Volvía a leer hace unos días El Gran Meaulnes, la bellísima novela de Alain Fournier en la que el personaje del título, perdido en el bosque como consecuencia de una travesura, encuentra el lugar -por así decirlo- donde ocurren realmente las cosas. ¿Dónde está? ¿Cómo llegó hasta él? Meaulnes no lo sabe y nunca lo […]
Volvía a leer hace unos días El Gran Meaulnes, la bellísima novela de Alain Fournier en la que el personaje del título, perdido en el bosque como consecuencia de una travesura, encuentra el lugar -por así decirlo- donde ocurren realmente las cosas. ¿Dónde está? ¿Cómo llegó hasta él? Meaulnes no lo sabe y nunca lo sabrá. Hallado por casualidad, el joven no puede volver al recinto festivo de los farolillos de papel y se pasa la vida -mientras repite gestos ahora vacíos en espacios secos- tratando de reconstruir el itinerario, examinando mapas, emprendiendo y enseguida abandonando un camino extraviado para siempre. Su único impulso es ya la nostalgia, el deseo doloroso de regresar allí donde le ocurrió la gran aventura de su adolescencia, allí donde su existencia sigue discurriendo sin él, esa extraña aldea donde conoció a Yvonne y respecto de la cual ni amigos ni juegos ni propiedades -ni valles ni montañas ni ciudades- tienen suficiente espesor para retenerlo y tranquilizarlo. Cuando sobreviene el amor, uno se enamora al mismo tiempo del cuerpo, del espacio y de la hora, sin acertar a saber cuál es la raíz primera o verdadera; y extirpadas las tres, ya no nos puede volver a ocurrir nada, salvo porque esa «nada» está ocurriendo precisamente aquí, en este pecho, en esta habitación, en este minuto dolorosísimo que no acaba nunca de acabar.
¿Dónde ocurren las cosas? Para los pueblos llamados «primitivos», las cosas sólo ocurren una vez, en el illo tempore de los mitos, y sólo les ocurren a los antepasados. Para Freud, ocurren en el dormitorio de nuestros padres, de donde estamos excluidos desde el principio y para siempre. Para la ciencia, ocurren en las leyes que los sabios aislan en fórmulas matemáticas y laboratorios, donde sólo podemos penetrar con el espíritu. Parte de la tragedia y la grandeza de la condición humana tiene que ver, en cualquier caso, con esta certidumbre dolorosa de que hay un sitio privilegiado, casi siempre inaccesible, en el que se forma el Destino y restalla el Acontecimiento. «De nada me sirve existir», escribía el poeta francés René Char; «sólo te haces presente allí de donde yo desaparezco». Y la maldición de Fausto, fuente de altos conocimientos y angustias infernales, se expresa en su incapacidad para alcanzar una experiencia tan completa, tan placentera, tan definitiva, que no haga falta ya continuar la búsqueda: «Detente, oh instante, ¡eres tan hermoso!». El gran Meaulnes la encuentra de forma inesperada e intenta retenerla, pero el instante no se detiene -no se detiene- y por eso, porque no la puede repetir, tiene que ponerse a narrar la historia.
Pues bien, el capitalismo ha convertido esta tragedia en un negocio: el negocio -digamos- de la felicidad. ¿Dónde ocurren ahora las cosas? Ni en los mitos ni en el dormitorio de los padres ni en las fórmulas matemáticas: en el mercado, en la televisión, en internet. ¿Dónde ocurren las cosas? No en un recinto en el bosque ni en un templo en la montaña ni en el cuerpo distante de la amada (a la que le sigue creciendo, ay, el pelo en Singapur): la combinación de renovación mercantil y nuevas tecnologías, con su follaje de información audiovisual, determina que el lugar del Acontecimiento, multiplicado al infinito, sea hoy accesible en cualquier momento y la experiencia misma repetible a voluntad. «La felicidad, en Australia», escribía el poeta Pessoa, pero ahora no importa mucho, pues Australia está a la distancia de un giro de muñeca o una presión del dedo; por así decirlo, en la pantalla «todo es Australia» y las verdaderas antípodas, las antípodas de «todo», son más bien mis vecinos, mis flores y mi cocina. ¿Dónde ocurren las cosas? En todos los lugares del mundo menos aquí, en todos los instantes futuros menos ahora; volcados en infinitos ramales sobre la cosmópolis del Acontecimiento Ininterrumpido, lo único que nos sobra -cáscara muerta, desecho frío, obstáculo sin vida- es nuestro cuerpo, nuestra casa, nuestra calle, este interminable minuto que nos retiene en nuestras piernas. Nada más paradójico que el hecho de que una sociedad de consumo basada en el principio de «todo aquí y todo ahora», que se reivindica a sí misma como de gozo inmediato e inaplazable, no pueda en realidad reproducirse sin desvalorizar radicalmente -totalmente- el espacio y el tiempo: el lugar que piso, la hora en que te espero, están fuera de la vida. La humanidad capitalista vive ininterrumpidamente pendiente de algo que está ocurriendo en otra parte (¡la boda real, la Copa del Mundo, el foro virtual!) y de algo que aún no ha ocurrido (¡el nuevo Ipad de Sony!). Por eso, dicho sea de paso, el ecologismo libra una batalla tan difícil: porque tiene que luchar contra multinacionales y gobiernos, sí, pero también contra esta convicción subjetiva de un mundo material que está ya muerto, desactivado, que carece completamente de interés o de luz -por oposición al mundo real de las mercancías y las imágenes.
