El caso de los 33 mineros rescatados in extremis de una mina chilena me ha recordado un artículo de Margaret Mead que se ha convertido en un clásico de la antropología postcolonial a fuerza de citas y de reimpresiones. En él, Mead nos cuenta la excelente impresión que le causaron los cambios que, en los […]
El caso de los 33 mineros rescatados in extremis de una mina chilena me ha recordado un artículo de Margaret Mead que se ha convertido en un clásico de la antropología postcolonial a fuerza de citas y de reimpresiones. En él, Mead nos cuenta la excelente impresión que le causaron los cambios que, en los veinticinco años transcurridos desde su primera visita, había experimentado Manus, una pequeña isla de Papúa Nueva Guinea. Si hemos de creer a esta famosa antropóloga gringa, con la llegada de la civilización se perdió una cultura picturesque pero también «áspera y coercitiva» siendo sustituida por una cultura ‘racional’ -por no decir cristiana-. Reconoce Mead que los natives sospecharon al principio que Occidente sólo estaba interesado en el dinero pero que mudaron de opinión cuando comprobaron que, para los civilizadores, «la gente era más valiosa que las cosas». ¿Y cuándo les llegó tan estrambótica sabiduría? Pues en el momento menos adecuado: cuando vieron que, durante la Segunda Guerra Mundial, al abandonar sus trincheras, el ejército gringo destruía toneladas de equipamientos 1 .
En los textos antropológicos, pocas veces puede leerse un panegírico del Progreso -occidental, por supuesto- tan desvergonzado y militante como el firmado por la Gran Dama de las ciencias sociales gringas. Pocas veces se ha elevado a los altares multiculturales el despilfarro bélico y todavía en menos ocasiones se ha justificado la guerra desde un pretendido indigenismo.
Pues bien, en el caso de los 33 también se han utilizado el despilfarro y la guerra como índices del Progreso. Las diferencias entre uno y otro ejemplo son mínimas: en Chile ha habido despilfarro porque así debe llamarse todo dispendio gubernativo que haya podido evitarse mediante la observancia previa de normativas clasificadas como de menor rango -las de seguridad laboral- y se distingue del ensalzado por Mead solamente en que éste reducía a los pocos cientos de indígenas de Manus al papel de meros espectadores mientras que, frente a la mina del desierto de Atacama, el público se ha cifrado en mil millones de televidentes.
En cuanto a la guerra, Mead se refiere a una guerra internacional en tanto que la guerra en Chile es una guerra civil o de clases pues, aunque se la quiera ver (fraudulentamente) como ‘de baja intensidad’, no de otra forma debemos clasificar un trabajo en el que se juegan las vidas de los mineros. Si me apuran, incluso afirmaría que la guerra atacameña es más feroz que la papúa puesto que en Chile algunos de los soldados -léase, mineros-, son ancianos, un extremo prohibido por la Convención de Ginebra y bla bla bla. Además, en Manus, el ejército gringo se limita a ignorar al pueblo local con el resultando de desprecio mientras que, en Atacama, el ataque a los mineros ha ido más allá pues no sólo les ha humillado sino que ha puesto sus vidas en gravísimo riesgo.
Llegados a este punto, alguno pensará que estoy equivocándome de incidente puesto que, en Chile, no ha habido ningún ataque a los mineros sino todo lo contrario. Es aquí donde entra un fenómeno que ha sido analizado, entre otros ejemplos, con abundantes datos de la etnografía de Papúa Nueva Guinea: el del regalo como desafío. En Atacama ha habido aparentemente un regalo pero, a poco que investiguemos, observaremos que ha sido un regalo envenenado y para demostrarlo debemos comenzar recordando las diferencias que hay entre la caridad y la justicia social; en otras palabras, entre el salvamento de unos cuantos y el cuidado de todos o, si se prefiere, entre el individuo y el pueblo. Cuando el (supuesto) regalo del gobierno chileno se lee en esta clave, la munificencia desaparece y entran en escena el cálculo político y el desafío a toda la clase minera.
