Mientras algunos observadores creen distinguir o esperan en el Imperio la lógica que lo alertaría sobre las consecuencias de una embestida contra Irán, o Corea del Norte, en un mundo con suficiente capacidad nuclear para destruirse a sí mismo varias veces, otros aseguran a voz en cuello que ya las campanas están doblando por todos, […]
Mientras algunos observadores creen distinguir o esperan en el Imperio la lógica que lo alertaría sobre las consecuencias de una embestida contra Irán, o Corea del Norte, en un mundo con suficiente capacidad nuclear para destruirse a sí mismo varias veces, otros aseguran a voz en cuello que ya las campanas están doblando por todos, aferrándose a esa bíblica actitud con el evidente anhelo de contribuir a conjurar el final de los tiempos.
Y no andará descaminado quien haya sentido la angustia del Apocalipsis -aunque abrigue la esperanza de que un rayo de lucidez la frustre-. La propia historia se encarga de sembrarnos la zozobra. ¿Acaso los Estados Unidos no han vivido de la guerra y por la guerra desde los vagidos de una nacionalidad cuyos progenitores (al menos una parte de ellos) sublimaron la auto percepción mesiánica, la pretendida misión providencial de llevar al prójimo de allende y aquende los mares la vara con que medir los valores, los propios valores?
Recordemos, con el pensador alemán Franz J. Hinkelammert -consultado con prolijidad por este periodista-, que no en balde en la práctica política, ideológica, filosófica, y en el imaginario popular de ese país, la guerra pasa por «intervención humanitaria». Concepto con el cual se aspira a tender un manto de silencio y complacencia ante una arremetida de más pedestres, sórdidas, reales y denunciadas causas, tales como el hidrocarburo de Irán; la necesidad perentoria de liquidar los stocks de armamentos, activando la producción y las ganancias, en medio de una recesión al parecer más larga que una pesadilla; la victoria geopolítica que significaría apoderarse del estrecho de Ormuz, por donde trasiega el 40 por ciento del petróleo que consume el orbe; el golpe a la resistencia de Iraq y Afganistán; el afán de cercar por el sur a Rusia, aliada de Teherán, y de privar a China de los recursos que requiere para un PIB que se prevé equivalente al de EE.UU. en el cercano 2030.
Así que no resultaría descabellado aseverar que quizás incluso en muchos seres apacibles y bonachones, honrados y sensibles esté influyendo la procurada demonización del régimen de los ayatolas, conforme a la cual estos andan en pos del arma atómica, no importa que -alguien lo acaba de evocar- en tiempos del conflicto con Saddam Hussein el sumo sacerdote de la revolución islámica prefiriera un mayor costo para su patria a lanzar sobre Iraq misiles que hubieran caído también entre los civiles, por carecer de los adelantos tecnológicos que les aguzarían al máximo la precisión.
Definitivamente, Occidente sabe asistirse de la interpretación con que, a finales del siglo XVII, el filósofo inglés John Locke trataba de apuntalar la colonización: los derechos humanos trocados en una «agresividad humanitaria», partiendo de que «no los tiene quien los viola». Máxima cuya aplicación hoy deviene clara: Si Irán, Corea del Norte, los conculcan, a los ojos de los «amos» del planeta, pues merecen que los suyos importen un comino, no más. Y que se los arrebaten a puro bombardeo.
Así que la satanización de los iraníes, como ayer la de los serbios, los iraquíes, representa una prueba fehaciente de la posibilidad de un ataque. Como la supone el hecho tangible, descrito por el conocido sociólogo marxista Samir Amin, de que el proyecto de control militar del planeta está destinado a compensar las deficiencias de la economía de Estados Unidos, cuyo sistema productivo ha quedado lejos de ser el más eficiente del mundo, tal pregonan los economistas liberales. Algo que se trasunta en un déficit comercial que se agrava de año en año, y que a la altura del 2000 sobrepasaba los 450 mil millones de dólares. Y, para mayor inri del Tío Sam, el déficit se refiere prácticamente a todos los campos, hasta el tan ponderado de los bienes de alta tecnología.
Al decir de Amin, «Estados Unidos probablemente no ganaría sin recurrir a medios extraeconómicos, ¡que violan los principios del liberalismo impuestos a sus competidores! En efecto, Estados Unidos solo disfruta de ventajas comparativas establecidas en el sector de los armamentos, precisamente porque este escapa ampliamente a las reglas del mercado y se aprovecha del apoyo del Estado».
De ahí, la decisión estratégica de Washington de sacar provecho de su aplastante superioridad castrense. A falta de potencia y arrestos económicos, bien valdrían más de una misa ciertas «guerras preventivas», con que arruinar toda expectativa de que otros accedan al estatuto de socio efectivo en la modelación del sistema mundial…
Ello, a pesar de todos los esfuerzos por distinguir la lógica en los timoneles del Imperio.
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