En el momento de redactar estas líneas, un rápido vistazo a la clasificación de la Liga muestra que el cuarto clasificado está 31 puntos por debajo del primero y otros 31 puntos por encima del último (¡el vigésimo!). El conjunto de la tabla ofrece un aspecto que, en forma de curva, tendría un cierto aire […]
En el momento de redactar estas líneas, un rápido vistazo a la clasificación de la Liga muestra que el cuarto clasificado está 31 puntos por debajo del primero y otros 31 puntos por encima del último (¡el vigésimo!). El conjunto de la tabla ofrece un aspecto que, en forma de curva, tendría un cierto aire exponencial.
Los dos primeros clasificados llevan casi toda la temporada ampliamente distanciados del resto (a falta de cinco partidos -quince puntos en juego- sólo uno de ellos puede ganar el torneo). Ocurrió algo muy similar en la edición anterior. Son los mismos que se han repartido todas las ligas de los últimos seis años. Y veintidós de las últimas veintiséis.
Pero este artículo no tiene intención de glorificar a «los dos grandes». Ya bastante idolatría reciben a diario por todas partes sus jugadores y entrenadores.
Uno de ellos, el actual líder y probable campeón en unas semanas, tiene un presupuesto para esta temporada de 420.000.000 de euros. El segundo, de 415.000.000. El del tercero no llega a la tercera parte. El del cuarto no alcanza la sexta. Y el presupuesto del quinto, el club canterano por excelencia, no es ni siete veces menos que el del más rico. (Capítulo aparte son las deudas acumuladas… y cómo se enjugan -¿enjuagan?-, si es el caso).
Para hacernos una idea, el presupuesto para 2011 del Ayuntamiento de Toledo, monumental ciudad de más de ochenta mil habitantes, apenas rebasa los 92.000.000 de euros. Poco más de la quinta parte de los fondos para gastos del club más rico. Cosas del júrgol, que seguramente desata más pasiones que las prestaciones sociales de los toledanos.
¿Identidad traicionada, o simplemente cambiada?
El júrgol español está en vanguardia del planeta. Los éxitos de «la selección» (¿también del país?) seguramente acreditan, para muchos, nuestro modelo jurgolero. La ultracompetitividad entre los jugadores de las más variadas procedencias que pueblan la Liga hispana -que no entre los equipos, pues ahí ya hemos visto que reina una especie de duopolio- habría permitido elevar la calidad media. En virtud de ello se habrían disparado las victorias de los equipos «nacionales» tanto a nivel de clubes como de selección. Motivo de orgullo para infinidad de compatriotas.
Como lo es para las aficiones de los «grandes» que sus equipos lo sean. Lo que menos importa, actualmente, es que gran parte de las estrellas sean foráneas. Los clubes de fútbol nacieron -muchos de ellos hace más de un siglo- para representar deportivamente a las ciudades y a sus aficiones correspondientes. El componente étnico-identitario no era un elemento menor. Y, lógicamente, se veía tanto más satisfecho cuantos más y mejores fueran los jugadores locales. Aunque no pocos clubes españoles tuvieran un origen extranjero -reflejado en su plantilla durante los primeros años-, el ideal de identificación afectiva era ver a futbolistas autóctonos o formados en la localidad sede del equipo.
La imparable profesionalización del fútbol, que tornose júrgol, dejaría en segundo plano las expectativas populares por ver qué ciudad o región daba los mejores equipos y jugadores. En parte debido a ello, los segundos -o más bien las estrellas- adquirían un creciente relieve a costa de los primeros. La masiva cultura del espectáculo tenía mucho que ver con todo esto. Ciertamente, los equipos siguieron constituyendo el referente esencial (el júrgol, como en su día el fútbol, continúa siendo un deporte colectivo). Pero la calidad individual, siempre apreciada, llegó a convertirse en un factor de identificación capaz de rivalizar con los «colores» del equipo. La creciente competitividad provocó que la faceta admirativa (al ser humano le encanta admirar y quedarse admirado) fuese reemplazando a la afectiva.
O quizá sería más correcto decir que fue modelando a esta última. Se siguen amando, incluso fanáticamente, los «colores», pero ya no tanto porque los portan jugadores de la misma tierra como, simplemente, porque son «los nuestros». Por supuesto, gracias a los Messi, CR y compañía. Lo identitario se ha virtualizado, intangibilizado, desbordándose lo puramente simbólico -siempre parte esencial de la identidad- hasta llegar a suplir la progresiva pérdida de lo simbolizado (lo autóctono realmente tangible). Hoy el significante -‘azulgrana’, ‘blanco’, ‘Dépor’, etc.- posee un significado que poco tiene que ver con el de antaño -con la conocida excepción-. El aficionado se ha vuelto cada vez menos exigente respecto a lo étnico-afectivo con tal de que «su» equipo gane. Ha girado sus afectos, virtualizándolos y abstractizándolos también, hacia lo más puramente pragmático. Eso sí, escudándose de paso en la belleza futbolística que las estrellas suelen proporcionar, aunque lo fundamental sea que ganen (la «calidad» es sobre todo eficacia).
