«Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro. (…) Solo cuando una cultura de los derechos humanos (…) se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serena confianza el futuro«. Juan Pablo II No […]
«Cuando se acepta sin reaccionar la violación de uno cualquiera de los derechos humanos fundamentales, todos los demás están en peligro. (…) Solo cuando una cultura de los derechos humanos (…) se convierte en parte integrante del patrimonio moral de la humanidad, se puede mirar con serena confianza el futuro«.
Juan Pablo II
No cabe ninguna duda que la muerte violenta de cualquier persona, en cualquier parte del mundo y por las razones que sea, es siempre deplorable. La violencia misma, aunque sea «la partera de la historia» (¿será ese nuestro destino inexorable?), es deplorable.
Sin entrar en la discusión -por otro lado, sumamente compleja, eterna- acerca de la violencia y sus causas, y mucho menos sin pretender en modo alguno su justificación, lo menos que puede decirse es que la misma hace parte constitutiva del fenómeno humano. Por qué y qué puesto tendrá en un futuro, escapa a las intenciones del presente escrito. Lo cierto es que -sin querer en absoluto con esto buscar su entronización- la violencia está entre nosotros, y define en buena medida lo que hoy podemos entender por humano. Digámoslo con una imagen elocuente: cuando el primer ser humano bípedo bajó de los árboles y fabricó el primer producto «civilizado», no natural, lo primero que lo empezó a alejar del animal fue, nada más y nada menos que una piedra afilada, ¡un arma! Más allá de las continuas declaraciones por la paz, la guerra y la violencia están entre nosotros como algo ¿normal? Al menos, hay que aceptarlo, acompañan nuestra vida.
Desde hace ya unas décadas, hacia fines del siglo XX, va estableciéndose como una táctica militar un tipo amplio y difuso de acciones al que se le ha ido dando el impreciso nombre de «terrorismo». Quienes otorgan ese nombre tienen una idea determinada de lo que entienden por él; en ese sentido pueden acusar a alguien de «terrorista», por supuesto con un carácter despectivo, criminalizante. Quienes reciben el epíteto -que no es nada liviano, por cierto- jamás se autodefinen como «terroristas», y por otro lado lejos están de poder compartir con orgullo el concepto con el que son mentados.
Ahora bien: siendo estrictos, no hay una definición unívoca del término. En todo caso, puede advertirse desde el inicio que su nombre mismo ya presenta una carga negativa: evoca el terror. Un acto terrorista, por tanto, más que significado político -según la lógica con que usualmente se usa en Occidente- es sinónimo de salvajismo. Carga que no tiene, por ejemplo, la llamada guerra convencional. En ese sentido, habría violencia «buena» y «mala». La cuestión es: ¿quién lo decide?
¿Son prácticas «terroristas» las guerras de guerrillas, las guerras de liberación nacional, las luchas anticolonialistas? ¿Cuándo empiezan a ser «terroristas» las acciones militares? Por cierto que el campo conceptual es amplio, difuso, cargado ideológicamente. Si lo que busca el «terrorismo» es crear conmoción y pavor -según una sesgada visión-, eso fue lo que logró, por ejemplo, la invasión angloestadounidense en Irak en el 2003, a punto que así se designó oficialmente la operación; y no se la llamó «invasión terrorista». El millón y medio de iraquíes muertos no son condenables entonces, porque lo que la coalición invasora hacía no era terrorismo. Era guerra, «guerra preventiva» incluso, y en guerra todo se vale; en todo caso, la muerte de civiles entra en la categoría de «daños colaterales». Pero terrorismo: no.
Todo esto abre una pregunta de difícil respuesta: ya que es tan difícil dejar claro en términos conceptuales cuándo algo no es terrorista y cuándo comienza a serlo, entonces ¿quiénes son más «terroristas»: las guerrillas antiimperialistas latinoamericanas o los grupos musulmanes antisionistas?, ¿el ejército israelí o la ETA vasca?, ¿las tropas rusas en Chechenia o los comandos chechenios en Rusia?, ¿las bombas inteligentes lanzadas por Estados Unidos o los zapatistas de Chiapas? Porque si de crear conmoción y pavor se trata, de aterrorizar a la población, ¿asusta más un encapuchado armado que un bombardero estratégico subsónico de largo alcance Boeing B-52 Stratofortress con capacidad para transportar 32 toneladas de armamentos, incluidas armas nucleares? ¿Qué aterroriza más: una granada detonada en el interior de un transporte público de pasajeros por un comando suicida o los 6.000 misiles con cabeza atómica que tiene emplazados el gobierno de Estados Unidos cubriendo todo el planeta?
