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Egipto, lo que podías ver como turista

Fuentes: Rebelión

Hace poco visité Egipto como turista convencional, justo una semana antes de las elecciones parlamentarias de noviembre, cuyos resultados serían amañados por enésima vez a mayor gloria del faraón Mubarak. Allí me alojé en sus hoteles de cinco estrellas de camas algodonosas y balcones con vistas al Nilo, viajé al amanecer hacia los templos de […]

Hace poco visité Egipto como turista convencional, justo una semana antes de las elecciones parlamentarias de noviembre, cuyos resultados serían amañados por enésima vez a mayor gloria del faraón Mubarak. Allí me alojé en sus hoteles de cinco estrellas de camas algodonosas y balcones con vistas al Nilo, viajé al amanecer hacia los templos de Abu Simbel en una guagua escoltada por el Ejército (tras el atentado terrorista de 1997 protegen con mimo la seguridad del sector que les aporta un diez por ciento del PIB), fotografié mil veces la tremenda desmesura de las Pirámides, me conmoví con la calidez de los habitantes del poblado nubio y realicé el consabido crucero fluvial entre Luxor y Asuán. Allí rocé apenas los contornos de un país bellísimo y profundamente insatisfecho, cuyas gentes lo más que se atrevían a decir en petit comité era que Mubarak llevaba ya muchos años en el poder, cuando yo, indiscreta, preguntaba a bocajarro quién había sido para ellos el mejor presidente: Nasser, el patriota pan-arabista, que nacionalizó el canal de Suez y construyó la gran presa de Asuán; Sadat, el liberalizador que abrió el país a las inversiones extranjeras, asesinado por sus acuerdos de paz con Israel; o Mubarak, el aliado fiel de los americanos, el mayor responsable de la pobreza de casi la mitad de sus «súbditos».

Ahora, cuando escucho los balances que hablan de cientos de muertos-mártires, y veo las imágenes de los manifestantes en televisión, entre tanques y soldados, transitando por las mismas avenidas por las que antes florecían el caos circulatorio y la vida cotidiana, me acuerdo de la negra tristeza en los ojos de los niños, niños sin niñez, como los que ayudaban en las falucas, o vendían figurillas de retales en los colosos de Memnon, niños navegantes que sobre tablillas de madera cantaban canciones en español a los turistas a cambio de unos euros, niños y jóvenes desesperanzados, de futuro hermético, con la única meta de la supervivencia diaria. Porque la miseria era visible en cada uno de los itinerarios turísticos, en cada mercadillo de los que salpican las orillas del río, entre pirámides de caliza, abalorios y túnicas; en contraste con la opulencia de las elites enchaquetadas; y en los restaurantes de los grandes hoteles se reunían los hombres de negocios de un corrupto régimen, beneficiarios únicos de la apertura económica, para celebrar sus almuerzos de trabajo; del mismo modo que se advertía la distancia entre la modernización artificiosa de los anuncios en televisión y la tradición que vestía las calles.

Se veía venir. La combinación de desigualdad, desempleo, sin-futuro y represión podía estallar. Pero desde EE.UU y Europa se prefirió mirar hacia otro lado, porque mientras su capataz obediente a los dictados reformistas del FMI mantuviera la «seguridad jurídica» de las inversiones y frenara las aspiraciones políticas de los islamistas, las condiciones de vida de los egipcios no importaban. Ahora, temerosos de perder el control de un país vital para sus intereses, piden la democratización de la zona, el respeto a los derechos formales, y que el «faraón» escuche a su pueblo. Pero los jóvenes frustrados, los mismos que conectan con un mundo de despilfarro y riqueza cada noche en internet, quizás no sólo quieran la protocolaria libertad de votar cada cuatro años; quizás quieran bastante más.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.