Así es más o menos la condición humana: la imposibilidad del acontecimiento produce la necesidad del conocimiento; la imposibilidad de la repetición produce la necesidad de la narración. Pero resulta que Acontecimiento y Repetición son la regla del consumo capitalista: ¡la felicidad por fin al alcance de todos y sin interrupción! En el siglo XVIII la Ilustración -y las revoluciones estadounidense y francesa a ella aparejadas- reivindicaron por primera vez el «derecho de los pueblos a la felicidad». Dos siglos y medio después la casa Coca-Cola, mortífera envenenadora de suelos y conciencias, ha abierto en España el primero Instituto de la Felicidad del mundo, dedicado a registrar las vibraciones sísmicas de la felicidad en el planeta y a orientar a sus habitantes, mediante consejos e instrucciones, para alcanzarla en su máxima intensidad. Es sin duda indicativo el hecho de que sea una multinacional fabricante de refrescos (y no el Parlamento o el Ministerio de Sanidad o la Biblioteca Nacional) la que se interese por la felicidad de los europeos; como lo es también el que la mayor parte de los encuestados se declaren felices o muy felices, y entre ellos, por encima de la media de Europa, destaquen los españoles (89%). España es sin duda uno de los países de la UE más afectados por la crisis; con más de 4 millones de desempleados (20%), la tasa de pobreza infantil más alta del continente (17,5%) y un creciente retroceso en derechos políticos y laborales, su población se declara sin embargo contenta y satisfecha. ¿Es que los españoles mienten o se engañan? Yo diría más bien que el marco referencial definido por la casa Coca-Cola (es decir, el del consumo o, si se prefiere, el del Acontecimiento y la Repetición generalizados) ejerce una enorme presión psicosocial sobre los encuestados; es vergonzoso, si no culpable, sentirse descontento o insatisfecho y nadie se atrevería a declararlo en voz alta. El Acontecimiento y la Repetición se han vuelto hasta tal punto obligatorios que no ser felices indica ya una falla individual, una falta ignominiosa, una especie de pecado original cuya responsabilidad no puede atribuirse sino al desdichado. En las sociedades capitalistas avanzadas hay una relación de directa proporcionalidad entre la criminalización creciente de la política y la criminalización creciente de la infelicidad. La infelicidad es ya molesta, importuna, provocativa, subversiva. Hemos prohibido la infelicidad privada como hemos prohibido la disidencia pública y más o menos por las mismas razones: porque denuncian, acusan, revelan la verdad de nuestro mundo.
Para los filósofos ilustrados el derecho a la felicidad se definía como el derecho a las condiciones sociales necesarias para que los individuos pudiesen buscarla cada uno a su manera (o la despreciasen si acaso preferían la infelicidad). Pero al dejar la felicidad en manos del capitalismo hemos acabado por generar una situación social peligrosísima en la que la población (1) se cree con derecho individual a la felicidad, (2) está socialmente obligada a ser feliz y (3) es objetivamente despojada de las condiciones que le permitirían serlo. De esta combinación, como ya han adelantado algunos analistas, lo único que puede surgir en una Europa en crisis es alguna forma de fascismo.
¿Dónde ocurren en realidad las cosas? Donde podemos conocerlas y narrarlas; donde podemos amarlas; donde podemos, además, cambiarlas.
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