En mayo del pasado año, el relator especial de la ONU para las ejecuciones arbitrarias informó de que en Colombia se había podido detectar «un patrón de ejecuciones extrajudiciales» de personas inocentes. Y, lo que es más grave, confirmó que los asesinos habían quedado impunes en cerca del 99% de los casos. Por «ejecuciones extrajudiciales» […]
En mayo del pasado año, el relator especial de la ONU para las ejecuciones arbitrarias informó de que en Colombia se había podido detectar «un patrón de ejecuciones extrajudiciales» de personas inocentes. Y, lo que es más grave, confirmó que los asesinos habían quedado impunes en cerca del 99% de los casos.
Por «ejecuciones extrajudiciales» se sobreentiende que son los órganos dependientes de la autoridad (ejército, fuerzas de seguridad y, a menudo, bandas paramilitares) los que, sin intervención alguna de la justicia, exterminan a ciudadanos colombianos.
La explicación del relator es abrumadora: «…encontré muchas unidades militares comprometidas en los llamados ‘falsos positivos’, en los cuales las víctimas eran asesinadas por militares, a menudo por beneficio o ganancia personal de los soldados», pues eran recompensados con primas, permisos o condecoraciones cuando exterminaban guerrilleros.
Si el lector ha podido contener la repugnancia que esto le produce, convendrá que sepa, además, que el relator descubrió que «los soldados sabían que podían quedar impunes». Impunidad que también alcanzaba en la práctica a los paramilitares, brazo armado de las fuerzas políticas más conservadoras.
Se trataba de hacer ver al mundo que el Gobierno colombiano era activo contra la insurgencia. Así pues, si no había insurgentes a mano, se los inventaba: «…generalmente las víctimas fueron atraídas bajo falsas promesas por un reclutador hasta una zona remota donde eran asesinadas por soldados, que informaban luego que habían muerto en combate y manipulaban la escena del crimen». ¿En qué moral militar habían sido educados esos soldados y sus mandos jerárquicos? ¿Con qué sensación del deber cumplido exhibirían en sus uniformes las condecoraciones por tan aguerridas acciones militares? ¿Disfrutarían con sus familias de los días de permiso concedidos por el eficaz cumplimiento de su misión? ¿En qué gastarían las recompensas que recibían por cada «falso» guerrillero muerto?
Es imposible vencer la sensación de horror que estas actividades producen. Y es forzoso preguntarse quiénes eran las víctimas favoritas de estos sicarios oficiales del crimen de Estado. El relator lo precisa así: «…todas las partes del conflicto [entre las guerrillas y el Estado] han atacado comunidades indígenas y afrocolombianas, defensores de derechos humanos, sindicalistas y otros líderes sociales».
El horror, el mismo horror del exterminio colombiano de tantos inocentes -pobres, campesinos, marginados, desposeídos…- es también el eje central del último y muy recomendable libro de Vargas Llosa («El sueño del celta», Alfaguara). No espere el lector encontrar en él ese deslumbrante manejo del idioma con el que el reciente premio Nobel nos fascinó en anteriores creaciones. Más que una obra literaria (el autor incluso confunde, varias veces, los vocablos «polizón» y «polizonte») es una documentada narración de excelente periodismo histórico, en torno a un personaje excepcional que vivió el horror colonial y luchó contra él hasta morir.
Ese horror del colonialismo, primero en el Congo belga del infausto Leopoldo II y después en la Amazonia explotada por los criollos peruanos, se refleja en una narración que, a menudo, se mueve en los extremos más aberrantes que puede alcanzar la humanidad. Roger Casement, el protagonista que con sus denuncias provocó el escándalo mundial sobre lo que ocurría en aquellos países a los que se pretendía «traer la civilización, el cristianismo y el comercio libre», se ve obligado a luchar en África para impedir «que se mutile a los nativos, se les azote hasta desangrarlos, se tenga de rehenes a las mujeres para que sus maridos no huyan y se extorsione a las aldeas al extremo de que las madres tengan que vender a sus hijos para poder entregar las cuotas de comida y caucho» que los colonizadores les exigen, ante la mirada ciega de las autoridades.
Lo mismo ocurría en Perú, donde el poder de la compañía colonial explotadora del caucho amazónico, cuyas fechorías documenta el autor, «era tal que todas las instituciones políticas, policiales y judiciales trabajaban activamente para permitirle continuar explotando a los indígenas sin riesgo alguno, porque todos los funcionarios recibían dinero de ella o temían sus represalias».
Un siglo más o menos separa los recientes «falsos positivos» colombianos de los pasados abusos congoleños y amazónicos que Vargas Llosa describe con suma destreza. Un siglo de horror. O un horror permanente, que quizá vive en las profundidades del alma humana y es capaz de aflorar en ciertas circunstancias con toda su malignidad.
En el Congo, en la Amazonia y en Colombia, algunos de los más destacados criminales -pero no todos- acabaron siendo juzgados y condenados. Otros se aprovecharon de la prescripción de sus delitos o pusieron tierra por medio. Pero, como ocurrió con los campos de exterminio nazis, amplias capas de la «buena» sociedad conocían los hechos y prefirieron ignorarlos. Solo la tenacidad de quienes se empeñaron en descubrirlos y denunciarlos pudo poner fin a esos ramalazos de horror e ignominia que surgen en cualquier momento. ¡Qué difícil parece pasar del Homo hominis lupus al senequista Homo, sacra res homini!