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Sobre la muerte del actor Jordi Dauder

Víctor, o sea Jordi Dauder, o sea mi hermano

Fuentes: Sin Permiso

Jordi Dauder, que acaba de morir, se llamaba entonces Víctor. Nos conocimos en París en la primavera de 1972. Trotskistas, claro, o marxistas revolucionarios, si se quiere decir más refinado y menos áspero. Él venía de vidas clandestinas bajo el franquismo, de acciones solidarias con los argelinos y de otras historias que sería largo de […]

Jordi Dauder, que acaba de morir, se llamaba entonces Víctor. Nos conocimos en París en la primavera de 1972. Trotskistas, claro, o marxistas revolucionarios, si se quiere decir más refinado y menos áspero. Él venía de vidas clandestinas bajo el franquismo, de acciones solidarias con los argelinos y de otras historias que sería largo de contar y fácil de no saber. Llegaba yo deportado, apenas salido de seis años de cárcel en México, de mis compañeros asesinados en Guatemala y también de historias largas de contar y difíciles de olvidar. Por esos mismos azares, exilados entonces en París y en Roma, «comptant les sous», compartimos otras historias más, donde la lealtad, la inteligencia y los afectos sin los cuales no existe revolución, se rozaban con la mezquindad, las ambiciones y la vana soberbia vestida de humildad de aquellos destinados por si mismos a ser jefes o jefecitos.

Víctor era audaz, alegre, enamorado y amoroso, te daba lo que tenía y lo que no tenía. Una tarde me vio con una chamarra vieja, entró a un «grand magasin», salió con una nueva puesta y me la dio. «¿Y cómo hiciste?» «Nada, que me la puse, una empleada me vio, yo le hice una sonrisa, ella me devolvió otra, me salí del negocio y aquí está tu chamarra». Años después, allá por la mitad de los noventa, volvimos a encontrarnos en Barcelona. Él era ya un actor famoso, la gente por la calle lo saludaba o al pasar le sonreía (como aquella empleada de París). Vimos juntos «Tierra y libertad», de Ken Loach, donde Jordi aparecía como el organizador que saca adelante las resoluciones de reparto de tierras en una asamblea campesina. «Ay, Jordi», le dije, «esa escena la tienes bien ensayada. Hace años te vi hacer lo mismo para seducir y convencer a otras reuniones, nada más que aquéllas no eran teatro». Y otras historias no estoy yo para contarlas ni ustedes para saberlas.

Aquí le dejo pues a Jordi-Víctor, si ustedes lo permiten, esta poesía que el peruano César Vallejo escribió en París el 9 de octubre de 1937.

 

Alfonso: estás mirándome, lo veo,

desde el plano implacable donde moran

lineales los siempres, lineales los jamases.

(Esa noche, dormiste, entre tu sueño

y mi sueño, en la rue de Ribouté).

Palpablemente,

tu inolvidable cholo te oye andar

en París, te siente en el teléfono callar

y toca en el alambre a tu último acto

tomar peso, brindar

por la profundidad, por mí, por ti.

 

Yo todavía

compro «du vin, du lait, comptant les sous»

bajo mi abrigo, para que no me vea mi alma,

bajo mi abrigo aquel, querido Alfonso,

y bajo el rayo simple de la sien compuesta;

yo todavía sufro, y tú, ya no, jamás, hermano!

(Me ha dicho que en tus siglos de dolor,

amado sér,

amado estar,

hacías ceros de madera. ¿Es cierto?)

 

En la «boîte de nuit», donde tocabas tangos,

tocando tu indignada criatura su corazón,

escoltado de ti mismo, llorando

por ti mismo y por tu enorme parecido con tu sombra,

monsieur Fourgat, el patrón, ha envejecido.

¿Decírselo? ¿Contárselo? No más,

Alfonso; eso, ya nó!

 

El hôtel des Ecoles funciona siempre

y todavía compran mandarinas;

pero yo sufro, como te digo,

dulcemente, recordando

lo que hubimos sufrido ambos, a la muerte de ambos,

en la apertura de la doble tumba,

de esa otra tumba con tu sér,

y de ésta de caoba con tu estar;

sufro, bebiendo un vaso de ti, Silva,

un vaso para ponerse bien, como decíamos,

y después, ya veremos lo que pasa…

 

Es éste el otro brindis, entre tres,

taciturno, diverso

en vino, en mundo, en vidrio, al que brindábamos

más de una vez al cuerpo

y, menos de una vez, al pensamiento.

Hoy es más diferente todavía:

hoy sufro dulce, amargamente,

bebo tu sangre en cuanto a Cristo el duro,

como tu hueso en cuanto a Cristo el suave,

porque te quiero, dos a dos, Alfonso,

y casi lo podría decir, eternamente.

 

(9 octubre 1937)

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4431