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Nuevos tiempos y arduos retos para Euskal Herria

Jano

Fuentes: Gara

El Dios romano de los comienzos y los finales era Jano. Las puertas de su templo se abrían al inicio de la guerra y se cerraban al acabarla. Jano es un dios bifronte: una de sus caras queda mirando al pasado, la otra, se gira al futuro con un gesto de esperanza y preocupación. La […]

El Dios romano de los comienzos y los finales era Jano. Las puertas de su templo se abrían al inicio de la guerra y se cerraban al acabarla. Jano es un dios bifronte: una de sus caras queda mirando al pasado, la otra, se gira al futuro con un gesto de esperanza y preocupación.

La política vasca se encuentra en un momento clave de su particular transición. En primer lugar, debe cerrar la puerta del pasado lo antes posible, y así poder volver la mirada hacia un porvenir que, sin duda, será esplendoroso. Pero, al tiempo, esa puerta debe cerrarse sin que nada de lo que se deje atrás pueda pudrirse, y la supuración de lo no superado ahogue las ilusiones colectivas.

La unilateralidad inteligente que ha dado contenido real al discurso de «todos los derechos para todos» no puede sino profundizarse, independientemente de las coyunturas partidistas en España: habrá que confiar en que si para lo malo ha funcionado la razón de Estado -ese es el espíritu numantino que sustenta los poco «antinatura» gobiernos PP-UPN-PSOE en Hego Euskal Herria-, también funcione para lo bueno, y ningún partido «nacional español» juegue con algo tan serio como la normalización política, cayendo en la tentación de utilizarla para no perder, o para arrasar, según el caso. Pero esas son cuestiones que se dilucidarán en el futuro cercano. Antes hay que cerrar bien la puerta del pasado.

En este sentido, todos los procesos de transición política exigen una sabia combinación de amnesia y memoria. Y sobre todo, una adecuada aplicación de ambas estrategias a realidades distintas.

Por un lado, puede ser conveniente una amnesia relativa o memoria débil sobre las causas del conflicto. Si de lo que se trata es de construir las bases de un convivencia conflictiva pero viable, posiblemente habrá que convenir que las creencias acerca de las causas del conflicto no son ni van a ser compartidas en el seno de la sociedad vasca, y mucho menos en/con la sociedad española. ¿Hasta qué punto es adecuado para la convivencia forzar la concepción ética de los que han defendido la violencia política contra el sistema, buscando la condena del pasado o el arrepentimiento moral respecto de lo que ellos viven como una lucha legítima, patriótica, incluso gloriosa? ¿Hasta qué punto deben compartir los nacionalistas españoles en Euskal Herria la historia de una nación vasca oprimida cuya liberación justifica la lucha armada y, por tanto, la muerte de sus allegados?

La comunidad de creencias que sustenta el proyecto nacional vasco jamás va a compartir con la comunidad de creencias que sustenta el proyecto español una memoria común sobre el conflicto violento, sus causas, justificaciones, errores o excesos. Intentarlo, es, posiblemente, no sólo absurdo, sino inconveniente. Judith Butler critica ese «sadismo moral» que no es sino un modo de persecución que se hace pasar por virtud, frente a la responsabilidad que se «apropia» de la agresión, así como del mandamiento ético de encontrar una solución no violenta a las exigencias enfurecidas. Y es que, como nos recuerda la propia Butler, la denuncia moralista proporciona una gratificación inmediata e incluso tiene el efecto de aliviar de toda culpa al que la realiza por medio de un acto de denuncia autolegitimante, pero a cambio de eludir toda responsabilidad.

No obstante, ello no supone que todo deba ser olvidado. Por eso, una memoria relativamente fuerte sobre el dolor y el sufrimiento es imprescindible. Al menos, durante un tiempo. Pues, en última instancia, la amnesia es un bálsamo necesario para la convivencia.

Mientras llega ese momento reparador, partiendo del reconocimiento del daño causado por todas las partes, sería preciso convertir la pena y el dolor en recurso político, pero no para la venganza y la reproducción de los factores que dificultan la convivencia, sino, precisamente, para reforzarla y asentarla sobre bases compartidas. Lo que se puede compartir, seguramente lo único que se puede y se debe pretender compartir es el sufrimiento y la pena. Elaborar el duelo y transformar el dolor en recurso político no es resignarse a la inacción. Es un lento proceso a través del cual desarrollamos una identificación compartida con el sufrimiento mismo. Esa identificación, nos lo recuerda Butler, nos cambia hacia el futuro y permite gestionar la convivencia conflictiva del mañana sobre principios que respetan la vulnerabilidad de la vida humana, en los parámetros de lo que Mouffe llama la gestión agonística de los conflictos.