Además, en Chile ha habido un pérfido escamoteo porque se ha presentado como dádiva lo que constituye la primera obligación de todo Estado: garantizar la seguridad de sus ciudadanos -y, en su defecto, al menos salvar sus vidas cuando corren peligro-. La más ortodoxa de las teorías del Estado reza que la ciudadanía firma un contrato con el Estado según el cual, éste detenta la violencia y aquella, la seguridad. En consecuencia, el Estado no puede regalar nada y es obvio que cumple a rajatabla esta parte del contrato. Por ello, cuando simula que lo hace, incurre en un delito mayor generalmente encubierto en delitos menores como el de la caridad -que oculta a su vez la inequidad constitutiva-, la imprevisión -cómplice necesaria de la rapiña- o el simple oportunismo. Del ejercicio impune de todos ellos es ejemplo el caso de los 33.
Ahora bien, el Estado no puede transgredir normas contra sí mismo; en primer lugar porque Él las define y las acomoda diariamente a su acción y, después, por pura imposibilidad lógica y, last but not least, porque la víctima es siempre Otro. Es decir, sólo puede delinquir contra ese Otro -la sociedad-. De ahí el desafío que conlleva todo regalo entre entidades que, en el caso chileno, son asimétricas puesto que una no puede devolver el regalo. En Atacama, el gobierno chileno en funciones de Estado ha perpetrado el delito de regalo y con ello ha desafiado a la sociedad encarnada concretamente en la clase minera. En realidad, ha retado a los mineros a que ellos sean capaces de autogestionar su trabajo y les ha humillado demostrándoles que eso es una utopía. Los mineros no pueden devolver el regalo porque no pueden autogestionarse al completo y eliminar así al Príncipe dadivoso. Por lo tanto, el Príncipe no sólo es necesario sino imprescindible.
Item más, el regalo del gobierno chileno ha seguido las únicas pautas posibles del regalo estatal: unilateralidad en su decisión e individualidad de sus ‘beneficiarios’. Huelga añadir una tercera, presente en toda situación de emergencia: el ventajismo -la circunstancia favorita de todo delincuente institucional-. Ventajismo extremo en este caso puesto que tanto los 33 como sus familias no podían rechazar el regalo. Más aún, en plena operación de rescate, las familias ni siquiera podían recordar a los periodistas que, durante una interminable semana, el gobierno había declarado «desaparecidos» a los mineros y que sólo la protesta cívica le hizo reconsiderar su crueldad.
Tal es el marco teórico en el que se mueve este trabajo y lo que sigue son simples acotaciones al caso atacameño destinadas a restituir el honor de los mineros menoscabando el desproporcionado rédito político obtenido por aquel gobierno delincuente.
La Antropología, ¿imposible?
Para perpetuar su molicie, el Príncipe necesita que sus vasallos estén desunidos. Por ello, los medios de desinformación salpicaron sus entregas con continuas insinuaciones sobre los (supuestos) roces entre los 33 mineros. Con ello no sólo seguían la inercia del oficio -mentir-, sino que también preparaban el escenario para el-día-después. Cuando los mineros estuvieran libres y, previsiblemente, todos o alguno se quejaran de las condiciones laborales de seguridad, era conveniente disponer de varias voces y, para darles credibilidad a los más ilusos políticamente hablando -futuros monopolizadores de los media-, había que preparar al público. Poco importaba que los roces fueran no sólo banales sino también imposibles de comprobar; menos aún que fueran inventados -totalmente o basados en rumores-. El caso es que se aducían razones psicológicas -el estrés- dando por descontada una homogeneidad cultural y clasista que sólo era cierta en lo segundo -todos eran mineros de a pie pues no había técnicos-. Por lo tanto, se abundó en lo trivial y se ignoró olímpicamente la única razón que, hipotéticamente, podía haber sido fuente de disenso: la diferencia cultural.
Sin embargo, es plausible suponer que no había tal homogeneidad cultural pues no todos los mineros eran ‘criollos’ chilenos, huasos o citadinos. Había un indígena boliviano -Carlos Mamani- y, por lo menos, un indígena aymara chileno -Ariel Ticona-. Aunque los rostros de algunos de sus compañeros denotan rastros amerindios, ésta no es razón suficiente para ampliar la nómina indígena. Sin embargo, un somero conocimiento del área nos induce a especular sin grave riesgo de equivocación que también tenía que haber gentes del pueblo Kunza, es decir, indígenas atacameños que fueron dados por ‘extintos’ (léase, exterminados) pero que actualmente se encuentran en fervoroso proceso de resurrección étnica o etnogénesis.
