Evidentemente, es una pregunta directa para todas las personas que apuestan por el final de la violencia de todo género, ya fuere como método para presionar al estado en orden a que un gobierno cumpla determinados objetivos políticos, ya sea para satanizar, condenar, detener, encarcelar y torturar (negando el hecho), en nombre de una ley […]
Evidentemente, es una pregunta directa para todas las personas que apuestan por el final de la violencia de todo género, ya fuere como método para presionar al estado en orden a que un gobierno cumpla determinados objetivos políticos, ya sea para satanizar, condenar, detener, encarcelar y torturar (negando el hecho), en nombre de una ley ilícita, a ciudadanos cuyo único crimen es mostrarse partidarios de la autodeterminación e independencia de una nación que anhela esa soberanía. Los delitos de opinión no deben existir en un estado de derecho, asunto que España, hasta ahora, no ha demostrado de manera fehaciente.
Llega el momento en que un gobierno debe ponerse las pilas, reclamando de las autoridades relacionadas con el tema (jueces, parlamento, ejército, guardia civil, policía, etc.), que ante el más que probable final de ETA, debería producirse otro aún más esperado: El del terrorismo de estado, en todas sus facetas.
Han transcurrido ya muchos años, los suficientes para alegrarnos de que una buena parte de la sociedad vasca, prácticamente la misma que lamentaba las acciones de ETA (aunque no las condenase de forma explícita), hoy se muestre confiada en que los votos puedan ejercer una mayor presión sobre unos gobiernos, a los que no cabe otro honor que haber seguido negando la práctica del maltrato, la criminalización indiscriminada, el encarcelamiento y la condena sin pruebas (merced a un sector del poder judicial, que sanciona por meras sospechas, o lo que es aún más grave, por razones éticas de dudosa aplicación jurídica), como táctica eficaz para anular social y políticamente a lo que de forma peyorativa se conoce como el entorno de ETA. Para esas aves de mal agüero, cualquiera que hable de diálogo y generosidad a la hora de tratar tan delicado asunto, es un compañero de viaje de la organización armada.
Radios, periódicos, revistas, asociaciones civiles, bares, restaurantes, sociedades gastronómicas, colegios, escuelas, han sido víctimas constantes de una política tan rastrera como alocada, diseñada en forma de espiral sangrienta por torpes mentes en cuyo fuero interno no cabía otra alternativa para convencer (y ello demuestra que no han vencido) a ese sector, amplio y variopinto, que aplicar la mordaza y la celda. Es de estúpidos imaginar que se pueda meter en el mismo saco a cientos de miembros de ETA, junto a cientos de miles de personas que han lamentado sinceramente sus acciones, aunque enmudecieran ante esa clase de hechos. Ni Baltasar Gracián estaría de acuerdo en aplicar el dicho «Quien calla otorga».
Lo vergonzoso para todos los gobiernos habidos antes y después de la traición que supuso la transición, ha sido mancharse hasta las cejas de sangre, emulando a quienes se acusaba de terrorismo. No hay victoria más inútil para un gobierno que se dice democrático, que aquella que supone leer en unos estatutos de un nuevo partido político, que sus gestores condenan todas las violencias, incluida la de ETA. Esa Ley de Partidos, además de estar redactada por tramposos moralistas con vocación de inquisidores, es ahora un motivo de burla tal, que vuelven a brotar el rubor y la vergüenza ajena, en todos aquellos expertos en derecho constitucional (con Javier Pérez Royo a la cabeza) que denunciaron en su momento tamaña agresión a las libertades públicas.
Quienes utilizaron (y aún lo hacen) el poder policial, político, judicial y económico, para imponer en Euskadi un españolismo tan palurdo como monárquico, que hiede desde Ferrol a Almería, de Girona a Cádiz, cercenando los derechos de autodeterminación e independencia de una nación, montando mafias asesinas amparadas desde las cloacas del estado (Amedo, Domínguez, Galindo, Barrionuevo y un larguísimo etcétera), hoy rechazan frontalmente que Sortu, colectivo social de ideología abertzale y de izquierda, pueda detentar una representación local o autonómica. Y menos aún nacional, como cuando HB se sentaba en el parlamento de Madrid, en claro cumplimiento de una legalidad y una libertad violentadas hasta el extremo de que el Parlamento en 1980, hoy parezca un sueño democrático.
