El tiempo nos ha ido enseñando que el apoyo o rechazo a un determinado proyecto político no debe otorgarse enjuiciando el mayor o menor radicalismo de su fraseología. Son mucho más significativos los posicionamientos concretos frente a determinadas coyunturas políticas de actualidad, en las cuales se clarifica quiénes deciden acomodarse como «ala izquierda» de un régimen […]
El tiempo nos ha ido enseñando que el apoyo o rechazo a un determinado proyecto político no debe otorgarse enjuiciando el mayor o menor radicalismo de su fraseología. Son mucho más significativos los posicionamientos concretos frente a determinadas coyunturas políticas de actualidad, en las cuales se clarifica quiénes deciden acomodarse como «ala izquierda» de un régimen político y quiénes, por el contrario, deciden romper con el mismo.
¿Qué pensaríamos si Chávez hubiera llamado a reformar el ALCA «en beneficio del pueblo», en lugar de abandonar dicho proyecto imperialista para constituir otro totalmente distinto, llamado ALBA? ¿Qué pensaríamos si Chávez hubiera llamado a emplear «en sentido progresista» la constitución de la IV República, en lugar de desencadenar un proceso constituyente para inaugurar un nuevo régimen: el de la V República? ¿Qué pensaríamos si Chávez hubiera optado por apoyar al «progresista» Acción Democrática para «ni por activa ni por pasiva» dejar gobernar al neoliberal COPEI, en lugar de ignorar esa trampa bipartidista y crear una tercera opción totalmente al margen de la falsa alternancia?
En efecto, en el Estado español estamos muy lejos de contar con un proyecto político ilusionante: un proyecto que se embarque en la generación de nuevas células de poder popular desde abajo, en lugar de seguir apostando por las viejas estructuras sindicales mafiosas y corruptas de nuestro régimen, de nuestra «IV República» particular: CC OO y UGT. o, ahondando en la alegoría, un proyecto que defienda el estatus de fuerza beligerante para aquellas fuerzas insurgentes como las FARC que, por no disfrutar de las garantías democráticas mínimas necesarias para el empleo de otros métodos de lucha, no tengan más remedio que echarse al monte (literal o metafórico).
No estoy diciendo que necesitemos una izquierda basada en discursos incendiarios ni en sobreactuaciones. Lo que necesitamos es una izquierda desacomplejada y que tenga meridianamente claras determinadas cuestiones. Pondremos el ejemplo más obvio, nuestro ALCA particular: la Unión Europea. Leo las siguientes palabras en la última entrevista al profesor Vicenç Navarro: «Los mercados financieros, o Bruselas, o Merkel-Sarkozy, o cualquier influencia externa a la cual puedan hacer referencia, insisten en que hay que reducir el déficit, pero no dicen cómo hay que reducirlo. Nadie le dijo a Zapatero que tenía que congelar las pensiones. Fue una decisión suya, a fin de ahorrar 1.500 millones de euros. Pero podría haber conseguido estos fondos, incluso mayores, revirtiendo la bajada del impuesto de sucesiones, consiguiendo 2.552 millones de euros o recuperando el impuesto del patrimonio, 2.100 millones, o eliminando la bajada de impuestos de las personas que ingresan más de 150.000 euros al año, 2.500 millones de euros».
Y, sin embargo, esto no es cierto. Tanto los mercados financieros, como el eje Merkel-Sarkozy, como el FMI, como las instituciones europeas, como la Estrategia de Lisboa, como las Directivas o Libros Blancos de la UE, por no hablar del propio Tratado de Maastrich o del Pacto del Euro, o de la amenaza de las agencias de calificación y sus descendentes ratings, así como de la coercitiva actitud de los bancos acreedores que dominan la Unión Europea: desde todas estas instancias se proscriben nítidamente todas aquellas orientaciones económicas diferentes a los recortes neoliberales «recomendados». De poco sirve hacerse el ingenuo con respecto a los mecanismos de imposición existentes o con respecto a las posibilidades de los gobiernos estatales, cuando sabemos que Zapatero sólo tenía dos opciones: o bien acatar los dictados europeos y -valga la redundancia- neoliberales, o bien romper con dicha lógica y soportar la fuga masiva de un capital que, a despecho del keynesianismo, es indomesticable.