A falta de investigaciones ulteriores sobre el comportamiento del grupo y de sus ‘minorías’, hoy por hoy, este dato de una diversidad étnica es antropológicamente irrelevante por rudimentario pero es significativo de la dificultad que padecen los media para utilizar la más primaria de las etnografías -no digamos del ethos antropológico-.
Dejando aparte el factor étnico, es posible que esta situación-límite nos permita presentar una (arriesgada) hipótesis sobre la religión de sus víctimas: en un evidente exceso de credulidad, vamos a suponer que, como nos machacan los media, es cierto que aumentó la religiosidad de los mineros. En la cultura occidental, el dato es verosímil cuando se experimenta la inminencia de la muerte pero de ahí a firmar que ‘se incrementó la religiosidad’ media un abismo -¿cómo saben los media cuál era el grado de religiosidad previa al derrumbe?-. Sin embargo, hay un dato que podría confirmar ese aserto: al parecer, hubo conversiones a la fe evangélica. De ser cierto este detalle, de no ser prejuicio y fantasía periodística, ello supondría un ánimo de ruptura de proporciones revolucionarias con la religión oficial -no olvidemos que Chile es un país tan católico a machamartillo que incluso el divorcio y el aborto están congelados-.
Puestos en el disparadero de la radicalidad, cabe sospechar que el -siempre hipotético- recurso a la religión -católica o evangélica- era una forma de abjurar de la otra creencia fundamental: la fe en el Estado. A fin de cuentas, es sumamente racional renegar de un Estado que pone a sus ciudadanos en peligro de muerte y al que, por ende, no hay nada que implorar ni agradecer. Estaríamos entonces ante un proceso cargado de una dosis de racionalidad superior a la habitual en los procesos religiosos, una situación teórica que puede ser riquísima… a condición de circunscribirla a los horizontes propios del caso -un grupo multiétnico de proletarios abandonados en un país semi-desarrollado-.
Por el momento, si bien no podemos aventurar sobre los mineros muchas más hipótesis de índole estrictamente antropológica, es factible observar desde esa ciencia el proceder de los otros actores del drama, las masas de afuera. Al respective, resaltaría que este caso pone seriamente en duda el manoseado tópico de la linealidad de Occidente como opuesta a la circularidad de Oriente. Si los mineros descendieron al Averno y estuvieron muertos -repito: el gobierno así lo decretó- e incluso literalmente enterrados pero luego ascendieron resurrectos a una superficie paradisíaca, es evidente que su decurso es circular en todas sus facetas: en la espiritual y también en la física. El imaginario colectivo de Occidente es absolutamente incapaz de escapar a esa dura realidad: los mineros son ‘orientales’. Volveremos sobre ello en el acápite semiótico.
La Psicología, ¿ciencia telúrica?
Como viene siendo habitual desde que los psicólogos ocuparan aquel escenario de la tragedia antes propiedad exclusiva de los clérigos, aquellos neo-sacerdotes menores han tenido la oportunidad de repartir sus banalidades a diestro y siniestro -«estos chicos van a ser distintos a los que entraron»- pero esta vez con el aval seudo-científico y la complicidad tecnocrática nada menos que de la NASA. Sobrepasa mi entendimiento qué pueden tener en común las peripecias de los astronautas y las de los mineros, el vacío galáctico y la opresión telúrica, los sueldos millonarios y los de miseria.
Sea como fuere, el caso de los 33 ha demostrado que la psicología convencional o industrial no sólo ha desplazado a la antropología de los media sino que, además, ignora de ella incluso esa aportación básica general y políticamente admitida: que los grupos humanos son diversos. A nuestro juicio, todo ello supone un paso atrás en las ciencias sociales y también en las humanas. Lo prueba este ejemplo atacameño en el que, por las necesidades de una simbolización universal -«representan a la Humanidad», ha sido una de las banalidades más escuchadas-, operativamente se les ha psicologizado desde varios ángulos:
* En un plano general, como si fueran El Hombre; aunque, claro está, no como el Superhombre sino como El Enfermo Ideal. Sobra decir que esta aproximación se continúa con ese insufrible correlato según el cual el enfermo pierde facultades mentales, mutación terapéutico-religiosa de la pérdida de salud como pecado.
