Confieso que me cuesta contemporizar con quienes, varados en las apariencias, sostienen con certeza de «iluminados» el supuesto axioma de la victoria del capitalismo, expandido por el orbe con más ínfulas que las huestes de Gengis Khan. Eso sí: reconozcamos ante ellos que la práctica y la estrepitosa caída del rival -etiquetado como «campo socialista- […]
Confieso que me cuesta contemporizar con quienes, varados en las apariencias, sostienen con certeza de «iluminados» el supuesto axioma de la victoria del capitalismo, expandido por el orbe con más ínfulas que las huestes de Gengis Khan.
Eso sí: reconozcamos ante ellos que la práctica y la estrepitosa caída del rival -etiquetado como «campo socialista- allá por tierras de ventiscas, y aguardiente de maíz o trigo como antídoto del frío, han contribuido con vigor a minar el ideal de futuro bienhechor, aunque representantes del pensamiento crítico, entre ellos el hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez, aseveren incluso que el «socialismo real» no era realmente socialismo, sino una formación peculiar, con las siguientes características: 1) Propiedad sobre los medios de producción directa y casi exclusivamente estatal; 2) posesión, control y dirección de los medios de producción por la burocracia; 3) el Estado no pertenece ni representa a los trabajadores, sino a la burocracia; 4) precisamente los miembros de ella ocupan los puestos clave en la economía, el Estado y el Partido; 5) los trabajadores no participan ni en las empresas ni a nivel estatal en la toma y control de las decisiones; y 6) el Estado, con su creciente reforzamiento, congela la creación de condiciones para la transformación de su administración en autogestión social.
Lo que falló, entonces, fue más bien una fantasmagoría de socialismo, temida por Marx, quien advirtió acerca de la sustitución de la «superación positiva» de la propiedad privada por un «comunismo tosco», o de naturaleza despótica. Algo que se podría evitar honrando normas tales como: a) La propiedad común, social, sobre los medios de producción; b) la remuneración de los productores conforme al trabajo aportado a la sociedad; c) la supervivencia del Estado a la vez que se inicia, desde el Estado mismo, el proceso de su propia destrucción; d) la apertura de un espacio cada vez más amplio a la democracia, al transformar radicalmente el principio de la representatividad; y e) la autogestión social, al devolver a la sociedad las funciones que usurpaba el Estado.
A la luz de los conocimientos actuales, es sumamente válida la sugerencia de analistas como Atilio Borón, concordante con los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido (Comunista) y la Revolución (Cubana): «Un socialismo que promueva diversas formas de propiedad social, desde empresas cooperativas hasta empresas estatales y asociaciones de estas con capitales privados, pasando por una amplia gama de formas intermedias en las que los trabajadores, consumidores y técnicos estatales se combinen […] para engendrar nuevas relaciones de producción sujetas al control popular».
Concepción contra la que arremete no solo la más rancia derecha, sino una ultraizquierda que no justiprecia el hecho de que, merced a la globalización, los factores «externos» con respecto a una nación pesan tanto como los «internos», o quizás más, como apunta Immanuel Wallerstein en su teoría del sistema-mundo. De manera que habremos de desplegar una táctica flexible, adaptada a las circunstancias, a lo posible. Dialéctica.
Ahora, deviene harto difícil pedir a los desavisados la comprensión de que el socialismo podría triunfar, más bien de que debe triunfar a escala planetaria, so riesgo de Apocalipsis. Ardua tarea la de convencer, sí, porque, además del descrédito que supuso el derrumbe del paradigma alternativo, el capitalismo peca de «opaco». Su explotadora y predatoria esencia no resulta evidente para la conciencia prefilosófica, el sentido común, en el autorizado criterio de Marx.
Pero ¿quién, si justo, pasaría por alto el rimero de ejemplos entresacados de las estadísticas de organismos internacionales. A saber: de una población mundial de seis mil 800 millones, mil veinte millones son desnutridos crónicos; dos mil millones no tienen acceso a medicamentos; 884 millones no disponen de agua potable; 924 millones no cuentan con techo, o habitan viviendas precarias; mil 600 millones no disfrutan electricidad; 774 millones de adultos son analfabetos; se reportan 18 millones de muertos por año debido a la pobreza, la mayoría de ellos niños. Entre 1988 y 2000, el 25 por ciento menos favorecido vio reducirse su participación en el ingreso universal desde el 1,6 al 0,92 por ciento, mientras que el 10 por ciento más próspero acrecentó sus fortunas, pasando a detentar del 64,7 al 71,1 por ciento de la riqueza…
Y me detengo aquí, pues no quiero caer en el exabrupto público, por culpa de quienes se empecinan en ponderar al capitalismo no obstante la crisis económica general, y los ubicuos levantamientos populares, y la arremetida imperial contra Libia, y el probable default (cesación de pago) de la hiperconsumista USA… ¿Lo digo? Allá ellos con su estulticia. Con su (in)humana estupidez.
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