Pero otro germen del giro que nos ocupa se halla en la habitual concepción -tan tribal en su origen- de «lo nuestro» como «lo mejor». El afán de ensalzar lo primero («Somos los mejores») lleva, sobre todo si el marco cultural es cada vez más pragmatista, a subordinarlo en cierto sentido a la calidad. Si es preciso, a traicionarlo por ella. Pero, a la vez (a nadie le gusta sentirse un traidor), a confundir a uno con la otra, culminando así la engañosa materialización (más bien, materialistización) de los sueños. No es raro que «los dos grandes» tengan hinchas en todas partes, no sólo en sus respectivas ciudades (también, por cierto, entre muchísimos no españoles). O que todo el mundo esté deseando ver, una y otra vez, el mismo partido (p. ej., cuatro veces en dieciocho días). Al final no importa que, frente a nuestro espejismo inicial, «los nuestros» no sean «los mejores», pues podemos hacer que «los mejores» sean «los nuestros». (¿Infidelidad? Puede, pero, ¿cuántos no dejarían, si pudieran, a su mujer por otra más «atractiva»? Cosas del género humano…).
Valores capitalistas
El proceso descrito no es desdeñable, sobre todo si se recuerda que el júrgol arrasa y tiene aficionados por millones y millones. Los cuales, en su gran mayoría, se han ido enajenando de su identidad telúrico-social más íntima para trocarla por una poco más que virtual. Bien mirado, semejante alienación no es muy diferente de la que Marx veía en el trabajador respecto a su propio trabajo y al producto del mismo. Implica, en cualquier caso, un (auto)despojo de rasgos personales.
Así, los valores puramente capitalistas acabaron arrollando a los deportivos. Sobre la base, es cierto, de un elemento común a ambas esferas: la dura competencia, el darwinismo social (fuerza, astucia… y otros rasgos «humanos, demasiado humanos»). El «olimpismo» (citius, altius, fortius), tan deportivo en el mejor sentido de la palabra (fair play), llevaba en su seno lo que acabaría matándolo: la competitividad. Ésta no se limita a la autosuperación personal. Busca derrotar a los demás.
Y así el fichaje desplazó a la cantera, los resultados a «lo importante es participar», el enfrentamiento al sentido de camaradería, el juego de casino (¡cómo proliferan, gracias a Internet, todo tipo de apuestas jurgoleras, dejando ya obsoletas a las «entrañables» quinielas!) al juego deportivo, la ludopatía a lo puramente lúdico-recreativo. Todo un triunfo de los valores más materialistas.
El afán por vencer desemboca inexorablemente en querer ganar a toda costa, ganar por ganar (de paso, mucho dinero): fingir penaltis, meter goles con la mano sin que se note, dar primas a terceros, doparse… y otras picardías múltiples (¿con la consiguiente «españolización» del mundo? Recuérdese la gran tradición picaresca de nuestro país… ¿Tendrán que ver con ello los éxitos deportivos hispanos, ahora que lo deportivo se ha rendido al [casi] «todo vale»?). Sin olvidar la violencia sobre el terreno de juego (continuas faltas, lesiones).
Los equipos se hacen como trajes a medida… de la victoria. Se forjan, con tal fin, «a golpe de talonario». De asociaciones cooperativas (que trabajaban en equipo), se han convertido en plantillas de auténticas compañías económico-financieras. De emblemas sociales, en marcas empresariales.
Una competición adulterada
Todo lo cual contribuye a la adulteración de la competición (pero ésta, en cuanto tal, estaba de algún modo abocada a ello, insistimos). Los engaños a los árbitros lógicamente facilitan los errores de éstos. Y que los clubes sean firmas lúdico-comerciales con unas cuotas de mercado tan diferentes entre sí -la competencia empresarial es previa a la lucha sobre el terreno de juego- difícilmente favorecerá jamás torneos equitativos. Sí, hoy el fútbol ha dejado paso al júrgol, que es ultracompetitividad «deportiva»… más dinero, con clubes «sociedades anónimas», comprados por magnates y que cotizan en bolsa.
Por cierto, les dejo con los resultados de la última jornada:
Calderilla, 1 Real Caja Fuerte, 3
Tío Gilito Balompié, 7 Pocos Cuartos, 0
Cuenta Remunerada, 2 Fieles a las Esencias, 1
Rácing Pobrecitos, 0 Supertalonario FC, 10
Rascándose el Bolsillo CF, 1 CD Sin Blanca, 1
Justitos Deportivo, 2 Millonetis, 3
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La clasificación, más o menos, se la pueden ustedes imaginar.
Fuente: http://lacomunidad.elpais.com/