* En un plano subsiguiente y encadenado al anterior, a los 33 se les ha homogeneizado con una Humanidad actual que es confundida con Occidente y, peor aún, con la clase media occidental, por otra parte único terreno conocido por los psicólogos contratados.
* Finalmente, se les ha sometido a un bombardeo de consejos triviales dirigidos a un sujeto que ya no era el enfermo, el atontado o el mesocrático sino El Niño. Es posible que la mano política que mecía la cuna insistiera en potenciar este aspecto en detrimento de los anteriores, más complicados de ‘comunicar’. En cualquier caso, las medidas que materializaron esta brutal infantilización -«aunque lo hayan pedido, no les damos bebidas alcohólicas, sólo les bajamos un poco de tabaco»- me han irritado particularmente y es que entiendo que tratar así a un grupo de mineros pobres infinitamente más curtidos que sus psicoterapeutas, es paternalismo de la peor especie.
Por lo demás, la principal objeción que hago a la tarea de los psicólogos de empresa -presumiblemente más libre de censura que el resto del dispositivo de rescate-, estriba en que supongo que esos profesionales sólo conocían del terreno los datos del departamento de recursos humanos, por otro nombre, los seleccionadores de personal y, para afirmarlo, me apoyo en lo que les he oído en los media -un apoyo inseguro, lo reconozco y nada me gustaría más que equivocarme-. Visitas turísticas aparte, ¿alguno de ellos había realmente bajado alguna vez a la mina?, ¿habían experimentado la opresión telúrica? Sigo suponiendo que no. Olvidando comentarios al vuelo, ¿alguno sospechaba que un trabajo tan desesperado como el del minero atacameño sólo es comprensible teniendo en cuenta no sólo lo obvio -la miseria circundante- sino también los antecedentes familiares e incluso la especialísima cultura popular del entorno?
Los psicólogos debían ser conscientes y seguramente lo eran de que esos mineros son la aristocracia obrera de la comarca -como en cualquier aristocracia, de ahí la importancia de la genealogía familiar- Pero no menos importante es el dato de que, por trabajar en una empresa privada, son aristócratas de segunda fila pues la primera está constituida por los mineros de Codelco 2 .
Ello plantea la necesidad de tener más en cuenta, si cabe, que el entorno está manejado por una «cultura del desierto» y que ésta engloba una cultura popular de las minas o cultura subalterna universal de la que todos conocemos algún ejemplo -los Tíos en las minas bolivianas, la Virgen del Rosario, las cofradías, el machismo y las palliris, mujeres que recogen los pedruscos sobrantes-. Sin embargo, sería arriesgado guiarse por comparaciones y, en cualquier caso, es una cultura que genera conductas individuales y grupales específicas; comportamientos que, por su ‘exotismo’, no parecen terreno propicio para los psicólogos de empresa.
La Semiótica, ciencia de la negación
Bajo el denominador común de la vaciedad, son tantos los dislates fraseológicos perpetrados por los media que no podemos analizarlos todos. Por ello, nos limitaremos a la observación del lema o titular más repetido; a saber, «están naciendo 33 hombres». Como es de rigor en esta clase de análisis, hemos de comenzar buscando la expresión negada, aquella que ha sido sustituida por el titular. A nuestro leal saber y entender, acogerse al campo semántico del ‘nacimiento’ es una forma burda de evitar la palabra resurrección que hubiera sido la más adecuada puesto que los 33 habían sido dados por muertos. Una vez cumplido ese objetivo cardinal -desconocer el desliz gubernamental-, al negar la resurrección minera se alcanzaba un objetivo secundario: el de la equiparación de los mineros con el mismísimo Christo triunfans. Esta peligrosa analogía podía materializarse a medio plazo en la conformación de un rito popular parecido a las ubicuas animitas (capillitas) o, de haber fracasado el rescate, en un culto macro-animita o, al menos, paralelo al mencionado en la nota nº 2 pero infinitamente más concurrido.