«En un estado de derecho, no debe existir otra frontera para un partido político que el Código Penal«, afirmó con todo rigor el citado catedrático Pérez-Royo. Lo terrible del caso, es que a sus señorías del PP-SOE, no les importó vulnerar los principios jurídicos más elementales, dictando y aprobando artículos aberrantes, que repugnan a la conciencia y a la profesión de un jurista.
Por mero silogismo, habríamos de proponer al ministro de justicia (aunque Caamaño no lo parezca), que sugiera a los diputados de su partido, en orden a paliar los efectos de la violencia doméstica, que antes de contraer matrimonio ambos cónyuges condenen previamente tamaña bestialidad. En consecuencia, los médicos podrían estar obligados a hacer el juramento de Hipócrates con carácter sine qua non a la hora de optar a un trabajo, y bajo idéntico prisma, los ganaderos estarían obligados a rechazar previamente la manipulación genética de sus animales; y así, hasta la extenuación.
El colmo de los despropósitos llega ahora, cuando el PP en pleno quiere sacar tarjeta roja a un grupo de ciudadanos que acepta, por imposición legal, el hecho de incluir en sus estatutos la famosa condena a ETA. Lo inadmisible es que renazcan las voces que niegan la posibilidad de la legitimación del nuevo partido. ¿En qué quedamos? ¿Es que incluso cumpliendo lo exigido, no hay lugar para la venia? ¿Hasta cuándo se puede tolerar esa vergonzosa actitud? ¿Dónde está el talante democrático de Rajoy y sus Cospedales?
Tales ansias de prohibición, de venganza, ese odio ensartado en la conciencia, jamás fueron patrimonio de las Víctimas del Terrorismo Franquista, que han soportado durante decenios las humillaciones constantes que suponen la exhibición de las fotos y retratos de los asesinos, que aún detentan plazas y calles con sus nombres; esas Víctimas del Terrorismo Franquista, de la dictadura jamás condenada por el PP y por el Rey de España, han tenido que resistir programas de radio y TV, series, editoriales, en las que el genocida Caudillo pasaba por ser, sencillamente, un general simpático aunque autoritario, una persona cristiana y bondadosa, a la que movían sentimientos tan patrióticos que no dudó en matar a un millón de personas, encarcelando a otro tanto.
Ninguna ley ha obligado a Rajoy a que condene aquel régimen para presidir su partido. Personalmente, me repugna el PP-SOE, pero sus diputados tienen todo el derecho a actuar como lo hacen, aunque su proceder ser moralmente indigno y políticamente abyecto.
Estamos ante un momento histórico que merece ser anotado en todas las agendas políticas, nacionales e internacionales. La probabilidad de que ETA anunciara su disolución definitiva, exige tener la cabeza fría, la hoja de ruta preparada y la mano extendida. Pero no adelantemos acontecimientos. Sortu, de momento, no es una realidad, sino una posibilidad enorme para que las armas callaran definitivamente
El sólo anuncio de una tregua verificada y sine die, debe ser celebrado por todas las gentes de bien. ¿Por qué entonces los dirigentes del Partido Popular no han mostrado todavía la menor confianza ante el nuevo escenario? A nadie se le escapa la razón: Rajoy podría perder sus posibilidades de triunfo en las próximas elecciones generales, si el gobierno de Zapatero lograra apuntarse ese golazo por la escuadra que significa un supuesto final de ETA.
Una actitud tan hipócrita sólo puede obedecer a motivaciones de carácter crematístico. Resulta obvio que se van a acabar los negocios de aquellos que tienen empresas de protección privada, guardaespaldas, blindaje de automóviles, medios de comunicación alarmistas, venta y alquiler de sistemas de seguridad interna y externa. Y con ello, disminuirá el tráfico de drogas entre la juventud, como aquel organizado desde Intxaurrondo por un criminal llamado Rodríguez Galindo, que era nada menos que general de la Guardia Civil.
Nadie tiene derecho a cortar de cuajo las esperanzas de paz y armonía que ahora parecen más claras que nunca. Nadie podrá impedir ver a un pueblo entero, dedicado a reconquistar sus derechos políticos, sin que intervenga el alarido del disparo o el grito de una bomba. Aunque también estoy seguro de que ese nuevo escenario repugna a José Mª Aznar.
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