aznar, o que el primero no haya revertido ninguno de los decretazos del segundo en los más de seis años que lleva de mandato, a pesar de haberse presentado como polo totalmente opuesto al amigo de Bush. Esta derrota política, que ha llevado a la socialdemocracia a aceptar los principios del neoliberalismo, proviene tanto de la disminución de la movilización social como de la inviabilidad de la propuesta reformista. Uno no puede utilizar una manta de hielo para arropar a un niño esperando protegerlo del frío. La democracia actual -antes llamada ‘estado burgués’-, encarnada en todas y cada una de sus instituciones, es un instrumento diseñado para mantener los privilegios de las clases altas sobre las clases populares. Un instrumento de dominio tan magnífico que aparece ante la opinión pública general como el garante de las libertades y los derechos.
En algunas ocasiones, gobiernos surgidos de las urnas han iniciado serios intentos de reforma del sistema. Entre otros cabe destacar el de Salvador Allende en Chile, y más actualmente el de Hugo Chávez en Venezuela o Evo Morales en Bolivia. Todos y cada uno de ellos han sufrido golpes militares pagados por la burguesía, cuando ésta ha percibido que se ponían en cuestión sus privilegios de clase (el último y sangrante ejemplo lo tenemos en Honduras). Si los gobiernos han llegado a resistir, se han visto enfrentados al boicot económico, el acoso mediático internacional y, sobre todo, la poca idoneidad de las llamadas ‘instituciones burguesas’ que controlan como mecanismos válidos para asumir el objetivo último de estos gobiernos: extender la justicia social. Además, deben enfrentarse a la corrupción engendrada por las estructuras de poder actuales.
Señalar las dificultades e incluso la cierta parálisis que sufren los procesos de Bolivia y Venezuela no es óbice para saludar y apoyar las iniciativas sociales que están llevando adelante y constatar los avances conseguidos. Como ya viene quedando claro desde 1871 en la Comuna de París, la única vía para conseguir la igualdad real es el camino de la revolución. Algunos dirán que esta afirmación es totalmente ingenua, pero a éstos cabe preguntarles: ¿El Sr. Botín repartirá de buen grado las riquezas que ha amasado mediante la explotación, la especulación y la usura? ¿Van a ponerse de acuerdo los gobiernos petroleros en reducir las emisiones de CO2? No y no; el único camino tanto para salvar la tierra y todas las especies como para conseguir una redistribución equitativa de la riqueza, que permita una vida digna para todas y cada una de las personas de este planeta, es obligar a los que nos roban a que dejen de hacerlo. Y no sólo eso; también será necesario organizar la sociedad de otra manera. Así pues, queda claro que presentarse a las elecciones e incluso ganarlas no va a conducir a un cambio real. Entonces, ¿por qué la izquierda, incluso algunas veces los anarquistas, viene participando de alguna u otra manera en las elecciones? La respuesta es sencilla: que la elecciones, la democracia representativa no sean mecanismos útiles para cambiar el sistema no significa que en ciertos momentos no aparezcan como herramientas útiles para crear poder popular. Hoy en día, a todas luces nos encontramos en uno de esos momentos.
A veces puede ser útil presentarse
Un viejo maestro decía que las instituciones son montañas de basura a las que de vez en cuando vale la pena subir para observar lo que se ve desde arriba. Es útil tener parlamentarios del pueblo tanto para conocer los planes del enemigo de primera mano como para plantar cara también en los centros de poder. Es necesario recordar a Fidel Lora, que fue parlamentario en la Generalitat, siendo secretario general de la Joventut Comunista en 1996; o Roser Veciana, que fue concejal independiente en el ayuntamiento de Barcelona; o Sandro Medici, que, fruto una candidatura unitaria entre Rifondazione Comunista y los movimientos sociales en Roma, hoy es concejal del distrito X, cargo desde el que ha expropiado más de cien viviendas vacías. O tantos otros que han ido a las instituciones y han dado la cara por los que les eligieron, manteniendo intactos tanto sus principios como los saldos de sus cuentas corrientes.