En cuanto a la expresión popularizada, nos parece obvio que el uso del término nacer es el fruto automático de la infantilización a la que aludíamos en el acápite anterior.
Por otra parte, si nos referimos a lo audiovisual, es curioso que la espeluznante monotonía de las retransmisiones televisivas generadas por este magnoevento constituya una prueba más de la madurez del lenguaje televisivo -o, dicho de otra forma, de cómo la televisión se ha emancipado de sus abuelos, el cine y el teatro-. Prueba al contrario: de haber estado la televisión en sus pañales, ¿se hubiera podido atrapar a los espectadores de medio mundo con unos programas de manifiesta pobreza? Recordemos que no hubo planos generales, ni del desierto de Atacama ni siquiera del campamento bautizado como «De la Esperanza». Tampoco nos ofrecieron una descripción de la entrada de la mina o, en su defecto, de sus oficinas de bocamina. No hablemos de la sede central de propietaria de la mina, lo cual es comprensible por motivos políticos pues el gobierno decidió que bajo ningún concepto debía aparecer en pantalla la empresa San Esteban -homicida múltiple en grado de tentativa y en supuesta quiebra más o menos provisional para evitar esa y cualesquiera otra responsabilidad-.
En cuanto a la vertiente claramente política de la comunicación, no debemos olvidar que hubo censura. Eso sí, censura moderna; léase, solapada y cariñosa… para los que la imponen. A su cabeza estuvo Reinaldo Sepúlveda, comunicólogo delegado del presidente Piñera para este magnoevento. La Secretaría de Comunicaciones del gobierno chileno (Secom) acaparó todo el espectro mediático dejando fuera a la Codelco pese a que esta compañía estatal minera corrió con la mayoría de los gastos y, lo que fue definitivo: no permitió que los milicos aparecieran en pantalla alguna; todo lo más, en el audio se informó que la cápsula Fénix había sido construida en los talleres de la Armada 3 . Evidentemente, se consiguió que hubiera un solo mesías: el Presidente -y dos de sus ministros como apóstoles menores-. Ciertamente, lograron un equilibrio magistral entre las anotaciones técnicas y el culto a la personalidad presidencial.
Asimismo, en tono menor se censuró que, lejos de ser un invento chileno-NASA, el método de rescate ya había sido experimentado. Concretamente, una cápsula similar a la santificada Fénix se utilizó en 1963 para salvar a once mineros alemanes occidentales. El incidente se popularizó con el nombre de «el milagro de Legende» (Wunder von Legende, en el original) y la cápsula fue una llamada ‘bomba Dahlbusch’. Ocultar estos datos elementales en los tiempos internéticos es ganar tiempo para el pavoneo oficial pero y también obrar de mala fe o creer que el público desconoce el uso de recursos tan simples como la wikipedia 4 .
La política obrerista y nacionalista del hermano del ex ministro
Era de esperar que el gobierno Piñera se aprovechara de la tragedia para que su manopla derecha hiciera de las suyas mientras el mundo miraba exclusivamente a su manita izquierda. Y así ocurrió. Probablemente, el ataque más rotundo lo sufrieron los Sindicatos pues fueron absolutamente ‘desaparecidos’ de los media. Como ya es costumbre, sólo se les encontró en Internet pero, de haber seguido presos de las televisiones, nunca hubiéramos sabido que la reivindicación general se resumía en pedir la firma del Convenio 176 sobre «Seguridad y Salud en las Minas» de la Organización Internacional del Trabajo, OIT. No parece que una petición semejante sea asaltar la Bastilla pero ni eso se les permitió.
Por si ello fuera poco, el ventajismo y oportunismo del gobierno Piñera llegó a permitirse otras medidas, esta vez activas, no menos reveladoras de su verdadero amor por los mineros. A saber: en medio del hipertelevisado rescate, privatizó Cimm T&S -una rama de Codelco- y, además, consiguió que Senado y Parlamento aprobaran el llamado Proyecto Royalty, una ley favorable en exceso para las multinacionales o, lo que es igual, lesivo para el erario público. Con esta última ley, no cabe duda de que aumentará la inversión extranjera en el sector.
