Lo que más popularmente se recuerda del juicio a Galileo, recuerdan CFL y LAZ, es que el científico pisano fue condenado por defender el heliocentrismo. En parte es cierto, sostienen, sin embargo esa visión «no da una idea de los términos en los que se desarrolló una polémica científicamente seria». Su interpretación: Con Galileo Galilei […]
Lo que más popularmente se recuerda del juicio a Galileo, recuerdan CFL y LAZ, es que el científico pisano fue condenado por defender el heliocentrismo. En parte es cierto, sostienen, sin embargo esa visión «no da una idea de los términos en los que se desarrolló una polémica científicamente seria». Su interpretación:
Con Galileo Galilei nacen las modernas ciencias experimentales y, sin duda, lo hacen contra el saber libresco y los formulismos conceptuales escolásticos. Pero lo curioso del caso, señalan, «es que lo hacen de un modo opuesto al que se tiende a imaginar». En las discusiones en las que se ve envuelto Galileo, sus oponentes aparecen como defensores de la experiencia, e incluso de la experimentación, y a él se le acusa de ser un «reaccionario platónico empeñado en someter la libertad de los hechos a un mundo inteligible escrito con caracteres matemáticos». En primer lugar, recuerdan, es preciso reparar en que el verdadero campo de batalla de la polémica sobre el heliocentrismo «no se localizó tanto en los cielos, como a ras de tierra, en el marco de la mecánica física», dado que para hacer una defensa seria de la hipótesis copernicana, que no aspiraba a ser una mera conjetura matemático, un mero ejercicio útil para cálculos sin ningún pretensión explicativa de «lo real», «era necesario replantear todo el asunto de las leyes del movimiento, como por ejemplo, la caída de los graves». La respuesta a las objeciones «aristotélicas» al heliocentrismo dependía enteramente del planteamiento de la ley de inercia. Para saber, señalan, «si Copérnico tenía o no razón, lo primordial era decidir si una bola que rodara por un plano en el vacío seguiría rodando indefinidamente». Ese fue el lugar donde se centró la polémica y, éste es el punto destacado por CFL y LAZ, «lo curioso es que, en ese terreno, era la experiencia misma la que jugaba en contra de la futura ciencia experimental»
El siguiente apartado de este primer capítulo de la Primera Parte está dedicado a «Las raíces socráticas del método de Galileo». En el terreno de los hechos, «desnudos», adjetivan CFL y LAZ, «cualquier bola que lancemos por un plano va perdiendo velocidad hasta acabar por detenerse». El descubridor de las manchas lunares no apela a la experiencia y realiza «un ejercicio enteramente platónico, mediante una especie de diálogo socrático». El siguiente: se ha hablado de una bola que rueda; ahora bien, socratismo en estado puro, ¿qué es una bola?, ¿qué es rodar? «Lo primero ha de ser, en todo caso, clarificar (o en su caso construir) los conceptos con los que se va a trabajar». E sta es la táctica, insisten los autores, «que Sócrates sigue siempre impertinentemente con sus interlocutores»: no dar por sentado, sin más consideraciones, que entendemos perfectamente los conceptos que se usan en un discusión intelectual.
Galileo, prosiguen, en la segunda jornada de su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, procede de modo muy semejante a como opera Sócrates. CFL y LAZ destacan que lo que más llama la atención es que es Galileo «quien se niega en todo momento a recurrir a la experiencia». No parte de bolas reales ni se dedica a medir sus desplazamientos o a calcular sus velocidades. De hecho, «Galileo parte de un concepto de bola físicamente imposible: no hay ni puede haber ninguna bola real que toque sobre ningún plano real en un solo punto (de modo que el rozamiento fuese cero)».
De todo ello, infieren los autores conclusiones gnoseológicas e historiográficas de alta, de altísima tensión: 1. El punto de partida de Galileo no pasa por intentar describir los movimientos observables de las cosas; las bolas empíricamente observables se paran siempre. 2. Lo peculiar de su modo de proceder es «que en absoluto pretende aducir ningún ejemplo empíricamente observable en contra ni lo cree en absoluto relevante para defender la verdad de lo que está diciendo». 3. Para que sus leyes y enunciados sean verdad basta con que valgan para la idea de bola. De este modo, «nos encontramos con que Galileo parte más bien de una idea, digamos, muy «metafísica» de bola» (obsérvese: la sombra de Marx y los compases iniciales de El Capital empieza a entreverse). 4. Galileo no apela a la experiencia, o a la experimentación controlada, «ni siquiera en esas ocasiones en las que habría resultado fácil hacerlo». De hecho, cuando un científico jesuita diseñó experimentos que no confirmaban las hipótesis galileanas y escribió al científico pisano dando cuenta de sus resultados, Galileo respondió a través de uno de sus discípulos y colaboradores, en tono ciertamente arrogante, que, en ese caso, peor sería para la experiencia. 5 . El método «hipotético deductivo» del que Galileo sería fundador, consistiría pues, en opinión de los autores, «en el empeño socrático de garantizar que no se va a cambiar de tema de una forma incontrolada».
¿Dónde llegamos con este interesante desarrollo? Al punto siguiente: «Al empeñarse en hablar de lo que se habla y no de otra cosa, Galileo comienza planteando el caso de una bola que rueda en el vacío sobre un plano perfecto. Ningún escolástico de la época le niega que, en ese caso, la bola seguirá rodando eternamente. Lo que sí le niegan es que pueda tener sentido físico eso de comenzar haciendo física desde un presupuesto imposible físicamente, absolutamente irreal. Así pues, a Galileo se le acusa más bien de estar introduciendo presupuestos metafísicos a la base de un vasto conjunto de hechos empíricos que hacía ya muchas décadas que eran cada vez mejor ordenados y clasificados por la observación y la experiencia». Se le acusa, pues, este el punto al que nos conducen, «de lo mismo, y en nombre de lo mismo (una «ciencia positiva» que tiene por objeto «describir y explicar procesos reales»), que lo que hemos visto a Schumpeter esgrimir contra Marx».