No se cansa Vicenç Navarro de repetir que «hay alternativas» a los recortes; y es cierto. Pero, en mi opinión, se olvida de añadir que dichas alternativas pasan por la ruptura con el sistema capitalista y, por tanto, con la propiedad privada de la banca y los medios de producción. Y es que, como señalaba Miren Etxezarreta, la movilidad de un capital globalizado hace que la socialdemocracia, en su búsqueda de un «capitalismo de rostro humano», se vea completamente impotente, paralizada precisamente a causa de su negativa a romper con el capital. ¿Basta con incrementar los impuestos directos al capital? No. Si un gobierno incrementa los impuestos directos o decreta una reforma laboral beneficiosa para la clase trabajadora, las empresas automáticamente se deslocalizan en busca de otro escenario donde encuentren condiciones más ventajosas. Por tanto, el Estado deja de recaudar dichos impuestos, crece el desempleo y mengua la inversión. Con ello volvemos de nuevo a la situación inicial.
Si se opta por la ingenuidad, podría conservarse al menos la memoria histórica. No olvidemos que el propio Zapatero trató de implementar políticas socialdemócratas en un principio (véase por ejemplo el Plan E), hasta que sufrió la amenaza de los poderes fácticos y, de la noche a la mañana, pasó a ser el rey de las medidas neoliberales. ¿Y qué decir de la impotencia de gobiernos como el de François Miterrand en Francia? Analicemos, pues, los procesos históricos en su desarrollo real. Antaño la socialdemocracia fue posible a causa de la existencia de una correlación de fuerzas (y no a nivel nacional o estatal, sino internacional) que ya no existe, y volverá a serlo en la medida en que dicha correlación de fuerzas sea recuperada por la movilización y la autoorganización política de los explotados. Como expuso recientemente el historiador Josep Fontana, «las clases dominantes han vivido siempre con fantasmas: los jacobinos, los carbonarios, los masones, los anarquistas, los comunistas. Temían unas fuerzas oscuras que medraban para un día cambiar el mundo y quitarles todo. […]Con esos miedos los trabajadores obtenían de los gobiernos concesiones. […] Hay un momento en que la amenaza de una revolución subversiva del comunismo ya no existe y los poderosos entienden que ya no tienen amenazas». Justo entonces, explica Fontana, el poder entona el réquiem por la socialdemocracia.
Frente a quienes se empeñan en engañarse y engañarnos, debemos insistir: como dijo Carlos Taibo, la Unión Europea «no es lo que nos cuentan». La Unión Europea no es otra cosa que nuestro ALCA particular: un proyecto imperialista, un arma supraestatal para imponer recortes y retrocesos sociales a los pueblos trabajadores europeos, suprimiendo la capacidad de los gobiernos nacionales para ejecutar otras políticas que no sean las de flexibilidad, desregulación y precariedad laboral. Sin embargo, esta perogrullada parece devenir en acertijo indescifrable en los análisis buena parte de la izquierda (en concreto la institucional). Así, lejos de mandar -como Chávez- nuestro particular ALCA «al carajo», el Partido de la Izquierda Europea, en su última declaración, sigue empeñado en la idea de refundar la Unión Europea y el euro.
