El corresponsal de Le Monde en Roma, Philippe Ridet escribe el 28 de abril que San Pedro del Vaticano es un cementerio; que 148 papas han decidido pasar su eternidad dentro de las grutas vaticanas: bajo la basílica, o bien, después de su beatificación, dentro de una capilla de la propia basílica. Y que esto […]
El corresponsal de Le Monde en Roma, Philippe Ridet escribe el 28 de abril que San Pedro del Vaticano es un cementerio; que 148 papas han decidido pasar su eternidad dentro de las grutas vaticanas: bajo la basílica, o bien, después de su beatificación, dentro de una capilla de la propia basílica. Y que esto último pasará, a partir de este próximo domingo 1 de mayo, a los despojos mortales de Juan Pablo II, que se enterrarán allí, cerca de la conmovedora Pietà de Miguel Angel. Y, en otro momento, dicho corresponsal se pregunta: ¿crisis de alojamiento o acto político?
Y es que, para ceder un puesto al nuevo bienaventurado ha sido necesario desplazar, desde el pasado 7 de abril, los restos de otro papa allí presente; es Inocencio XI (1611-1689), beatificado por Pío XII en 1956 -destacó aquel papa por razón de su papel, dice Ridet, en la batalla de Vienne, que en 1683 paró el avance turco sobre la cristiandad-. Pero nunca jamás -añade con matiz irónico el periodista- un soberano pontífice había sido echado fuera de su lugar por otro.
¿Qué está pasando ahora? -nos podemos preguntar nosotros-. ¿Será sólo la presión popular, tras la muerte del papa polaco, de aquel grito multitudinario ¡Santo, subito! ? Creo que, en este caso (más todavía que en todos los demás), deberíamos pensar que aquí se trata, más aún que en los demás casos, de un acto político.
En los primeros tiempos, la Iglesia fabricaba sus santos, por aquí y por allá, teniendo en cuenta sus martirios y bajo la égida de los obispos del lugar. Luego vino «la confiscación de la autoridad episcopal por parte de la Iglesia Romana, que fortifica su propia autoridad espiritual y temporal» -dice el historiador Roberto Rusconi, autor de Santo Padre (no traducido)-. ¿Y para qué sirve entonces la estrategia de fabricar santos? Valgámonos de nuevo de una frase sacada de algún otro lugar en Rusconi: «Los santos son la proyección de la imagen que la Iglesia quiere dar de sí misma en un cierto momento de su historia. Cada beatificación es, pues, un acto político». Bajo esta luz, podríamos citar la canonización, en 1622, de San Ignacio de Loyola, fundador de la Orden de los jesuitas y que ratifica el triunfo de la Contrarreforma. Si bien son más paradigmáticas aún las infinitas beatificaciones lanzadas en masa por Juan Pablo II, con su clara opción por un bando en los mártires de la Cruzada; pero dejemos aquellas beatificaciones y vayamos a la otra: la que su propio sucesor y amigo, Benedicto XVI, va a hacer de aquel tan prolífico beatificador.
El frenético proceso de beatificación que pasado mañana se consuma [el 1 de mayo], empezó pocas semanas después de la muerte del papa Wojtyla cuando su amigo y protegido Ratzinger anunció en latín la derogación «ad personam» de las normas canónicas que obligan a esperar cinco años desde el momento de la muerte para abrir una tal causa. ¿Por qué tal excepcionalidad –respecto a propias normas canónicas-? Según el vaticanista Filippo di Giacomo «la causa se abrió en la diócesis de Roma por motivos poco claros y se ha limitado a analizar los 27 años del pontificado de Wojtyla [es decir, la vida pública de un ídolo mediático al servicio de una determinada política] y no su vida anterior» ¿Será, quizás, una opción a favor de la citada fiebre beatificadora de quien creó tantos beatos y santos como todos sus predecesores juntos y, generalmente, todos de un mismo bando?