Como vemos, las posibilidades que pueden caer bajo el arco de «terrorismo» son por demás de amplias: una bomba en un restaurante, una emboscada a una unidad de un ejército regular, un ataque aéreo de un país contra otro, son todas acciones igualmente violentas, con resultados similares: muerte, destrucción, terror en los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es más «terrorista»? ¿Y dónde dejamos la tortura? ¿No es aterrorizante ella? Lo cierto es que muchos gobiernos, si no casi todos, pese a estar prohibida por diversos instrumentos de legislación internacional, la utilizan, pudiendo llegar a justificarla. ¿No constituye ello un acto de terrorismo?
En lo que para los ideólogos de la Guerra Fría, considerada desde lado occidental, pasó a ser una situación de emergencia, tal como fue el enfrentamiento total contra el «comunismo internacional», según el ideólogo francés Roger Trinquier (padre de las guerras sucias surgidas en la segunda mitad del siglo pasado), los límites legales pueden pasar a ser una barrera para la acción contrainsurgente; de ese modo, según esta visión, las leyes (y ahí puede considerarse también a los derechos humanos) son una ayuda para los movimientos insurgentes, o si se prefiere, los movimientos populares en su conjunto. La ley es un obstáculo para la guerra total; por ello una salida, siempre según esta visión contrainsurgente, pasa por apartar al enemigo subversivo del marco legal que podría protegerlo. En ese marco, entonces, las tareas de inteligencia y los servicios de información adquieren preeminencia. Y a nadie, desde el discurso dominante, se le ocurriría llamar «terroristas» a esas estrategias. ¿Pero qué otra cosa son si no eso?
Es obvio que el término «terrorista» no es nada inocente; su utilización arrastra una tácita condena: habría una violencia legítima -la que puede ejercer un Estado contra otro, incluso con poder nuclear o con armas de destrucción masiva, como las químicas o bacteriológicas, o la que ejerce contra insurrectos que se alzan contra el orden constituido-, y una violencia no legítima a la que le cabe el mote -casi despectivo- de «terrorismo». La diferencia estriba no precisamente en una consideración ética (la violencia es siempre violencia, y ninguna es más «buena» que otra) sino en un ordenamiento jurídico que se desprende, en definitiva, de relaciones de poder.
El atentado contra las torres del Centro Mundial de Comercio de New York es un acto terrorista, pero no lo es -al menos así lo presenta la prensa oficial que moldea la opinión pública mundial- un manual militar que enseña a torturar o a desarrollar guerra psicológica contra población civil. ¿Cuál de las dos lógicas en juego es más «terrorista»?
Si lo distintivo de un acto «terrorista» es la búsqueda de población civil no combatiente como objetivo, el 80 % de los muertos en las guerras habidas desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 a la fecha se encuadra en este concepto; actos, sin duda, por los que ningún militar ni político ha sido juzgado en calidad de «terrorista». Lo cual se refuerza con algunos hechos dignos de ser mencionados por lo sintomático, o por lo absurdo: si los jerarcas nazis del Tercer Reich o el serbio Slobodan Milošević fueron condenados como criminales de guerras -que, por cierto, lo fueron-, no sucedió lo mismo con, por ejemplo, el dictador nicaragüense Anastasio Somoza (un «hijo de puta» pero, «su» hijo de puta, según el presidente estadounidense Roosevelt), o el propio presidente estadounidense Harry Truman, que sin necesidad militar real de hacerlo ordenó dejar caer las dos bombas atómicas sobre el ya derrotado Japón en 1945. ¿Por qué unos son los «malos», los «terroristas» funestos, y otros son los «buenos», los «defensores de la paz y la libertad»? ¿Por qué torturar en Guantánamo o en Abu Ghraib no sería terrorismo, y sí lo es hacer una emboscada al ejército colombiano en las selvas del Putumayo?