Tener representación en los órganos de poder permite además agudizar las contradicciones de aquellos que, diciendo gobernar por y para el pueblo, lo hacen sólo para los ricos del pueblo. Golpearles en las instituciones, que son su terreno de juego, darles donde más les duele, en su «legitimidad democrática». Un ejemplo muy claro lo constituye la expulsión de los 76 parlamentarios del partido Die Linke en Alemania, después de que Christine Buchholz señalase que «la insurgencia afgana tiene apoyo popular y es parte de la población». «Eso significa que la lucha contra la insurgencia y la protección de la población son temas irreconciliables», y que «Alemania está metida en una guerra contra la población». La visión de la propia hipocresía hizo que el cristianodemócrata Norbert Lammert, presidente de la Cámara, perdiera los estribos y acabara ordenando al grupo completo que desalojara la sala.
Qué hacemos aquí y ahora
Desafortunadamente, hoy en el Estado español las posibilidades de que una candidatura anticapitalista acceda al parlamento son muy reducidas; quizá otros frentes, como el municipal o el autonómico, sean más favorables. No obstante, en estos momentos, presentar candidaturas unitarias allí donde sea posible puede ser positivo por dos motivos: conseguir aglutinar tanto lo que hoy está disperso como lo diferente. Es decir, superar la atomización de la izquierda anticapitalista mediante el trabajo en común y aprovechar un escenario de politización como son las campañas electorales para visibilizar las alternativas.
Después de años de trabajar en los movimientos sociales, hoy existen las condiciones reales para dar un paso más y plantear una unidad de acción política, que permita plantar cara al sistema, sobre todo en estos momentos de crisis. Esta unidad política ya ha dado lugar a la aparición de nuevas fuerzas que, con formas diferentes a lo largo y ancho de Europa y del resto del planeta, poseen una incidencia real en las sociedades en las que se desarrollan, desde el Bloco d’Esquerda en Portugal, Die Linke en Alemania o el Nouveau Parti Anticapitaliste en Francia. No existe ni debe existir un patrón común, sino que la composición de los movimientos, así como la historia política de cada escenario, va a determinar la composición y la forma de la misma. En algunos lugares serán necesarias plataformas antineoliberales, en otros organizaciones anticapitalistas.
En el Estado español, debido a la lenta decadencia de IU y la incapacidad real de su dirección para orientar la organización hacia políticas que acerquen a la coalición a las bases sociales y sindicales, se antoja muy difícil la aparición de un proyecto antineoliberal. De ahí la necesidad de explorar vías para articular un espacio anticapitalista y ahí, en este camino de exploración, es donde la construcción de candidaturas unitarias puede ser de ayuda. Sin embargo, es necesario resaltar e insistir en no convertir en un fetiche el hecho de concurrir a las elecciones, y mucho menos tomarlo como norma. Ante una contienda electoral es clave definir de manera clara y realista los objetivos, ya que, si no, se corren dos graves peligros: la decepción ante unos eventuales malos resultados y, peor aún, la posible degeneración de un movimiento sociopolítico en una simple maquinaria electoral, que intenta subordinar tanto el programa como los tiempos de los movimientos sociales a las dinámicas electorales.
Desgraciadamente, esto ha sucedido bastantes veces a lo largo de la historia. Aunque no existe una solución mágica para evitar la vorágine electoralista, ésta tarda en llegar o incluso puede no llegar a aparecer nunca si se tiene en cuenta que una organización, por grande que sea, nunca jamás puede suplantar al conjunto del movimiento ni imponerse sobre él.
Éste no es espacio para explicar la necesidad de construir un referente político unitario, pero sí caracterizamos las elecciones como un elemento para reforzar esta vía. Es incuestionable argumentar por qué este referente es necesario, aunque sea de manera breve: sin organizaciones radicales grandes se tardan meses en articular campañas y, a veces, incluso no se consigue del todo. Esto lo estamos viendo en estos momentos de crisis en los que somos incapaces de frenar los despidos y los desahucios. Así pues, esta nueva plataforma anticapitalista debe servir sobre todo para incidir políticamente y acercar las ideas revolucionarias en sentido amplio más allá del horizonte activista; para servir de altavoz a los movimientos sociales; para mejorar la capacidad de respuesta frente al sistema; e, incluso, para ayudar a pasar a la ofensiva.
