Según Pep Guardiola, el director técnico del Barcelona, sus jugadores entrenan mucho con la pelota porque es como el hueso para el perro: «Es su placer y su gusto». Sin la pelota no hay fútbol. Hay quienes prefieren dar clases en la pizarra. Igual pasa en la economía: están los técnicos que privilegian el empleo […]
Según Pep Guardiola, el director técnico del Barcelona, sus jugadores entrenan mucho con la pelota porque es como el hueso para el perro: «Es su placer y su gusto». Sin la pelota no hay fútbol. Hay quienes prefieren dar clases en la pizarra. Igual pasa en la economía: están los técnicos que privilegian el empleo y el consumo, y quienes los convierten en abstracción por la teoría del ajuste.
En todo el mundo ya se saben o se intuyen cuáles son las consecuencias sociales de las clásicas recetas financieras de adelgazamiento y anorexia. Los griegos -quienes no son dueños de bancos o financieras- están siendo los nuevos escogidos involuntaria e indignadamente para volver a ser parte de un experimento ya antiguo en el que el conejillo sucumbe en aras de hipotéticos y futuros conejillos. A largo plazo somos todos homeless. Lo que antes se llamaba un presente griego por aquel caballo de Troya, hoy es un presente que el poder financiero les hace a los griegos.
En uno de los pasajes del debate en España entre Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy, el candidato del PP, con malicia, lo llama «Rodríguez» Rubalcaba en lugar de Pérez. Asociarlo con Zapatero era una forma de responsabilizarlo del colapso. Rubalcaba hizo un esquive de distracción y pasó por alto la malicia. Sabía que su antecesor podía serle una carga pesada en el debate. En la réplica se cuidó de no nombrar a su jefe y compañero, y por estrategia hizo suyo el mandamiento de «no pronunciar su nombre en vano», especulando -con pena pero astuto- que Zapatero es hoy «pianta votos». Lástima, en sus comienzos promisorios nos admiraba que citara familiarmente a Borges y a Cortázar.
Por lo demás, no hubo nada en el debate que no fuera previsible. Y sí hubo un perdedor entre los dos, fue la esperanza. Al menos por un tiempo, el suficiente como para que los viejos pensionados de la España de hoy dejen de ser pensionados y también seres vivos. Ellos no van a poder ser testigos de ninguna esperanza. Para no ser tan pesimistas, a lo mejor ésta llega cuando los indignados ya estén en edad de ser pensionados.
En tanto, ambos candidatos parecían debatir alrededor de una noria acerca de a qué tipo de fatalismo financiero finalmente someterse: si a uno rápido o a uno lento. Igualmente fatales. Sobre ese reactualizado tema del «recorte» (que se realimenta del recorte hasta que ya no hay más que recortar) el escritor Alejandro Horowicz recordó hace unos días este viejo cuento judío: «En un pueblito muy pobre de Europa Oriental, en el siglo XIX, un paupérrimo habitante intenta reducir la ración de pienso de su burro. Está convencido de que el burro puede aprender a vivir sin comer y llega a darle finalmente un solo gramo. Por cierto el burro muere y nuestro pedagogo piensa: Qué mala suerte, justo cuando estaba por aprender se murió, un ratito más y terminaba sabiendo». Se entiende, ¿no? También se entiende, creo, esta respuesta política de la cocinera Maru Botana al diario La Nación: «Fue muy fuerte, dice. Cuando fue lo de Facundo (la muerte de su hijo de seis meses, el 21 de setiembre de 2008) me llamó Cristina Kirchner. Me dio el pésame. Me dijo que estaba superdolida por lo que me había pasado. Ella estaba por entrar en una reunión en Nueva York. Mirá que loco que la Presidenta me haya llamado para darme el pésame. Te vuelvo a decir: soy cero en política. Es más, cuando entré en el cuarto oscuro no sabía a quién votar…». Más grave -y sin atenuantes piadosos- es que haya gobernantes que no piensan antes de hablar. O peor aún, que piensan y hablan como si no pensaran. «Pienso, luego existo», inventó Descartes decretando la presunta racionalidad de Occidente. Y ahí está Mauricio Macri, una construcción política que da la permanente impresión de zozobra y derrumbe. Pero sin perder la compostura. O la impostura. No es que Mauricio Macri no piense ni exista. Solamente que parece obtener mejores resultados si disimula lo primero y banaliza lo segundo. Dijo acerca del derrumbe de un edificio en el centro: «Debemos estar contentos, hay un solo desaparecido». También podría haber dicho que había que estar contentos porque entre cientos de miles de edificios de la ciudad se desmoronó uno solo.
Yo sí estoy contento, pero en un rubro más intrascendente: el periodístico. Porque vaya donde vaya no me tiran piedras. Ni pedruscos. Ni guijarros. Ni trocitos de mampostería, o de «repostería» como dice Macri. Y ni siquiera me tiran una mísera cascarita de escombro. O una viruta de aserrín del parquet gastado. Y por más que como un pedigüeño clame y reclame «¡tírenme!», ni siquiera me tiran con papelitos. Porque para que a uno le tiren tiene que ser un periodista de pedigrí, no uno de morondanga. Palabra antigua, en desuso, «morondanga». Significa cosa insignificante, despreciable, sin entidad. Para un ciudadano próspero y cínico, que lo hay -de hecho munido de información de minorías pero dominante-, la Asignación Universal por Hijo es una limosna de morondanga. Para él, en la modesta suma que se otorga a los hijos de los pobres lo que cuenta más es que no alcance para pagar una comida en un restó gourmet a que haya logrado incorporar 120 mil chicos a la escuela. Hay muchas cosas de morondanga. También hay seres humanos de morondanga. Uno nunca se incluye. El diputado que contó once en lugar de quince en la comisión de dictamen sobre el aborto e hizo que abortara el dictamen aprobado, ¿es un mal alumno de matemáticas o es un insignificante significante?
Si Sarkozy, en una conversación con Obama que se filtró por el micrófono abierto, dijo que Netanyahu es un «mentiroso», ¿cuál de los dos -el israelí o el francés- es el de morondanga? A esta altura -y después de saber que Tabaré Vázquez le fue a pedir ayuda a Obama para una ficcional guerra entre Uruguay y la Argentina- habría que preguntarse cuántos morondangas con nombre y apellido amontona en su agenda el presidente norteamericano, receptor de tantas confesiones y súplicas de súbditos. Algunos con injustificados atuendos de jefes de Estado. «Éste viene al pie, me lame -debe decirse cuando trota en la cinta en la Casa Blanca-, o éste viene con la guardia levantada.» De éstos -claro- hay menos que de los otros. No hace falta ser experto en relaciones internacionales para saber que la guardia de la soberana presidenta argentina estaba en la cumbre en el lugar apropiado. Ni en el reverencial ni en el altivo. Ni en el zócalo ni en la luna. Tampoco en un punto anodino e híbrido. Repito: en el lugar apropiado. Es que igual que los cracks de Guardiola que para jugar con destreza se entrenan intensamente con la pelota como el perro con un hueso, ella cada día se entrena y practica con la realidad. Con la realidad poblada de argentinos reales. Y no de morondanga. Presumo ser uno de ellos. Pero si me tiran piedras que sean preciosas.
Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2011/11/11/4666.php