¿Quiénes somos nosotros? Difícil pregunta. «Nosotros» es un concepto escurridizo. Para empezar, si la pregunta se expresa en una lengua europea, a diferencia de lo que ocurriría en muchos idiomas africanos o asiáticos, no podemos saber si quien la formula está acogiendo bajo el paraguas de su «nosotros» al oyente o lector, o lo está […]
¿Quiénes somos nosotros? Difícil pregunta. «Nosotros» es un concepto escurridizo. Para empezar, si la pregunta se expresa en una lengua europea, a diferencia de lo que ocurriría en muchos idiomas africanos o asiáticos, no podemos saber si quien la formula está acogiendo bajo el paraguas de su «nosotros» al oyente o lector, o lo está excluyendo. Con frecuencia, el pronombre lleva una aposición, como en la obra de Joan Fuster titulada «Nosaltres els valencians». La constitución de EEUU comienza con «We, the people of the United States of America». En una nación de inmigrantes como esta última, «nosotros» abarca, ante y sobre todo, a las personas nacidas dentro de un determinado territorio. En otros lugares y tiempos, el criterio de pertenencia es la filiación: nosotros somos mi familia, mi clan, mi tribu, mi etnia; yo y aquellos a los que me unen lazos de sangre. Este criterio parece, a simple vista, menos arbitrario que el hecho de haber visto la luz un kilómetro al norte o un kilómetro al sur de una línea trazada en el mapamundi. Pero entramos en terreno resbaladizo si advertimos que la arbitrariedad del criterio de filiación está en su escala temporal. Cuando el obispo de Oxford, queriendo ridiculizar las ideas de Darwin, le preguntó a Thomas Huxley si descendía del mono por parte de sus abuelos paternos o de los maternos, Huxley lo puso en su sitio con verbo afilado. Siendo más benevolente, podría haberle explicado que cualquier rama de su genealogía lo llevaba a los antepasados que tenemos en común con los simios, y retrocediendo no ya millones, sino decenas o centenares de millones de años, a una especie de musaraña y luego a un pez pulmonado. Pero no son esas las escalas temporales que solemos manejar los humanos. No hay grandes obras de la literatura o del pensamiento centrados en la idea de «nosotros, los mamíferos» o «nosotros, los eucariotas».
Nos podemos cuestionar hasta dónde abarca el nosotros, pero también es de interés ver cuándo se puede convertir a un colectivo de personas, agrupado bajo el paraguas del pronombre, en sujeto de un triunfo, una derrota o un crimen debido a una o varias personas del colectivo. Si es cierto que «los españoles ganaron el campeonato mundial de fútbol», resulta aceptable que una persona de nacionalidad española afirme «nosotros ganamos el mundial». De hecho, es una afirmación común, aun teniendo que extrapolar de una decena de individuos a varias decenas de millones, la gran mayoría de los cuales no tienen absolutamente ninguna relación con el triunfo en cuestión.
Veamos otro ejemplo. «Los alemanes mataron a dos millones de judíos» es una afirmación que sólo algunos negacionistas del holocausto pondrán en entredicho. Todas las generalizaciones son odiosas cuando el asunto es odioso, pero son más odiosas para «nosotros» que para «ellos». El silogismo que continúa con «nosotros somos alemanes» lleva con la misma lógica que antes a la conclusión «nosotros matamos a dos millones de judíos», pero esta aseveración choca con cierta resistencia. Sólo se puede superar el escollo lógico con una trampa gramatical, asignándole a la palabra «nosotros» un referente distinto en cada frase. Y el asunto se complica aún más si tenemos en cuenta que la mayoría de los judíos asesinados por el régimen nazi eran de nacionalidad alemana. Estamos ante un caso paradigmático de identidades solapadas.
El deporte, la nación y la religión se vinculan de forma natural al «nosotros». Los deportes de equipo son batallas ritualizadas, inspiradas en las luchas prehistóricas entre los clanes y tribus que al cabo de miles de años dieron lugar a las naciones. Y en la actualidad, en pleno siglo XXI, hay naciones, como Israel, que sólo otorgan la ciudadanía a personas que profesan un determinado credo religioso. Todas la religiones, salvo el budismo, trazan una estricta línea divisoria entre el hombre y los demás animales, aunque eso no da lugar a una verdadera hermandad, a un auténtico «nosotros», como lo prueban las incontables matanzas que se han producido y se siguen produciendo entre personas que dan distintos nombres a sus dioses o los adoran de forma diferente.
Los derechos humanos, proclamados hace menos de un siglo, aún siguen sin aplicarse plenamente. Por otra parte, hay señales que apuntan a un progreso en el sentido de una apertura de la esfera moral, de una extensión, ímplícita o explícita, consciente o inconsciente, del concepto de «nosotros». Los animalistas que han conseguido la abolición de la tauromaquia en Cataluña (después de haberlo logrado hace varios años en las Islas Canarias) apelan, aunque no lo expresen en esos términos, al «nosotros los mamíferos». Recientemente, ha surgido la iniciativa, canalizada a través de facebook, de declarar el 25 de noviembre como «Día del orgullo primate», apelando así al «nosotros los primates».
El progreso de la humanidad pasa por abandonar la fe religiosa y con ella la única base sobre la que se sustenta el concepto de «especie elegida». El auténtico humanismo trascenderá lo humano. Hay indicios de que puede estar surgiendo ya un nuevo estado de consciencia, una forma más ilustrada de relacionarnos con los demás seres vivos del planeta, teniendo en cuenta el bienestar de todos los seres sensibles. De todos nosotros.
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