Hoy, con la dispersión existente, el magro entrono de las organizaciones revolucionarias y la debilidad de los movimientos sociales, el trabajo de propaganda electoral puede ayudar a conectar con gente que quiere hacer algo, pero no sabe con quién ni cómo. Así se puede reducir la distancia con amplias capas de la sociedad que rechazan al sistema, pero no ven una alternativa en las organizaciones actuales. Queda claro, pues, que presentarse a las elecciones no debe constituirse en un fin en sí mismo, pero tampoco debe ser un tabú, sino que debe considerarse una herramienta. Eso sí, de doble filo.
Concretando la cuestión, aparecen dos horizontes claros: las elecciones autonómicas catalanas a finales de este año y las municipales del 2011. Dos momentos en los que la izquierda anticapitalista debe saber jugar sus cartas. De las municipales ya se ha escrito bastante en números anteriores de La Hiedra. Sin embargo, es necesario una vez más resaltar que éstas son el escenario más favorable y realista para fraguar candidaturas con ciertas posibilidades, si bien no siempre de obtener representación, sí de conseguir el suficiente apoyo e incidencia con el que fraguar las bases para escenarios futuros. Necesariamente el carácter diverso de los municipios en los que se empiezan a mover cosas va a determinar la forma de estas candidaturas.
Hoy, cuando falta aún más de un año -intervalo a la vez corto pero largo de tiempo, debido a que la inestabilidad económica actual puede rápidamente transformarse en inestabilidad política donde se abran escenarios hoy insospechables-, aventurarse a hacer pronósticos sobre el carácter concreto de estas candidaturas municipales sólo está al alcance de los adivinos. Sin embargo, sí que se pueden señalar algunos aspectos que incrementen las posibilidades de éxito, tanto en términos de suma de fuerzas como en términos electorales. Las candidaturas deberán ser capaces de conjugar la radicalidad en las propuestas como la cercanía al lenguaje cotidiano; deberán ser candidaturas abiertas y no sectarias, capaces de ofrecer un espacio amplio donde puedan sentirse cómodas personas de todo el espectro anticapitalista, y en algunas ciudades antineoliberal, conjugado con una estructura organizativa capaz de llevar adelante las decisiones adoptadas.
El escenario de las autonómicas catalanas es más complicado. Por un lado, el desgaste del tripartito abre la puerta a CIU, y este hecho va a desmotivar a parte del electorado de izquierdas. Aunque también es cierto que este mismo desgaste abre un cierto espacio para la izquierda anticapitalista. Otra dificultad es la inexistencia de una capacidad real de articular una campaña a lo largo y ancho de Catalunya. La implantación desigual en los territorios y las leyes electorales limitan casi exclusivamente cualquier posibilidad de representación a la provincia de Barcelona, posibilidad por otro lado muy remota. Así pues, estas elecciones habría que plantearlas sólo en concepto de suma de fuerzas; situación que, por otro lado, hay que reconocer que siempre genera cierta frustración entre los votantes más externos a la candidatura, ya que el número de votos es siempre bajo.
No obstante, existen ciertas posibilidades que una candidatura asumida por una base relativamente amplia de activistas y organizaciones anticapitalistas tuviera cierto eco, sobre todo si se adoptase una posición de beligerancia respecto a los fascistas de Plataforma per Catalunya (PxC). Hoy por hoy, en muchos municipios donde PxC tendrá presencia propagandística merced al apoyo de la ultraderecha europea, la presencia de una candidatura anticapitalista puede ayudar a aglutinar una respuesta antifascista en algunas localidades donde de otra manera sería casi imposible. Deberá abordarse la idoneidad de presentarse, en función de las fuerzas dispuestas a impulsar la candidatura y la coincidencia en los objetivos de las mismas fuerzas. En todo caso, una candidatura en solitario de alguna fuerza del campo anticapitalista está condenada a ser puramente testimonial.
Existe la necesidad de articular un espacio anticapitalista. Sin embargo, es necesario calibrar muy bien cuándo y cómo decidimos hacerlo. El momento más favorable parecen las municipales; una candidatura a las autonómicas podría fortalecer las opciones municipalistas, pero en función del proceso y de los resultados podría suceder todo lo contrario.
Fuente: http://www.enlucha.org/?q=
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.