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La democracia es un hecho y está en las calles

Fuentes: Rebelión

 Mucho se ha escrito acerca de los posibles sujetos revolucionarios del siglo XXI. Ante el declive del movimiento obrero y la expansión del neoliberalismo, llegó el auge de los quebraderos de cabeza: ¿quiénes, y bajo qué paraguas, nos van a sacar de este entuerto? Y en resumidas cuentas, el debate se centró en la siguiente […]

 Mucho se ha escrito acerca de los posibles sujetos revolucionarios del siglo XXI. Ante el declive del movimiento obrero y la expansión del neoliberalismo, llegó el auge de los quebraderos de cabeza: ¿quiénes, y bajo qué paraguas, nos van a sacar de este entuerto? Y en resumidas cuentas, el debate se centró en la siguiente oposición: la defensa del paradigma moderno, por el que la llave la tiene la clase obrera y su proyecto político es el socialismo, y del otro lado, la reivindicación de un paradigma posmoderno, donde las multitudes luchan por su propio proyecto, el que parece ser la democracia.

La realidad ha hablado a través de los nuevos movimientos sociales y hemos visto que, a pesar de las causas estructurales de trasfondo, las identidades colectivas y las reivindicaciones son diversas y contextuales de cada región. La defensa de la diversidad se ha vuelto el nicho común de las críticas a las tradicionales ideologías con intenciones liberadoras pero que pueden volverse opresivas cuando intentan ser totalizadoras, homogeneizadoras y dogmáticas. La ortodoxia abre paso, por ejemplo, a distintos proyectos de heterodoxia marxista, feminismos en plural, queer, descoloniales, movimientos indígenas, libertarios, ecologistas… La diversidad de voces disidentes y el reconocimiento de las minorías es cualidad del presente; así como el respeto a ellas, una necesidad táctica y ética.

Por otro lado, las condiciones que el capitalismo ha impuesto a lo ancho del mundo en las últimas décadas no consisten sólo en la clásica explotación -dominación más extracción de plusvalía-, ni en las nuevas formas de precariedad, desregulación laboral y carencia, sino también en el asesinato lento y silencioso de los pueblos y capas sociales excluidos de los medios para el propio sustento. La violencia, ya sea estructural o militar, es el pan que compartimos cada día.

Y es hoy, que en un contexto global de desesperación, la realidad vuelve a revelarse en las calles. Lo compartido es también un deseo: el control de nuestras propias vidas, queremos democracia. Y así lo manifiesta el movimiento de «indignados» que puebla estos días las plazas del Estado español.

La democracia venía siendo una palabra secuestrada por el sistema, o más bien, por cualquier sistema político hegemónico para designarse a sí mismo. La democracia occidental, representativa, capitalista, procedía en realidad del sistema de gobierno que decidió suprimirla. Uno de los debates fundacionales de los Estados Unidos de Norteamérica fue el conflicto entre los que promovían formas de autogobierno popular, democráticas, y los que propugnaban un gobierno representativo, esto es, representantes que gobernaran fuera del control popular, con autonomía para gobernar por encima de las mayorías. Fue después, con la ampliación del sufragio, cuando se recuperó la palabra democracia para designar los gobiernos representativos, en lo que entiendo como un ejercicio soterrado de búsqueda de legitimación.

Con cinco millones de parados en el Estado español y varios millones de familias dependiendo de comedores sociales, la trampa acaba por ser obvia, los políticos hacen oídos sordos y las calles gritan «lo llaman democracia y no lo es». Y van más lejos, las «indignadas» e «indignados» reclaman «democracia participativa». Sin casualidad, la demanda es exactamente la misma que hacía el poeta Javier Sicilia hace dos semanas en México, cuando, tras el asesinato de su hijo por los narcos, formuló una propuesta de paz nacional, ante la audiencia de la multitud manifestada el DF en contra de la violencia , que incluía como última demanda la «democracia participativa». Democracia es, también, recordemos, reivindicación de los estallidos revolucionarios de los países árabes en lo que va de año. El sistema oprime, entre otras cosas, porque los pueblos no lo controlan.

Democracia Real Ya está sabiendo ser el altavoz de un descontento común, en el que cabemos casi todos y todas, y además, bajo una bandera subversiva y radical, también compartida: democracia participativa, no de cartón. Parece que ni el capitalismo ni sus andamiajes políticos atraviesan un buen momento de legitimidad.

Por otro lado, hay que reafirmar que el socialismo, en su sentido más fielmente revolucionario, sigue teniendo cabida, y además, necesaria. Para empezar, las personas que protestan y duermen en las plazas, obviamente no son grandes banqueros y empresarios, sino damnificados del pueblo trabajador, de muy diferentes condiciones, pero todas ellas denigrantes. La demanda de democracia incorporará, por pura necesidad material, la demanda de democracia económica, en el sentido del control colectivo y democrático de los medios de producción económica.

Encontrar los medios que nos lleven a las nuevas democracias socialistas del siglo XXI no es tampoco, como pueda pensarse, una cuestión utópica. Las democracias no son utopías, o sea, proyectos imaginarios, sino que son eutopías, siguiendo a Jean Robert; son prácticas reales que llevan tiempo dándose a lo ancho del mundo, formas de convivencia y organización alternativas que los pueblos ya producen. Estas eutopías se desarrollan, en particular, en las luchas de resistencia, como es un claro ejemplo la «spanish revolution». Decirle a las personas de las asambleas de «indignados» que lo que piden es utópico es un puro sarcasmo: ¿Utópico?, ¡Si ya lo están practicando!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.