(Este texto forma parte de un libro «Por si no estoy cuando preguntes», todavía en gestación y aún sin editorial, de Koldo Campos Sagaseta y Santiago Alba).
Lo pregunto porque después de haber sido arrullados mis sueños con todos los cuentos que se hayan escrito y algunos más improvisados, sigo sin encontrar un motivo que me anime a tener una buena opinión de los bosques… y de los cuentos.
De hecho, la primera vez que alguien me habló del infierno como un espacio en el que castigar todas las perversas conductas humanas y a sus autores, lo imaginé como un lugar provisto de frondosos árboles y tupida vegetación.
Y cuando el mismo informante agregó las llamas a mi infernal visión, confirmé que, además, el bosque estaba ardiendo. Me pareció una buena noticia hasta que, por la misma vía, también supe que el incendio había sido declarado inextinguible, que el bosque estaba condenado a arder toda la eternidad y temí que las llamas se propagaran amenazando vidas inocentes.
En cualquier caso, sigo sin entender esa insistencia de algunos en preservar los bosques. ¿No sería mejor que desaparecieran todos de una vez?
A lo largo de los cuentos con que aprendemos a confundir la historia, los bosques únicamente han servido para dar cobijo a horribles alimañas, a despiadados lobos, a perversas brujas y terribles ogros, y a otras gentes de mal vivir, como ladrones, bandidos y enanos.
Al amparo de sus sombras, de su impune soledad, se han perpetrado los más espantosos crímenes y delitos.
No por casualidad los padres de Pulgarcito se decidieron a abandonarlo en un bosque. Si lo hubieran dejado a las puertas de una iglesia como era costumbre entonces, alguien la hubiera abierto salvándole no sólo la vida sino, incluso, el alma. Si lo hubiesen abandonado en un río, dentro de una canasta, siempre habrían aparecido unas piadosas manos que lo rescataran de su turbulento infortunio y lo acabaran convirtiendo en heredero de algún exótico reino, pero en un bosque las posibilidades de sobrevivir para Pulgarcito eran tan escasas que hasta los tiernos gorrioncillos se dedicaron a conspirar contra la vida del niño haciendo desaparecer las migas de pan con que marcara su imposible camino de regreso.
Para nadie es un secreto que si Caperucita, en lugar de tener que cruzar el bosque, hubiera podido llegar a la casa de su abuelita a través de una iluminada y moderna avenida, nada le hubiera pasado. El lobo que se comiera a la abuela y a la niña aprovechando el refugio que el bosque le brindaba para perpetrar sus carnívoros atentados, no hubiera pasado desapercibido en una gasolinera o en un motel de carretera.
Cualquier patrulla policial lo hubiera descubierto desde que se le ocurriera poner una pata en la calzada, o habría sido identificado por alguna cámara de vigilancia o denunciado por algún trasnochador de regreso a su hogar.
Y si la abuela de Caperucita, en lugar de vivir en el bosque, hubiera dispuesto de un moderno y residencial apartamento, cualquier vecino que no tuviera la televisión demasiado alta, habría podido oír sus gritos de socorro o los aullidos del lobo festejando su éxito.
La Bella Durmiente fue condenada al sueño eterno con la complicidad de un espeso bosque que la escondía de la curiosidad humana. Y tuvo que ser un príncipe, muchos años después, el que tras ardua lucha con la exuberante vegetación, finalmente, pudiera abrirse paso y llegar hasta aquella que fuera hermosa doncella y de la que el cuento no abunda en detalles sobre su estado al terminar la pesadilla.
Ni siquiera cuando el bosque, tan surtido de profundas cuevas en las que dar refugio a sanguinarios ladrones, ha sido capaz de albergar la deliciosa imagen de una casa de chocolate, ha servido la misma para endulzar las ilusiones de dos hermanitos perdidos, sometidos a la tortura de una antropófaga bruja decidida a comérselos asados.
Hasta la encantadora Bambi, por empeñarse en vivir en los bosques en lugar de contribuir a hacer más felices a los niños en un circo, casi perdió la vida cuando el bosque en el que se creía segura precipitó el infierno. Si Bambi hubiera estado pastando tranquilamente en un zoológico, aún en el caso de un incendio semejante, los bomberos habrían llegado a tiempo de evitar la muerte de su madre.
Con razón, muchos años más tarde, el ex presidente estadounidense George W. Bush, planteó la necesidad de cortar los árboles para evitar los incendios.
Al margen de estas y otras muchas referencias en los cuentos y en la literatura que han advertido del riesgo que implican los bosques para la vida humana, sea como espacios de impunidad que han sido testigos, por ejemplo, de los maltratos de las infantas del Cid o como recursos que propiciaron la muerte del rey Macbeth, la desaparición de los bosques facilitaría el desarrollo y el progreso al que aspiramos.
Un tren de alta velocidad hubiera trasladado a los cuatro músicos de los hermanos Grimm a Bremen en cuestión de horas, en lugar de andar penando sus miserias por inhóspitos bosques y caminos, a riesgo de ser pasto de ladrones y de no llegar nunca a su destino.
La madrastra de Blancanieves de haber dispuesto para su ocio de un campo de golf junto a su castillo, no hubiera malgastado su vida, tampoco sus egos, en vanas conversaciones con espejos mágicos. Y ni Robin Hood ni los 40 ladrones habrían podido eludir la acción de la justicia si en lugar de hallar refugio en un intrincado bosque se hubieran visto obligados a sobrevivir en un acrisolado banco.
Pero faltan en los cuentos y en la historia, al carecer de espacio, trenes de alta velocidad, campos de golf, más bancos y sucursales, pistas de esquí, centros comerciales, plantas de residuos, aparcamientos, entre otras muchas e imprescindibles obras, por esa absurda y demencial tendencia a preservar los bosques.
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