Lo confieso. Yo nunca he sido muy de viajar, por lo tanto nunca, que yo me acuerde, me he montado en un cohete (y si me he montado estaba borracho y me dormí). Así que la sensación de cruzar la estratosfera, ponerme en órbita y surcar el espacio exterior nada más que la he sentido […]
Lo confieso. Yo nunca he sido muy de viajar, por lo tanto nunca, que yo me acuerde, me he montado en un cohete (y si me he montado estaba borracho y me dormí). Así que la sensación de cruzar la estratosfera, ponerme en órbita y surcar el espacio exterior nada más que la he sentido en las películas de los americanos (esas que acaban bien hasta cuando acaban mal). Por eso pensé que no estaría mal tener una segunda opinión, quizá la visión contraria, la de los que perdieron la carrera, el espacio y su tiempo. Yo, que nací perdedor, siento simpatía por los sueños que no se terminan por el despertador y de los perros que se recogen en la calle para ponerlos en las estrellas. Así que me llamaba la atención que en este caso fuera un soviético el que me contara la verdadera historia de lo que acontece (lo que aconteció, lo que nos acontecerá) cuado despegamos los pies del suelo para poder verlo todo en perspectiva. Para poder verlo todo mejor o al memos por encima de muestras posibilidades diarias. Por encima de nuestras propias narices. Por encima de los cielos de los otros.
Surcar el espacio solo tiene otro rollo. Por eso mola hacerlo acompañado por especialistas. Yuri Gagarín y David Franco Monthiel nos cogen de la mano para llevarnos a donde está la gravedad de las cosas. Nos atan con una cuerda de esas que no te ahorcan ni te limitan, sino que se va transformando en una especie de cordón umbilical por donde la sabiduría nos alimenta con sus píldoras de adobo y de otros manjares de la tierra de los gaditanos soviéticos. O al revés, donde Yuri tras comprarse media limeta de vodka se pone a cantar por la chirigota del Petra o por la comparsa de Juan Carlos.
Y es que para mí Yuri Gagarin que está en los cielos es lo más parecido a un libreto brillante, festivo y audaz de cuentos pequeños y afilados como cuplets y de relatos un poquito más largos pero tan profundos y vivos como el mejor de los pasodobles (con su trío, con sus subidas, con sus pianitos), van haciendo un repaso de lo que nos sucede en el día de hoy, de lo que pasó durante la historia y de la lírica de lo que nos está esperando a la vuelta de cada página. Porque David no deja un resquicio al desaliento ni una esquina a los advenedizos. Como en una coreografía mortal (de necesidad y de compromiso) derriba los lugares comunes con la convicción del que vino sabiendo lo que vino a hacer. Un Actimel (y perdón por la marca) para la conciencia y la literatura, unas bacterias que no creen en Hobbes ni en Stringer Bell si no en contagiar, en la magia y la verdad de las palabras bien puestas, de la prosa nacida sin forceps ni cesáreas oportunistas o inoportunas.
Hay está Los motores que mueven las hélices para demostrar que la literatura de anticipación es solo una muestra de la clarividencia de quien la escribe y quien la publica. Hay queda La distinción en ochenta volúmenes para comprobar que el monje se baña sin hábito y que la mayoría (lo numérico no es calidad en cantidad) no se entera ni de qué va la película ni el cine. Ahí se erige Los retos del naufragio como una palmera solitaria que te da sombra aunque tú intentes construir la lógica en base de la lógica del adversario. Ahí te espera Estado del bienestar para demostrar que siempre estamos en territorio enemigo cuando nos empeñamos en hipotecar nuestras armas de lucha al diablo de la contención. Ahí florece Tramoya que si se lee con detenimiento y cariño suena como un poema que es un himno de los que debemos recordar cuando olvidemos que somos nuestra propia patria. Y así hasta un millón de relatos más, porque en cada estancia de Yuri Gagarin que estás en los cielos se cruzan, se besan y se lamen mil relatos más por cada letra que va en su sitio.
David Franco Monthiel se trastorna y se empecina (para bien, claro) en su papel de cicerone de las estrellas que brillan en nuestras conciencias. Se reivindica y se formula para sorprendernos como un excelente narrador que sabe que sin lírica no hay lógica ni ideología (y al revés). Ni paraísos artificiales, ni infiernos cotidianos. Solo la luz que guía el corazón de los hombres buenos y de los escritores que no se conforman puede devolvernos a la Tierra. Pero no solo allí sino a ella, con mayúsculas y con el fin de hacer de la vida un lugar más justo y la literatura un sitio más habitable. David escribe como si fuera un soviético de la literatura, intenta compartir con todos para que los demás tenga más y el solo lo que necesita: apenas media página para decirnos porque las cosas no funcionan y preguntarnos dónde estábamos el día del crimen.
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