Posiblemente nunca se va a poder compartir la lectura de la realidad, la memoria histórica que, para unos, por ejemplo, convierte a la guardia civil en defensora de la libertad, y, para otros, en el símbolo más perfecto de la opresión. Pero sí se puede compartir el dolor de las familias de los guardias muertos y de las familias de los torturados o muertos por los guardias.

No hay una receta única para que el sufrimiento se convierta en un cemento social. Los obituarios son medios para toda construcción nacional y posiblemente los duelos compartidos serán difíciles, si no imposibles de gestionar. Otra cosa es el reconocimiento público igual de las víctimas y del sufrimiento, que, en terminología de la ya citada Butler, equipara en la memoria pública todas las vidas lloradas, pues todas las vidas son precarias y todas son susceptibles de duelo. Reconocer el daño causado, sentir el sufrimiento ajeno -lo siento, lo sentimos-, incluso, desde la libre decisión individual, solicitar el perdón de los que han sufrido, es un acercamiento posible y viable en el presente.

Un acercamiento en el que todos los victimarios pueden encontrarse, sin chantajes ni condicionamientos previos o posteriores. Evidentemente, desde uno de los lados, en conexión con estos procesos de reconocimiento debieran contemplarse vías para la excarcelación progresiva de los presos y la vuelta de los exiliados. Ello no quiere decir, no obstante, que esos procesos deban estar sujetos a castigos morales añadidos que no hacen sino nublar por la vía más fácil el verdadero reconocimiento ético. La conversión moral o religiosa, por mucho que sea un lugar común en la cultura política española desde la reconquista, no alimenta sino el fariseísmo y la hipocresía: virtudes sistémicas por excelencia, pero no por ello menos execrables.

Pero no es el conflicto violento y sus consecuencias el único pasado que hay que cerrar definitivamente en Euskal Herria. Los think tank del stablishment vasco siguen insistiendo en una forma periclitada de hacer política que debe arrumbarse, o, en otro caso, derrumbarse: un concepto de democracia que se reduce al entretenimiento de una mayoría silenciosa que elige y delega toda responsabilidad. Un concepto de gobernanza que sólo articula el interés partidista y el mercantil, conformando un gobierno en red opaco a cualquier control público eficaz: «Gipuzkoa Aurrera», bancarización de las cajas, obras públicas entendidas como revelación divina… Es decir, lo que Wolin, en una obra imprescindible, denomina «Democracia S.A.», o totalitarismo invertido: el Estado mínimo al servicio del capital total.

Sin embargo, nuestro Jano mira ya hacia el futuro. Quizás sea mucho decir que podemos ser una isla neokeynesiana en Europa: política fiscal avanzada y defensa de los servicios públicos, sobre todo de la sanidad y la educación; modelos de negociación colectiva que asuman que los sindicatos son una parte de la solución y no del problema; políticas de fomento del euskara que le garanticen un lugar social al menos igual que el de otros idiomas que se hablan en Euskal Herria; políticas de integración y desarrollo que tiendan al buen vivir y no a la mera acumulación; un tejido económico que se base en algo más que en la prostitución culinaria de lujo; una política medioambiental que supere el modelo de una «euskal hiria» con parques naturales y temáticos para el ocio periurbano… En fin, una democracia que confíe en la infinita capacidad de autogestión de este pueblo y supere los estrechos límites de la representación partidista. Obviamente, no es la Revolución. Y, posiblemente, para llevar a cabo eficazmente todas esas políticas será necesario contar con un Estado propio. Pero ya con la actual capacidad de gestión se puede empezar el camino, un camino en el que, junto con el amplio abanico que se reivindica del soberanismo de izquierdas, pueden confluir algunas posiciones hoy emboscadas en el PNV, incluso en el PSE y el PSN.

Visto el páramo político en el que se ha convertido Occidente, no será necesario hacer gran cosa para que como vaticinó Shakespeare, más pronto que tarde, el mundo se maraville con Navarra. A pesar del enésimo contubernio españolista. Y es que nadie puede parar la historia: Jano siempre aseguraba buenos finales.

Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20110624/274488/es/Jano

* Mario Zubiaga es profesor de la UPV-EHU

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.