Cito el artículo «Dotar de sentido social a la UE» del filósofo Pierre Bourdieu: «El sindicalismo europeo, que tendría que ser motor de una Europa social, está por inventar, y esto no puede hacerse más que al precio de una serie de rupturas más o menos radicales: rupturas con los particularismos nacionales, con algunas tradiciones […]
Cito el artículo «Dotar de sentido social a la UE» del filósofo Pierre Bourdieu: «El sindicalismo europeo, que tendría que ser motor de una Europa social, está por inventar, y esto no puede hacerse más que al precio de una serie de rupturas más o menos radicales: rupturas con los particularismos nacionales, con algunas tradiciones sindicales, encerradas en los límites de los Estados, de los que esperan gran parte de los recursos indispensables para su existencia y que definen y delimitan lo que se juegan y el espacio de sus reivindicaciones y de sus acciones. Ruptura con un pensamiento conciliador que tiende a desacreditar el pensamiento y la acción crítica y a valorar el consenso social, hasta el punto de animar a los sindicatos a compartir la responsabilidad de una política que persigue que los subordinados acepten su subordinación; ruptura con el fatalismo económico, que estimula el discurso mediático-político sobre las necesidades ineludibles de la globalización y el imperio de los mercados financieros…»
Los movimientos sociales son clave a la hora de imponer políticas. El Estado del bienestar no es un regalo sino una conquista -más amenazada que nunca-; y estos últimos años de conciliación, de «paz social», de «romance» gobierno-sindicatos han traído una notable pérdida de renta de las clases trabajadoras. Pero lo peor es que los sindicatos han interiorizado el discurso del sistema; y a algunos de sus representantes constituye un verdadero espectáculo observarlos en su deriva ideológica, mimetizados en el pensamiento único, como al director del Gabinete técnico de Comisiones Obreras-Canarias, José Miguel González, que tan bien asume la lucha encarnizada por atajar el déficit a costa de empeñar el crecimiento, o la necesidad de una reforma convencional del sistema de pensiones.
Producto de su pasividad y de su cercanía al poder las organizaciones sindicales han sufrido un gran descrédito social. Se han convertido prácticamente en apéndices del aparato político-administrativo, apegadas a las subvenciones, organizadas en torno a unos objetivos reducidos y cortoplacistas, desconectadas de la realidad de las mayorías. En consecuencia, han perdido influencia frente a unos trabajadores cada vez más resignados, desencantados y temerosos de perder sus endebles empleos. A mucha gente le cuesta creer en la posibilidad de un cambio si éste es guiado por unos sindicatos oficialistas que en los últimos años se han dejado domesticar.
Pero el debilitamiento de los sindicatos nos perjudica. Y coincido con Bourdieu en la necesidad de su renovación. Los sindicatos deberían estar «animados por un profundo espíritu internacionalista», escapar de la «tentación tecnocrático-diplomática», y «organizarse a nivel europeo»; al igual que lo hacen otros poderes -añado-, como el económico-financiero. Y en esta línea parece interesante haberse unido a la Confederación Europea de Sindicatos en la convocatoria de una huelga general el 29 de septiembre.
Porque se nos ha instalado en el alma una fomentada sensación de fatalismo; se nos quiere hacer creer que protestar es como luchar contra la lluvia; y convencer de que no hay más posibilidad que elegir entre «dos ramas del partido único, el del gran capital», como define a las dos grandes formaciones españolas el pensador Samir Amin. Pero en el fondo somos conscientes de que nos jugamos mucho, y de que es hora de «indignarse, no resignarse», como decía Saramago. Tiempo de rupturas.
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