Unas pocas cifras nos retratan cuál era la situación anterior. Inversiones extranjeras en la minería chilena: 20.000 millones de US$ en los últimos veinte años. Beneficios: 76.000 millones de US$ en los últimos cinco años. ¿Les parecía una coyuntura insuperable para las multinacionales? Pues ya ven que, unidos el citado Proyecto y la tragedia obrera, pueden obrar el prodigio de mejorar lo inmejorable. Ahora bien, es dudoso que los media lo popularicen como «el verdadero milagro de la mina San José».
Comparadas con estas gigantescas maniobras en la oscuridad legislativa, resultan microscópicas las otras medidas ‘obreristas’ adoptadas por el ubicuo Piñera mientras, cual oso, abrazaba a los 33. Por ejemplo, ocultar que el gerente in situ impidió que los mineros subieran a la superficie tras notar los primeros crujidos de la tierra y, en sentido contrario, permitir que la empresa San Esteban -propietaria de la mina accidentada- no pagara a los 300 mineros que tuvieron la suerte de no encontrarse abajo en el tajo y que se manifestaban a diario delante de unas cámaras y micrófonos repentinamente ciegas y sordos. Más aún, esas mismas cámaras, tan meticulosas a la hora de grabar a los sepultados, también se apagaban cuando los 33 apoyaban a sus 300 compañeros. Más milagros, ahora periodísticos.
La táctica:
Se alaba ahora el valor del presidente Piñera al enfrentar los peligros del rescate. Según los analistas oficiales, al hacerlo pudo fracasar. Olvidemos el pequeño detalle de la semana en la que mató (administrativamente) a los mineros y pasemos a preguntarnos, ¿qué riesgo real corrió el empresario-presidente?: ninguno. Si el salvamento fallaba siempre hubiera podido aducir que Él lo había intentado -riesgo mínimo- pero, si los mineros se salvaban… ganancia máxima. Hasta el último tahúr de taberna hubiera aceptado el envite.
La estrategia:
Como es archisabido, ante cualquier contingencia el Poder se obsesiona por encontrar «el interlocutor válido» -vulgo, cabeza que cortar o cooptar-. Este caso no ha sido excepción pero, aun así, quizá convenga desmenuzar los pasos previos al fastuoso Descubrimiento del Líder Minero.
Se comenzó con un socavamiento generalizado de la mítica figura del minero. Los media colaboraron entusiásticamente en tan esclarecida tarea y proliferaron las anécdotas venenosas al estilo de «algunos están en desintoxicación forzosa», no quedándose en airear el alcoholismo vulgar -que fue tratado con vitamina B y ácido fólico- sino llegando a insinuar la tremenda palabra «pasta base»: a grandes males, grandes remedios, pensó la carroña. Siguieron las alusiones a bigamias, despilfarros y vicios en general. El perfecto decorado para escenificar su reencuentro con la fe cristiana y, de paso, insistir en la figura del «vuelto a nacer», clara traducción del reborn gringo propalada con la esperanza de que, cuando fueran rescatados, la profecía se cumpliera a sí misma.
Como parte fundamental de esta operación político-semiótica de acoso y derribo del Minero Heroico, era preciso mencionar lo menos posible los términos que llevaran incorporado un componente colectivo. Se insultaba a algunos individuos mineros pero hubiera sido de pésimo gusto ofender al grupo. Por ello, estuvo ‘desaconsejado’ tácita y no sabemos si explícitamente el incendiario término solidaridad. Podía e incluso debía usarse pero siempre en relación al Gobierno y, vicariamente, a esa entelequia llamada «sociedad civil» -¿hay otra?-. Para los 33 quedaba el término compañerismo, de connotaciones claramente liceístas -vuelta a la infantilización- o cualquier otro sinónimo edulcorado menos ayuda mutua que está prohibida por anarquizante.
