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Cronopiando

Los «walkmans»

Fuentes: Rebelión

Cuando hace ya bastantes años comenzaron a popularizarse los llamados «walkmans» y cada vez era más frecuente encontrarte en la calle con jóvenes caminando como sonámbulos, con los auriculares en las orejas y el pequeño aparato en la cintura, semejante innovación me pareció aberrante. Era como si, a pesar de sus pocos años, ya supieran […]

Cuando hace ya bastantes años comenzaron a popularizarse los llamados «walkmans» y cada vez era más frecuente encontrarte en la calle con jóvenes caminando como sonámbulos, con los auriculares en las orejas y el pequeño aparato en la cintura, semejante innovación me pareció aberrante. Era como si, a pesar de sus pocos años, ya supieran que el mundo nada tenía que decirles, hasta el punto de prescindir de uno de sus sentidos, de renunciar voluntariamente a oír, tal vez, ese amable y temprano saludo del vecino.

Me parecía que renunciar deliberadamente al oído era una muestra intolerable de desprecio hacia el género humano.

Y no se limitaban con darle la espalda al mundo. También en la propia casa, la familia del ausente vocacional se veía obligada a formularle al sordo veinte veces la misma pregunta hasta que éste, en el mejor de los casos, terminaba por leer los labios y, con gesto de profundo malestar, tras sacarse uno de los auriculares, condescendía en escuchar a la madre o al hermano. Tampoco solía faltar su queja, no sólo por ser interrumpido sino porque, además, lo hicieran a gritos.

Cada vez que me cruzaba en la calle con alguno de estos disminuidos profesionales, me asaltaban las ganas de vocearle cualquier insulto en la seguridad de que no me iba a oír, y reconozco que, a veces, sucumbí a la tentación.

Hoy, sin embargo, descubro apenado hasta qué punto estaba equivocado. Hoy, que no me quito los auriculares ni para dormir reconozco que, aquellos visionarios jóvenes de preclaro criterio, sabían lo que se hacían, que el único equivocado era yo. Hoy sé que, especialmente en la calle, perderme el saludo del vecino es un costo más que asumible si lo comparamos con el gozo de escuchar a Vivaldi. Que Beethoven o Los Beatles son para el oído y la cabeza, una propuesta muchísimo más interesante que, por ejemplo, los 500 caballos de potencia del idiota de la moto. Hoy sé que los «walkmans» son imprescindibles. El antídoto perfecto para suministrarte una dosis de L.LLach, Mustaki, Aute, Brel, Silvio o Milanés, y dejar con la «im-presión» en la boca al Jesulín de Ubrique y a la Belén Estevan; o escuchar a Pink Floyd en lugar de enterarte de a qué hora va a ser y no va a ser intervenida la famosa modelo y en dónde se hará la operación que no se hará, mientras desmiente el torero consorte haber dicho lo que no dijo que dijo.

¿Cómo no va alguien a usar los benditos «walkmans», incluso, en el retrete si, a cualquier hora, por el canal 5, por el 9, por el 66, irrumpe toda la surtida bazofia televisiva en permanente campaña de intoxicación? ¿Cómo no va uno a renunciar a su derecho a oír cuando, en todas las emisoras y estudios de televisión, un experto y nutrido coro de avezados comentaristas, analiza las ocultas motivaciones que ha tenido la ex amante tonadillera del hijo de su madre para cambiar el color de las cortinas de la caseta del perro en su finca de Almendralejo?

Y agregue a ese calvario el ir y venir de la nobleza, las vacaciones de la infanta, el desfile de modas de la duquesa, las incontables estupideces de la clase política autorizada… y los «walkmans» habrán pasado a ser el más útil instrumento con que pueda contar cualquier ser humano para preservar sus menguadas neuronas.

Y eso cuando, además, el vecino tampoco nos saluda.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.