«El despotismo es una olla a presión sin válvula de seguridad. Por eso, cuando su interior comienza a hervir (en situaciones de crisis, desempleo, injusticia, hambre…) estalla sin control. Sin embargo, la democracia sí tiene válvula de seguridad por la que canalizar la rabia». Comparto esta reflexión de un consejero del Gobierno hindú, suscitada ante […]
«El despotismo es una olla a presión sin válvula de seguridad. Por eso, cuando su interior comienza a hervir (en situaciones de crisis, desempleo, injusticia, hambre…) estalla sin control. Sin embargo, la democracia sí tiene válvula de seguridad por la que canalizar la rabia». Comparto esta reflexión de un consejero del Gobierno hindú, suscitada ante el florecimiento de las revoluciones del mundo árabe. Pero voy más allá, porque no es tanto que la democracia disponga de válvula de escape para la insatisfacción colectiva acumulada, sino que es la propia democracia la más eficaz espita de un sistema económico profundamente retrógrado: el capitalismo financiero, que no permite ni alternativa ideológica a sus dogmas de fe, ni disidencia que alcance en la práctica reflejo institucional. La democracia como simulacro pálido de realización política, conjunto de reglas amañadas para no dar cabida a aquellos grupos sin patrocinio económico; democracia como sistema de intereses y contrapesos perfectamente estructurado para favorecer siempre a los mismos, sea quien sea el que represente en ese momento el papel político protagonista.
Los autócratas y sus padrinos parecen no haber advertido aún el glosario de ventajas de las aletargantes democracias occidentales con sus sofisticados mecanismos de control ideológico, que hacen innecesarias, salvo excepciones, la violencia física y la represión policial tumultuosa. Las mismas elites económicas que mandan y disponen (los mercados, las grandes empresas, la Banca), pero bajo el paraguas de una aparente libertad ciudadana para quitar y poner gobiernos mediante las urnas o para manifestarse con permiso en organizada y momentánea rebeldía.
Para una democracia acotada hace falta un entramado de leyes electorales que limiten la elección popular, dificultando la representatividad de aquellos votos que no interesan al sistema, favoreciendo el bipartidismo fosilizado de unos partidos rotatorios -y sus satélites nacionalistas- formados en su mayoría por acomodaticios sin criterio que para medrar se pliegan a los designios del jefe; también son fundamentales unas empresas de comunicación que propicien un entretenimiento vacuo sin sustento intelectual y silencien las posiciones políticas alternativas, mediante la reiteración sistemática de matrices de opinión y el desarrollo de debates meramente formales entre especialistas discrepantes sólo en matices; es necesaria además la neutralización -que no extinción-de los sindicatos, dándoles protagonismo en reuniones, instituciones y empresas, además de fondos, subvenciones y grandes dosis de autonomía para su manejo, ensalzando al mismo tiempo su inextinguible capacidad para el pacto, la responsabilidad y el consenso (como si éste fuera un fin en sí mismo), mientras se recortan silenciosamente derechos sociales a diestra y siniestra; y es importante contar con organizaciones y fundaciones al servicio de transnacionales y grandes partidos, en las que «técnicos independientes» desarrollen su apostolado ideológico neoliberal multiplicándose en foros y eventos, dando la impresión de que son incontables los investigadores que han llegado a parecidas conclusiones pseudo-científico-numéricas por esto de que «sólo hay una manera de encarar la realidad». Por último, es imprescindible una población de consumidores en lugar de ciudadanos, con la misma libertad de elección del comprador de marca blanca que escoge con un gesto libre casi siempre lo mismo, lo menos costoso, lo más cómodo; una población aletargada, desactivada y resignada, insolidaria con sus propios hijos, que sustituya la indignación comprometida y la movilización urgente por la firma y reenvío en internet de un manifiesto. Y mañana otro más.