Una vez carcomido el Héroe y ajustado el vocabulario, podía pasarse a la fase que llamaremos taxonómica. El caso era romper el monolito grupal aunque ello sólo fuera posible en el último día, aquel en el que se clasificó a los 33 en hábiles, débiles y fuertes. Cómo y porqué los de abajo aceptaron colaborar en esa taxonomía es algo que merecerá estudios posteriores pero está claro que traerá consecuencias en el futuro -la primera y más evidente, romper la unidad biológica, algo que los de arriba muy arriba debieron aprender en la biopolítica de Foucault-. Todo fuera por conseguir la jerarquización del colectivo, un objetivo logrado finalmente gracias a la entronización ad hoc de un «Jefe de Grupo».
La creación de aquella jefatura padeció el defecto de que nos fué imposible averiguar hasta qué punto estuvo ratificada, consensuada o unánimemente aceptada por los interesados de abajo. Sea como fuere, el daño ya estaba hecho pero el gabinete de propaganda oficial no pudo evitar una nota gravemente discordante: que se filtrara la buena nueva de que la única disensión entre los mineros giraba alrededor de quién sería el último en salir pues todos aspiraban a ese lugar de sacrificio. No parece que el (supuesto) liderazgo tuviera la menor importancia ante una decisión tan substancial. Quizá por esta razón, fue especialmente canallesco vociferar en grandes letras, como hizo un diario español, que «Algunos obreros quieren subir los últimos para salir en el libro Guinness» (El País, 13.octubre). ¿Cómo lo supo el periodista? Pongámonos en la hipótesis más disparatada: aunque alguien pensara esa majadería, ¿es razonable creer que lo confesara? Lo que seguramente no pasó de un chascarrillo producto de la ociosidad de los de arriba -e incluso de los de abajo-, en las pezuñas de un periodista se convirtió en un arma del Poder. Y, además, piensa el ladrón que todos son de su condición.
Aún nos queda reseñar una última barrabasada de ese que tanto salió en las televisiones, de ese Berlusconi transandino pero meapilas y de fortuna aún más ensangrentada -pues nació del hermanísimo José Piñera, ¡oh, coincidencia!, ministro de Minas con Pinochet-. Nos referimos a la abierta y reiterada incitación al irracionalismo en la que se solazó el Salvador de los 33. A la hora de desviar la atención de los problemas reales -la inseguridad de las minas en primerísimo lugar-, nada mejor que ofrecer soluciones cabalísticas a problemas inexistentes. De ahí el recurso presidencial al esoterismo en versión pitagórica. Para comprobarlo, basta un párrafo:
«El propio presidente, Sebastián Piñera, en la boca del pozo, no dejaba de mencionar a Dios. Y también expresó en varias ocasiones algo que siempre estuvo presente en muchas familias: el hecho de que fuesen 33 los mineros no era una casualidad, sino una predestinación del cielo. Esa era la edad de Cristo, 33 días tardó la perforadora del plan B en contactar con ellos, 33 minutos tardó la ambulancia en un simulacro de la mina al hospital y el presidente recordaba que estaban siendo rescatados el 13 del 10 del (20)10, que suma 33» (El País, España, 14.oct.2010; pág. 3)
Ante cálculos tan retorcidos, sólo podemos añadir «y si multiplicamos 33 por 20,181818, donde el período 18 representa la edad civil -oh, maravilla, el estatus al que han vuelto los mineros-, obtenemos 666, la cifra de Piñera». Matemática pura.
La banalización que viene:
Por si fuera insuficiente la banalización pitagórico-cabalística, se está cocinando otra: ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que cualquier grupo inversor decida construir un parque temático o disneylandia de mina con chimenea de rescate? Me permito aventurar que alrededor de unos seis meses, siempre dependiendo del tiempo que los buitres mediáticos mantengan a los 33 en el candelero y también pero en menor medida, de su comportamiento político como grupo. Digo en menor medida porque, poniéndonos en lo peor, sospecho que no se mantendrá la unidad del grupo, tan fuertes serán las presiones para atomizarlos y sacar provecho de los más dóciles. Vaya en descargo anticipado para éstos que su experiencia ha sido tan traumática que excusa cualquier desfallecimiento posterior. A fin de cuentas, como alguno de ellos manifestó, no son héroes sino víctimas.
