Intentar paliar la falta de decencia de los gestores de las grandes empresas capitalistas apelando a cuestiones de carácter moral se antoja empresa vana. Instalados en la rapiña, fruto de una desmedida ambición, los ejecutivos de alto nivel nos regalan, día sí y día también, ejercicios de descaro y cinismo. Al tiempo que aprueban para […]
Intentar paliar la falta de decencia de los gestores de las grandes empresas capitalistas apelando a cuestiones de carácter moral se antoja empresa vana. Instalados en la rapiña, fruto de una desmedida ambición, los ejecutivos de alto nivel nos regalan, día sí y día también, ejercicios de descaro y cinismo. Al tiempo que aprueban para sí mismos bonos millonarios, que añaden con regocijo a sus estratosféricos sueldos mensuales, proponen el despido de miles de trabajadores de empresas que acumulan beneficios. Los responsables de la crisis continúan enriqueciéndose mientras exigen sacrificios a los demás. Por ello, pretender revertir la situación desde un llamamiento a la autorregulación o a la mesura no parece una opción válida.
La nómina de empresas con grandes beneficios y con comportamientos indecentes está constituida en buena medida por firmas que fueron públicas, es decir, del común de la sociedad. La práctica del neoliberalismo rampante de los años 80, representado por Reagan, Tatcher o González, consistió en privatizar empresas públicas de sectores estratégicos como la energía o las telecomunicaciones. Esa tendencia es la que han venido manteniendo los diferentes gobiernos occidentales hasta el presente. Recordemos, ya que viene muy a cuento estos días, la privatización de Telefónica por Aznar, quien se la entregó a un antiguo compañero de pupitre. Pero no olvidemos que en nuestro país PP y PSOE, con la connivencia de los nacionalistas periféricos del PNV, CiU o PAR, han aplicado en profundidad esa misma política. Tanto monta, monta tanto.
¿CUÁLES FUERON los argumentos para privatizar lo que era de todos? Varios. Todos ellos apuntaban al beneficio del consumidor. Ya que como ciudadanos salíamos perdiendo, pues perdíamos lo que era nuestro, se nos decía que como consumidores saldríamos ganando, ya que la competencia entre empresas redundaría en un mejor servicio y en tarifas más atractivas. La experiencia de los años desdice las argumentaciones, pues, por poner el caso de la telefonía, las tarifas son, en muchos casos, abusivas y el servicio se convierte, habitualmente, en una tomadura de pelo en la que conseguir rescindir un contrato, o, a veces, simplemente, conseguir que se nos atienda, se convierte en misión imposible. También se hablaba de empresas mejor gestionadas, pues lo privado, ya se sabe, funciona mejor. Falsos argumentos: la superioridad de lo público sobre lo privado en los campos estratégicos es incontestable (véase la sanidad o la educación, que aun, aun, no nos han expropiado) y no sé qué mejor gestión es esa que consiste en despedir a unos empleados para hacer millonarios a otros. Y no nos engañemos: que Telefónica, Endesa, Banco de Santander o Repsol sean empresas punteras y con pingües beneficios no implica ningún beneficio para nuestro país en su conjunto ni para sus ciudadanos en concreto.
La estrategia de privatización neoliberal se ha mostrado un fiasco social. No sólo no nos ha servido como consumidores, sino que, además, nos ha perjudicado como ciudadanos. Sólo desde el más férreo dogmatismo ideológico es posible defender las prácticas privatizadoras de los sectores estratégicos. El neoliberalismo se ha caracterizado por socializar las pérdidas y privatizar los beneficios, por expropiar lo común para beneficio de unos pocos. Las cajas de ahorros son el siguiente bocado de su insaciable apetito. Y el Fondo Monetario Internacional aplaude a Zapatero, convertido en sumiso vasallo de los intereses de los poderosos.
Se impone reapropiarse de lo común, recuperar lo que fue de todos para beneficio de todos. Por razones de eficacia, pues un país no puede dejar sus sectores estratégicos en manos privadas, quizá extranjeras; por razones de beneficio social, pues la riqueza que se produce debe revertir en todos, no en los bolsillos de unos pocos. La nacionalización de los sectores estratégicos de la economía bien podría ser uno de los puntos programáticos de una alternativa de izquierda. Algunos países ya lo están aplicando. Aunque no nos lo cuenten.
Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza
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