Ao Yong conducía por la localidad china de Luzhou cuando notó como su camión impactaba contra algo. Tras pasar por encima del pequeño bulto derribado, este camionero de 35 años introdujo la marcha atrás y volvió a estrujar con las pesadas ruedas del camión el modesto volumen que había quedado inerte bajo el vehículo. Luego […]
Ao Yong conducía por la localidad china de Luzhou cuando notó como su camión impactaba contra algo. Tras pasar por encima del pequeño bulto derribado, este camionero de 35 años introdujo la marcha atrás y volvió a estrujar con las pesadas ruedas del camión el modesto volumen que había quedado inerte bajo el vehículo. Luego bajó de la cabina y preguntó al gentío que comenzaba a congregarse alrededor del camión: «¿Cuánto tengo que pagar?». El diminuto cuerpo aprisionado por el caucho del neumático era Xiong Maoke, un niño de 5 años, que se encontró con la muerte aquella mañana. Durante las siete horas siguientes hasta la detención del camionero, la madre del pequeño, sentada junto al camión, estuvo contemplando el amasijo de carne, asfalto y goma que hasta unas horas antes había sido su hijo.
El dantesco drama aparecía esta pasada semana en las páginas del Daily Mail. Y según el diario británico el suceso no se trataba de un caso aislado en aquel país que, cada vez más lejos de los anhelos de Mao, ha terminado por convertirse en la gran esperanza del capitalismo mundial. Así, dos semanas atrás, en la localidad de Foshan, a treinta kilómetros de Cantón, Yue Yue, de dos años de edad, fue atropellada por dos vehículos consecutivos ante la mirada impasible de decenas de testigos que dejaron a la niña agonizando sin prestarle el mínimo auxilio. Tras diez minutos de moribunda soledad, fue atendida por una recogedora de cartón. Unos días más tarde, moría en el hospital.
Ambas tragedias parecen mostrar cómo la ética protestante, que sirvió para dar el aliento originario al capitalismo, se encarnan hoy bajo la paradójica conjunción del espíritu confunciano y el manto desteñido de la hoz y el martillo. Detrás de ellas está la inmisericordia. Pero, sobre todo, el pragmatismo. Porque Ao Yong no se dejó llevar por su innata maldad cuando aplastó por segunda vez a Xiong. Prefirió rematar a su pequeña víctima accidental, porque eso resultaba más barato que asumir los gastos hospitalarios de su recuperación. Una motivación que también se escondía sobre la aparente insensibilidad de los viandantes ante los estertores de You You en la vía pública.
Con todo, no faltarán quienes prefieran ver la genética indiferencia y maldad de la raza asiática. O la esencia deshumanizada del comunismo chino, un materialismo alejado de la utopía desbordada de la Revolución Cultural que hoy muestra su rostro más esplendoroso en la boyante bolsa de Shangai. Serán los mismos que mientras se indignan con tan bárbaro comportamiento, alabarán como la más sensata la decisión de los conductores de la economía de rematar con constantes ajustes al agonizante estado del bienestar. Paseantes complacientes de este Foshan global en que habitamos, que miran hacia otro lado ante la agónica cotidianidad de los millones de desempleados, los miles de desahuciados sin casa, los hambrientos de tierras desconocidas. Es la hora del pragmatismo, nos dirán. Y recordarán la sentencia más extendida en todas las lenguas: el tiempo es oro, times is money. Una realidad demasiado seria como para perder un segundo en preocuparse por algo tan pequeño e insignificante como una simple vida humana.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.