¿Qué hemos ganado?
Obvia y principalmente, treinta y tres vidas. Y algo más: los grandes beneficios -y salvar una o 33 vidas siempre lo es-, suelen ir acompañados por beneficios más pequeños. Tres de éstos son:
a) aumentará la seguridad en las minas de medio mundo. Calificamos esta colosal ganancia como minúscula en razón a su vigencia puesto que, por desgracia, no durará más de unas pocas semanas. Para justificar mi pesimismo, baste recordar que, en pleno rescate, un minero chileno se sumó a los más de 30 mineros asesinados por la avaricia y el sadismo patronal en lo que va transcurrido del año 2010 -repito, asesinados, no «muertos» que es vocablo exclusivo de las muertes naturales-.
b) la demostración de que muchos famosísimos deportistas mueren pobres -véase el caso de Franklin Lobos quien, pese a ser ex futbolista de élite, a sus 53 años todavía se veía obligado a bajar a la mina-. Sic transit gloria mundi.
c) una reivindicación del humor, factor fundamental en la sobrevivencia de los 33; una vez más, se ha comprobado que las situaciones insoportables sólo son llevaderas con humor. Aplíquense el cuento aquellos que imaginan a los oprimidos como sombras errabundas en un valle de lágrimas.
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Notas
1 Pág. 270 en Margaret Mead, «Twenty-fifth Reunion at Manus», pp. 267-271 en Ants, Indians, and Little Dinosaurs, A. Ternes (ed), American Museum of Natural History, Nueva York; 1975, ISBN 0-684-14312-7. Un antropólogo contemporáneo como Maximilian Forte escribe en su blog Zero Anthropology que, si viviera, Mead sería jefa del Human Terrain System -el programa que incrusta antropólogos en los pelotones de combate del ejército gringo en Afganistán e Irak-.
2 El ansia por entrar en Codelco es un factor importante en el culto que los atacameños profesan a Botitas Negras -en el mundo, Irene Iturra-, una joven perteneciente al sector minero de los «servicios femeninos» que fue tasajeada en 1969 y cuya tumba en el cementerio de Calama (600 kms. al norte de la mina San José) se ha convertido en lugar de peregrinación. Ver págs. 481-482 en Pávez Ojeda, Jorge y Kraushaar H., Lilith. «Nombre, muerte y santificación de una prostituta. Escritura y culto de Botitas Negras», pp. 447-492, en AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana, vol. 5, nº 3, sept-dic 2010 (disponible en www.aibr.org)
3 Otra ausencia mediática notable fue la de la compañía propietaria de las perforadoras, Geotec Boyles Brothers (GBB), una filial de Layne Christensen. Conviene recordar que GBB salió de Chile cuando Allende nacionalizó la minería del cobre evitando con esta medida las formas más violentas de genocidio laboral. Pero GBB volvió de la mano de Pinochet y éste pudo ser un motivo agregado para su desaparición de las pantallas -por supuesto, hablamos de un motivo circunstancial-.
4 Más referencias históricas: podríamos decir que la manipulación mediática de «el caso de los 33» ha seguido un guión que fue llevado a la pantalla hace más de medio siglo. Quien lo dude, puede ver Ace in the Hole, la película producida y dirigida en 1951 por Billy Wilder (llamada El gran carnaval en España y Cadenas de roca en Argentina; en DVD desde 2007) Este film narra la anti-epopeya de un periodista sin escrúpulos (interpretado por Kirk Douglas) que retrasa criminalmente el rescate de un huaquero para mantener la anécdota en las portadas de los diarios. El guión se basaba en dos hechos reales: una tragedia aprovechada por el Courier-Journal de Louisville en 1925 y la caída a un pozo de una niña en la California de 1949. En ambos casos, los rescates llegaron demasiado tarde. Pero ninguna de estas historias, reales o ficticias, sobrepasa en ignominia a la sufrida por Omayra Sánchez, la niña colombiana damnificada por la erupción del Nevado del Ruiz (1985) que murió por gangrena después de agonizar durante tres días delante de las cámaras de medio mundo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.