No obstante, y a pesar de todo, incluso dentro de la izquierda institucional surgen corrientes (desgraciadamente minoritarias) con posiciones mucho más interesantes que las de su actual cúpula. Hablamos, por ejemplo, de la Asociación Socialismo 21. Recientemente, tanto Julio Anguita como Pedro Montes han sostenido públicamente la necesidad de una izquierda que defienda el abandono de la Unión Europea y del euro (además del impago de la deuda), ya que, cuando desaparecieron las monedas nacionales, los Estados perdieron un resorte esencial para implementar cualquier política económica soberana. Salir del euro significaría, en cambio, recuperar los instrumentos robados, algo que permitiría implementar una política monetaria y financiera que impulsara la actividad económica con el fin de satisfacer las necesidades sociales.
Naturalmente, todos los capitales especulativos, ante el temor de una devaluación de la nueva peseta (medida que acarrearía para ellos cuantiosas pérdidas patrimoniales), huirían igualmente. Cierto. Pero por eso mismo es imposible aplicar hoy en día un proyecto socialdemócrata: es la realidad, y no la utopía, la que te obliga a ser revolucionario. De hecho, esa fuga de capitales –tan aterradora para el socialdemócrata– no sólo es positiva para nosotros, sino que incluso se nos antoja una condición sine qua non para desarrollar un proceso revolucionario en el Estado español, o en cualquier país del mundo. Si vives atemorizado ante una eventual huida del capital financiero, tendrás que plegarte a lo que dicho capital disponga y ordene. Y eso es justamente lo que le ocurre a la socialdemocracia: en tanto que su proyecto pasa por emplear para fines sociales los impuestos progresivos a los tramos más altos del IRPF, no puede hacer absolutamente nada si dichos tramos altos se deslocalizan y se marchan a África, Asia o Latinoamérica.
Como dice Vicenç Navarro, hay alternativas: sólo que estas pasan por romper radicalmente con los impotentes, anacrónicos y ajados esquemas socialdemócratas. Ya que si, por el contrario, recuperas la soberanía económica e implementas una política de desarrollo autocentrado (y, por supuesto, decrecimentista, pues ninguna planificación racional de la economía puede hacer abstracción de los límites ecológicos del planeta, salvo que pretenda hipotecar las posibilidades de la siguiente generación), entonces todo es posible: incluso el socialismo. Hay que comprender de una vez por todas que, si vivimos compitiendo contra el capital, jamás podremos vencer, ya que la lógica de la competencia capitalista a nivel internacional impone ritmos, tiempos de trabajo, productividades y tasas de ganancia que son incompatibles con el socialismo (e incluso con un eventual «Estado del bienestar» keynesiano).
No se trata, pues, de competir, sino de desarrollar una dinámica de producción dirigida desde y para el mercado interno; una política industrial y tecnológica potente que garantice la soberanía e incremente la riqueza real (y no la financiera); en suma, una economía planificada y destinada solventar las necesidades sociales reales. Ahora bien, esto implica no solamente el impago de la deuda, sino también y necesariamente el abandono de una competencia internacional o inter-empresarial totalmente absurda, ineficiente a la hora de saciar las necesidades de las poblaciones, carente de realismo con respecto a las posibilidades materiales del planeta a medio plazo y sólo posible a través del endeudamiento a la banca privada. Y abandonar esta lógica de la competitividad, a su vez, es naturalmente incompatible con la UE y con el euro.
Como bien declaraba en su última entrevista el economista griego Costas Lapavitsas: «La unión monetaria es un mecanismo destinado fundamentalmente a servir a los intereses de los grandes bancos y compañías europeas. Y este mecanismo se aplica de tal modo que sirve a los intereses de los países dominantes, como Alemania y Francia, en detrimento de los países de la periferia, como Grecia, Portugal y España.[…] Creo que la izquierda, en especial la izquierda radical, debería darse cuenta de que éste es el frente decisivo y posicionarse en consecuencia. No debería cooperar en el rescate del euro. La clase trabajadora europea no tiene ningún interés en salvar la unión monetaria».
Recientemente, en un debate de bar, un contertulio me preguntó, con los ojos desorbitados a causa de la sorpresa: «¿No me digas que eres un euroescéptico?». De manera casi automática, contesté: «No, yo más bien soy euroateo».
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