Otros, en cambio, creen que es más orientadora una ulterior explicación -véase Miguel Mora (El País, 15-I-2011)-: «Contribuirá a difuminar las sospechas de que el papa polaco y sus colaboradores más cercanos [y el más fiel, el propio Ratzinger] conocían los crímenes cometidos por Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, pederasta y corruptor de la curia de Wojtyla, de quien fue asesor principal para América Latina». Similar opinión puede observarse en Bedoya (véase su artículo en la misma página de Mora): «En el caso de Marcial Maciel, Fundador de los Legionarios de Cristo, podría hablarse incluso de encubrimiento si no resultara cruel decirlo de quien va a ser beato…» Volviendo a Miguel Mora, éste cita a los principales promotores de la beatificación: al exportavoz de Wojtyla, Joaquín Navarro Valls, miembro del Opus Dei y, sobre todo, al exsecretario privado de Wojtyla, Dziwisz, arzobispo de Cracovia. Se podría tirar más aún de este hilo y la relación de estos personajes promotores. Si alguien se atreve a hacerlo, superando un hipotético miedo a que se hundiera su propio sistema de seguridades en aras de descifrar la verdad, puede hurgar en mi artículo «La gran ocultación de la pederastia y dónde hallar al ocultante» (localizable en: ateus.org -y luego, pulsando sobre artículos y publicaciones-).
Bedoya concluye, volviendo a Ratzinger: «Eran muy amigos y compartieron complicidades durante décadas, hasta hacerse muy ancianos, así que no ha de extrañar que se considerasen mutuamente elegidos de Dios en una misión de combate contra el modernismo del momento, llamado ahora laicidad y relativismo. Es decir, unos benditos».
Respecto a pensadores cristianos y teólogos, Bedoya decía unas líneas antes: «Juan Pablo II resucitó la siniestra Inquisición pese a haberla clausurado el Concilio Vaticano II y puso al frente a un policía de la fe que ha descabezado sin contemplaciones a la mejor teología de los últimos siglos. Se llamaba Joseph Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI».
Claro que no es ningún misterio que el papa Wojtyla fuera elegido en un cónclave tras haber ido a postrarse ante la tumba de Escrivà de Balaguer en Roma. Y tampoco es ningún misterio que tras la «misteriosa» muerte de Juan Pablo I, el mando y dirección de la Iglesia fuese tomado por el bando «perdedor» del Concilio Vaticano II -quien desee conocer más detalles sobre este particular, puede leer en el mismo lugar informático, ateus.org (pulsando sobre mis artículos: «¿Por qué matar a Juan Pablo I?» y también, «El papel de la Iglesia en la alargada sombra de la Cruzada»).
Volvamos al malestar de los teólogos y a aquella su persecución que denunciaba Bedoya. En El País de 5-II-2011, su corresponsal desde Berlín, Laura Lucchini dice: «Un total de 144 teólogos de habla alemana han firmado un manifiesto que pide reformas urgentes en la Iglesia católica […] Reclaman un nuevo inicio. El manifiesto supone el alzamiento más importante contra la cúpula de la Iglesia católica desde 1989, cuando 220 teólogos suscribieron la Declaración de Colonia, crítica con la gestión de Juan Pablo II».
Y finalicemos con unas declaraciones nada sospechosas de anticristianismo -son del teólogo actual Juan José Tamayo (en uno de aquellos días)-: «Yo creo que el Vaticano como Estado y el autoritarismo papal son dos de los factores que más han contribuido al fracaso del cristianismo en su historia y que más escándalo generan entre los no creyentes, pero también entre no pocos cristianos evangélicos. Además, están en abierta oposición al Evangelio […] al tiempo que alejan, más que acercan, de la fe en Jesús de Nazaret. La desaparición del Vaticano es condición necesaria para la recuperación de la credibilidad de la Iglesia en el mundo actual».
El domingo, uno de mayo, el nuevo Beato.
Fuente: http://ateos.org/?p=591