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Inventar el común

Fuentes: uninomade.org

Partimos de una constatación muy simple ya que a veces es más fácil razonar empezando por el final: vivimos en un mundo donde la producción se ha convertido en un acto común. Algunos de nosotros todavía tienen en mente los análisis de Foucault sobre la doble tenaza que la industrialización impuso a los cuerpos y […]

Partimos de una constatación muy simple ya que a veces es más fácil razonar empezando por el final: vivimos en un mundo donde la producción se ha convertido en un acto común. Algunos de nosotros todavía tienen en mente los análisis de Foucault sobre la doble tenaza que la industrialización impuso a los cuerpos y las mentes de los hombres desde finales del siglo XVIII. De una parte la individualización. la separación, la desobjetivación, el adiestramiento de cada individuo, reducido a unidad productiva en forma de monada, sin puertas ni ventanas, totalmente desarticulado y rearticulado en función de las exigencias de rendimiento y maximización de los beneficios; por otra, la construcción en serie de estas monadas productivas, su masificación, su constitución en personas indiferenciadas, su carácter intercambiable, puesto que el gris siempre equivale al gris y un cuerpo amaestrado vale por otro. Individualización, serialización -he aquí la bendita tenaza del capitalismo industrial, la maravilla de una racionalidad política que no duda en redoblar su procedimiento de control y de gestión, en morder la carne de ese individuo que está formando a su imagen y semejanza, en encuadrar a aquellas personas que se inventa, para asegurar definitivamente su poder sobre la vida y explotar su potencia. Oyendo esto, algunos releen Vigilar y Castigar.

Otros, simplemente, tienen en mente el ritmo de la cadena productiva, los brazos rotos, la impresión de no existir más, el cuerpo que se transforma en carne de cañón para la producción en serie, la repetición sin fin, el aislamiento, la fatiga. La impresión de haber sido tragado por una ballena y haber sido masticado como tantos otros.

Todo esto es cierto. Todo esto existe todavía. Pero va existiendo en menor medida. Desde sus inicios, Multitudes [2] ha tratado de dar cuenta de esta mutación, de describir esta realidad -esta «tendencia» que atravesaba la existencia y excavaba dentro de la íntima consistencia- de analizar las consecuencias. Esta mutación ha tocado, al mismo tiempo, las condiciones de la explotación, las relaciones de poder, el paradigma del trabajo, la producción de valor. Este transformación también ha investido las posibilidades de resistencia porque esta transformación, paradójicamente, también ha reabierto y multiplicado sus posibilidades.

Uno de los puntos más difíciles y más polémicos para los que todavía hoy se mantienen en el viejo modelo de la producción en serie, en la figura de la fábrica y la historia de la resistencia de la clase obrera, es pensar que un nuevo modo de explotación -más fuerte, más eficaz, más extenso- pueda acrecentar la posibilidad de conflictividad y de sabotaje, de rebelión y de libertad. Para nosotros, decir que el modelo de producción (y por tanto de explotación) ha cambiado, decir que es necesario dejar de pensar en la fábrica como la única matriz de producción y de conflictividad proletaria, es también pensar en una mayor resistencia. Cuando hablamos de «nuevo capitalismo», de capitalismo cognitivo, de trabajo inmaterial, de cooperación social, de circulación del saber, de inteligencia colectiva, intentamos describir, al mismo tiempo, la existencia de un nuevo saqueo capitalista de la vida, su investimento no solo en la fábrica sino en toda la sociedad, pero también la generalización del espacio de la lucha, la transformación del lugar de resistencia y la figura de la metrópoli como lugar de producción, convertida hoy en el espacio de resistencias posibles. Nosotros decimos que hoy el capitalismo no puede ya permitirse desobjetivar -individualizar, serializar- a los hombres, no puede triturar la carne para hacerla un golem de dos cabezas (el «individuo» como unidad productiva, las «personas» como objeto de gestión masificada). El capitalismo no puede permitírselo porque lo que produce valor actualmente es la producción común de la subjetividad. Cuando nosotros decimos que la producción es común, no negamos que existen todavía fábricas, cuerpos destrozados y trabajo en cadena. Afirmamos que el principio mismo de la producción, su centro de gravedad, se ha desplazado; que la creación de valor, hoy, consiste en poner en red la subjetividad y capturar, desviar, apropiarse de la actividad común. El capitalismo necesita de la subjetividad, es parasitario. Por tanto está encadenado a aquello que paradójicamente lo pone en peligro: porque la resistencia, la afirmación de libertad, es precisamente hacer valer la potencia de invención subjetiva, su multiplicidad singular, su capacidad de producir el común a partir de las diferencias. Los cuerpos y los cerebros han pasado de carne de cañón a armas contra el capitalismo. Sin el común, el capitalismo ya no puede existir. Con el común la posibilidad de conflicto, de resistencia y de reapropiación se incrementan infinitamente. Formidable paradoja de una época que por fin a conseguido librarse de los ornamentos de la modernidad.

Desde el punto de vista de lo que puede llamarse la «composición técnica» del trabajo, la producción ha devenido en común. Desde el punto de vista de su «composición política», se necesitaría entonces que a esta producción común se correspondiesen nuevas categorías jurídico-políticas, capaces de organizar este «común», para expresar su centralidad, para describir sus nuevas instituciones y su funcionamiento interno. Actualmente estas nuevas categorías son insuficientes. De hecho, disfrazamos las nuevas exigencias del común, continuamos pensándolas en términos obsoletos -como si el lugar de producción fuese todavía la fábrica, como si los cuerpos estuvieran todavía encadenados, como si no hubiese elección entre estar solos (individuo, ciudadano, monada productiva, número de celda en una prisión o trabajador en cadena, pinocho solitario en el vientre de la ballena) y ser indistintamente masificado (población, pueblo, nación, fuerza de trabajo, raza, carne de cañón por la patria, bol digestivo en el vientre de la ballena)-, de hecho, por tanto, continuamos actuando como si nada hubiese ocurrido, como si nada hubiese cambiado: esta es la más perversa capacidad de mistificación del poder. Debemos abrir el vientre de la ballena, debemos derrotar a Moby Dick.