Sin duda, no hay cartas escondidas, la influencia de Koyré en la interpretación de los autores es punto a tener en cuenta. Y, desde luego, una vez aclarados los conceptos de esa «realidad ideal» -conceptos sin duda muy «metafísicos», señalan, «pero que, sin embargo, evitan que mezclemos unos temas con otros sin ningún control», este es el punto, la precisión, es imprescindible, claro está, comenzar a caminar hacia la «reconstrucción de la realidad empírica».
Vuelven ahora a Marx y a su viaje «a los espacios ideales». Schumpeter, recuerdan, reprocha a Marx que haya comenzado su investigación «haciendo metafísica», estableciendo «una ley que sólo tenía sentido «físico o real» en un caso hipotético que nunca se da y que, si llegara a darse, sería una mera excepción sin importancia». Marx, como Galileo, no toma como punto de partida lo que encontramos en los «hechos» de la realidad económica sino de un «concepto de riqueza y mercancía cuya validez, en efecto, no hace depender de las determinaciones que puedan corresponder a las mercancías empíricamente observables en la sociedad moderna». Da la impresión, pues, de que todo el recorrido teórico de la Sección 1ª de El Capital, «hasta la formulación de la ley del intercambio de equivalentes en el mercado, se ha desarrollado sin excesiva atención a lo empírico«. Pero la decisión de Marx, contrariamente a las críticas de Schumpeter, es consistente y fructífera. «E ntre los padres fundadores de la ciencia moderna, Galileo, Descartes, Gassendi, Torricelli, encontramos más bien la misma decisión». Marx lanza desde el primer momento, insisten CFL y LAZ, «la consideración de qué es una mercancía a un espacio abstracto con la certeza de que esto nos resultará crucial para hacernos cargo de en qué consiste ese «mundo real» en el que la riqueza se presenta como mercancía. El «viaje» de Marx sirve, aquí también, para que el valor sea realmente el valor a la hora de aislar sus leyes». Una vez de «vuelta» al mundo real, concluyen, «podremos analizar qué ocurre con esas leyes al ser integradas con otras distintas y mucho más complicadas».
Marx no ha procedido de muy distinta manera a cómo procedió Galileo cuando comienza El Capital analizando, «de un modo muy metafísico, las determinaciones que a priori debemos establecer y que corresponden, en la sociedad moderna, a conceptos del tipo «riqueza» y «mercancía», es decir, esas determinaciones que les corresponden necesariamente incluso con independencia de los movimientos empíricamente observables en las mercancías reales». En la «circulación simple de mercancías» de la que parte El capital, insisten los autores, nos encontramos con muy pocos elementos en juego, los mínimos imprescindibles. Así, pues, «Marx comienza reduciendo la riqueza a sus determinaciones fundamentales». Cuando las unidades de esa riqueza cobran la forma de mercancía, «no sólo tienen un valor de uso sino, además, un valor de cambio (es decir, una determinada proporción en la que les resulta posible igualarse con otras mercancías)». De nuevo vemos, insisten CFL y LAZ, «que no parte más que de esas determinaciones que «metafísicamente» o «idealmente» corresponden a las ideas que pone en juego (es decir, cuya validez no depende de nada empírico): tan imposible como pensar cuerpos inextensos es pensar mercancías sin valor de cambio«.
¿Qué papel juega «la naturaleza» en la determinación del valor de cambio? La naturaleza, obviamente, no tiene ni puede decir nada al respecto (cuanto menos directamente: puede «gritar» provocando catástrofes cuando la locura cambista y el deseo de apropiación trasgreden todo límite. También Marx vio ese nudo de la figura global). No es, pues, en las propiedades naturales «donde cabe buscar las razones de los intercambios, sino, exclusivamente, en sus «propiedades» de índole social». Lo que las cosas tienen de valor de uso «cabe descomponerlo, en efecto, en sus elementos de trabajo y naturaleza; y Marx considera fundamental partir de que la naturaleza, en principio, no puede exigir nada a cambio de lo que ofrece sin mediación humana». Por consiguiente, la posible intervención de la Naturaleza en las relaciones de cambio entre los seres humanos «habrá, o bien que ponerla entre paréntesis, o bien, en caso de que resultara necesario introducirla, introducirla bajo la forma de una relación social relativa al derecho de propiedad (de la que, por tanto, habrá que dar cuenta no ya como una cuestión relativa a la naturaleza sino a la sociedad)».
Concluyen CFL y LAZ este apartado, por si fuera necesario precisar la posición desarrollada, que, desde luego, no se trata «de dar la espalda a la observación y la experiencia, como de poner los medios para saber qué es lo que se observa y se experimenta en cada caso». No hay, desde luego, ninguna apología de la deducción especulativa «sino de deducir todo lo que haga falta para que, una vez puestos a describir, sepamos qué es lo que estamos describiendo». En definitiva, toda ciencia comienza siempre, reconstruida gnoseológicamente, aun cuando no sea así siempre históricamente, «por delimitar su objeto de estudio. La ciencia es ciencia en la medida en que sabe de qué está hablando». Una observación será científica si y solo si sabe qué es lo que está observando . Consistentemente con esta última consideración, a la delimitación del objeto de estudio de la economía política dedican el siguiente apartado.
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