Hoy por hoy, en un mundo absolutamente dominado por los montajes mediáticos, en forma insistente se ha ido metiendo la idea del «terrorismo» como uno de los peores flagelos de la humanidad. De manera casi refleja suele asociárselo con maldad, crueldad, barbarie; y por cierto, en esa visión parcial e interesada, aleja de la civilización llamada democrática, presunto punto de llegada de la evolución cultural. Dentro de esa lógica hemos terminado por no poder distanciarnos de la falacia -llevada a grados patéticos por los actuales poderes fácticos que manejan las administraciones de Washington, independientemente que sean demócratas o republicanas- de «terrorismo = malo, estamos contra él o somos un terrorista más». Merced al impresionante juego manipulatorio de los medios masivos de comunicación suele ligárselo a cualquier forma de protesta, en general conectada con los países más pobres y postergados. Es intrínsecamente perverso, traicionero, sádico, propio de fanáticos fundamentalistas sedientos de sangre. Un «terrorista» -según ese orden discursivo- es un delincuente subversivo, un apátrida, un descorazonado asesino sin valores morales; en definitiva: un monstruo inhumano. Y una vez más: torturar a un «terrorista» puede llegar a ser noble, en función de una guerra con intereses superiores. ¿No es eso un atentado elemental a la inteligencia y a la dignidad de quienes debemos escuchar tamaña estupidez?
¿Quién en su sano juicio podría alegrarse y festejar por la muerte violenta de unos niños, de una señora que estaba haciendo sus compras en el mercado, de un ocasional transeúnte alcanzado por una explosión? Pero ahí está la falacia, lo perverso del mensaje sesgado con que el poder se defiende: se presenta la parte por el todo, mostrando sólo un aspecto -con ribetes sentimentales- de un conjunto mucho más complejo. ¿Alguna vez los medios muestran las escenas dantescas que sobrevienen a los bombardeos «legales» de una potencia militar? ¿Alguna vez se habla de las monstruosidades propiciadas por la pedagogía del terror de los manuales de operación como los que sigue impartiendo la Escuela de las Américas preparando militares listos siempre para la represión? ¿Es más legítimo un misil «libre y democrático» de Estados Unidos que uno que puede disparar, por ejemplo, Hamas en el Medio Oriente? ¿Sufre más una víctima que la otra? ¿Es más «buena» y «respetable» una violencia que otra?
Está claro que la dimensión del fenómeno es infinitamente más compleja que la malintencionada simplificación con que, en general, se nos presenta el problema. El maniqueísmo, en definitiva, ahoga las posibilidades de soluciones reales. Son tan víctimas los civiles que mueren en un atentado dinamitero hecho por un grupo irregular como los que caen bajo el fuego de un ejército regular. ¿Por qué los regulares serían menos asesinos que los irregulares? En un sentido, lo son más, puesto que los movimientos insurgentes tienen siempre motivaciones libertarias: los invasores no.
El mundo sigue siendo injusto, terriblemente injusto; la distribución de la riqueza que nuestra especie crea es de una inequidad espantosa. El hambre sigue siendo una de las principales causas de muerte de la población mundial, hambre evitable, hambre que debería desaparecer si se repartiera algo más equitativamente el producto social que creamos los humanos. Esa injusticia estructural en las relaciones interhumanas es el principal exterminio que enfrentamos a diario; pero eso no es la gran noticia, de eso no se habla mucho. Hoy el «terrorismo internacional» se presenta como el peor de los apocalipsis concebibles, aunque debemos ser cautos en su apreciación.
Es por eso que sigue teniendo vigencia lo que, en 1981, firmaban numerosos Premios Nobel como «Manifiesto contra el Hambre», y que debemos seguir levantando como principal estandarte por un mundo mejor: «Cientos de millones de personas agonizan a causa del hambre y del subdesarrollo, víctimas del desorden político y económico internacional que reina en la actualidad. Está teniendo lugar un holocausto sin precedentes, cuyo horror abarca en un sólo año el espanto de las masacres que nuestras generaciones conocieron en la primera mitad de este siglo y que desborda por momentos el perímetro de la barbarie y de la muerte, no solamente en el mundo, sino también en nuestras conciencias.» (…) «El motivo principal de esta tragedia es de carácter político.»
Por tanto el enemigo y principal amenaza para la humanidad no es el impreciso y siempre mal definido «terrorismo»; sigue siendo la injusticia, aunque hoy esté un tanto pasado de moda hablar de ella.
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