Esta mistificación reposa en particular sobre la proposición casi permanente de dos términos, que funcionan como otros tantos engaños pero al mismo tiempo corresponden a dos maneras de apropiarse del común. La primera es el recurso a la categoría de lo «privado»; la segunda, el recurso a la categoría de lo «público». En el primer caso, la propiedad -Rousseau dixit: y el primer hombre que ha dicho «esto es mío»… – es una apropiación del común por parte de uno solo, es decir, la expropiación de todos los demás. Hoy, la propiedad privada consiste propiamente en negar a los hombres su derecho común sobre lo que solo su cooperación es capaz de producir. La segunda categoría, al contrario, es la de lo público. El buen Rousseau, que era tan duro con la propiedad privada que, con razón, la consideraba la fuente de todas las corrupciones y sufrimientos humanos, cae inmediatamente en la trampa. El problema del contrato social -el problema de la democracia moderna es por qué la propiedad privada genera desigualdad, cómo se podrá inventar un sistema político donde todo, perteneciendo a todos, no pertenezca a ninguno. La trampa se cierra sobre Rousseau -y sobre todos nosotros al mismo tiempo. Esto es por tanto lo público: lo que pertenece a todos pero a ninguno, es decir lo que pertenece al Estado. Y puesto que el Estado debería ser nosotros, entonces se necesita inventar algo para rendir la manumisión del común, haciéndonos creer por ejemplo que nos representa, y si el Estado se arroga los derechos sobre lo que nosotros producimos, es porque el «nosotros» que somos, no es lo que producimos en común, que creamos y organizamos como común, sino aquello que nos permite existir. El común, nos dice el Estado, no nos pertenece, porque no lo creemos en realidad. El común, es nuestro suelo, nuestro fundamento, lo que nosotros tenemos bajo los pies: nuestra naturaleza, nuestra identidad. Y si esto no nos pertenece -ser no es tener- la manumisión del Estado sobre el común no se llama apropiación sino gestión (económica), delegación, delegación y representación (política). CVD: implacable belleza dal pragmatismo público.

La naturaleza y la identidad son las mistificaciones del paradigma moderno del poder. Para reapropiarnos de nuestro común, es necesario ante todo producir una crítica radical. Nosotros no somos nada y no queremos ser nada. «Nosotros» no es una posición o una esencia, una «cosa» que es fácil declarar pública. Nuestro común no es nuestro fundamento, es nuestra producción, nuestra invención continuamente renovada. «Nosotros» es el nombre de un horizonte, el nombre de un devenir. El común está delante de nosotros, siempre, es un progreso. Nosotros somos este común: hacer, producir, participar, moverse, dividir, circular, enriquecer, inventar, relanzar.

Todavía nosotros seguimos pensando, tras casi tres siglos, la democracia como la administración de la cosa pública, es decir como la instituto de la apropiación estatal del común. Hoy, la democracia ya no puede ser pensada sino en términos radicalmente diferentes: como gestión común del común. Esta gestión implica a su vez una redifinición del espacio -compopolita; y una redifinición de la temporalidad- constituyente. No se trata ya de definir una forma de contrato que haga que todo, siendo de todos, no pertenezca a ninguno. No, todo, siendo producido por todos, pertenece a todos.

En el dossier que algunos hemos propuesto en la «maggiore» de este número de Multitudes (a partir las experiencias llevadas a cabo desde hace unos años y a partir también de la constatación de que estas experiencia están ahora generalizándose), nosotros intentamos hacer visible este común, hacer recuentos de las estrategias de reapropiación del común. En la actualidad, la metrópoli se ha convertido en tejido productivo generalizado: es donde se da y se organiza la producción común, es donde la acumulación del común se realiza. La apropiación violenta de esta acumulación se hace todavía a título privado o público -y lo que se llama «la renta» del espacio metropolitano es ahora un enjeu económico importante, y es sobre este punto que las estrategias de control se cristalizan- pero nosotros no queremos entrar aquí en los análisis de la relación de esta renta con el beneficio ni tampoco en la de la «externalidad productiva»… nos es suficiente, por el momento, fijar el hecho de que la apropiación privada es a menudo garantizada y legitimada por la apropiación pública, y viceversa.

Retomar el común, reconquistar no ya una cosa sino un proceso constituyente, significa también el espacio en que eso se desarrolla: el espacio de la metrópoli. Trazar diagonales dentro del espacio rectilíneo del control: oponer las diagonales a los diagramas, los intersticios a las quadrillages, los movimientos a las posiciones, los devenires a las identidades, las multiplicidades culturales sin fin a las naturalezas simples, las artificios a las demandas de origen . En un bello libro, hace algunos años, Jean Starobinski ha hablado del siglo de las Luces como de un tiempo que había visto «la invención de la libertad». Si la democracia moderna ha sido la invención de la libertad, la democracia radical, hoy, quiere ser la invención del común.

 

Traducido por Nemoniente


[1] http://uninomade.org/inventare-il-comune-degli-uomini/

[2] http://multitudes.samizdat.net/