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Mi pobre América (y 2)

Fuentes: Der Spiegel

Traducido para Rebelión por Mikel Arizaleta

Uno de los fundadores del Tea Party de Tucson tiene tres hijos pequeños, las numerosas casas en ejecución forzosa en su vecindad, es decir el que se cumpla lo ordenado mediante la intervención del Estado, le da miedo. Dice que el gobierno debe ahorrar, reducir las prestaciones sociales y por lo demás no meterse en nada. A los demócratas los tiene por locos. Su rival demócrata hace responsable del atentado a los seguidores del Tea Party, para él ellos son fanáticos peligrosos de las armas, darwinistas sociales. Ambas partes son irreconciliables. Pero ambos temen el futuro.

Cuanto más tiempo estoy en los Estados Unidos tanto más fuerte es mi sensación de que aquí ya no existe una sociedad como la que conozco. La idea americana se basó siempre en la libertad del individuo, no en la igualdad ni en la solidaridad. Y esto funciona mientras le va bien al país. Pero si entra en crisis, como ahora, se pervierte este principio de libertad. La conciencia social se aparca, se deja en manos de instituciones privadas y de asociaciones de beneficencia.

Los Ángeles es una acumulación de individuos que viven unos junto a otros. El centro del narcisismo. La lucha por la deuda ha mostrado a dónde conduce la falta de solidaridad en una sociedad. Un par de radicales han tomado como rehén a todo un país. Ya no se apoya a veteranos o parados ni se atienden los parques nacionales y, por tanto, algunos pocos muy ricos no tienen por qué pagar impuestos más elevados.

La falta de ligazón llega hasta los asuntos privados. Una conocida me explica la cultura del contacto tan extendida entre ellos: Se puede vivir durante años con alguien teniendo sexo también con otros, hasta que surge la pregunta: «Are we exclusive?», como en un contrato. Luego se cierra el chringuito, con frecuencia se casan. Se invita a mi hija a cumpleaños, encuentro que se prolonga de 10 a 12, o de 2 a 4 de la tarde, la cena dura de 8 a diez, como si dos horas fuera la medida máxima soportable en un encuentro humano. No se estila ni funciona el estar más tiempo, el alternar tomando tragos, el seguir charlando. Todos tienen que ir con el coche a casa y a la mañana siguiente presentarse a un casting.

La imagen de Los Ángeles, que conocemos, es distinta. Se vende bien riqueza, glamour y fiestas prolongadas. A veces esta magia causa efecto también en mí. Esta luz especial que a uno le ilumina como un foco, como si moviera permanentemente en un escenario, provoca en uno la sensación de ser algo especial, le arrulla, le introduce en una especie de trance. Pierden importancia las horas, los días, los años. Reina siempre la misma estación, una perfecta primavera inacabable. Y a veces hace calor.

Orson Welles dijo una vez: «Lo terrible en Los Ángeles es que uno se instala con 25 años y cuando de nuevo quiere marchar tiene ya 62». Como si hubiera caído en un agujero. A nadie que conozco quiere envejecer aquí y, sin embargo, la mayoría termina envejeciendo aquí. No resulta fácil salir, escapar de la luz del foco.

La desligazón tiene también algo embriagador. Da igual que suceda o no. No se es responsable de nada, sólo de uno mismo. Es la sensación de la libertad total. Sólo que no parece que a los americanos les vaya especialmente bien en esto. Jamás he visto tantos anuncios de antidepresivos, parece como si toda una gran ciudad fuera víctima de la melancolía y el desconsuelo. Los sueños en Los Ángeles son intensos, pero si no se cumplen que nadie espera compasión.

Una amiga alemana, que hace 12 años se mudó a Los Ángeles, describe su hogar como una «estación de tren», gente que continuamente va y viene. Con el tiempo las amistades pierden su valor, no hay que preocuparse, ni simpatizar, ni tener en cuenta lo contado un buen día. El cumpleaños se celebra ahora con gente que poco antes se ha conocido en una fiesta. El próximo año se celebrará con otros. Se es muy libre y se está muy solo.

Y siempre de paso, preocupado por llegar de un sitio a otro. De ahí que se cuide al coche más y mejor que al piso. Tu coche es tu rostro, con él te presentas en la ciudad. «Los Ángeles no es nada si no tienes coche», escribe Cees Nooteboom. Las autopistas (freeways) son cosas dignas de verse: de seis carriles, repletas y mortales. Y llamativamente silenciosas, apenas suena una bocina. Tengo la impresión de que no es por disciplina sino por desconfianza. «¡Vete a saber quién se sienta en el coche de al lado!». Quizá se siente agredido y saca un arma. La situación de tráfico es determinante en compromiso y encuentros, rige el acontecer diario. Todos están continuamente en movimiento. Cualquiera puede abandonar la ciudad a cualquier hora del día o la noche y no pasa nada. Se pierde el rastro.

Por la mañana, cuando salgo de casa, en la puerta saludo a Toni de Puerto Rico y al atardecer, cuando regreso, a Toni de El Salvador. Nuestros porteros proceden de Latinoamérica, ganan poco y cuando menos tienen dos trabajos. Duermen exactamente seis horas para poder realizar así sus tareas. Sus días están planificados hasta el último minuto. Cuando voy por la calle a la lavandería encuentro allí a Elijah, un judío de Irán y cuando llevo a mi hija a la guardería nos reciben Li de China, Rumiko de Japón y Carmen de Méjico. Un sueño multicultural, tras el trabajo todos ellos regresan a sus barrios, a Chinatown, a Little Tokyo, a Boyle y a Lincoln Heights. La historia del crisol es un cuento. Nadie se mezcla. Cada nación permanece en su territorio.

En Los Ángeles juega un gran papel dónde se vive. El Este es pobre y negro, el Oeste rico y blanco. La residencia decide sobre el estatus social y los contactos. Downtown se considera freaky, como aún no establecido. Quien cree haberlo logrado vive en la parte oeste.

Cuanto más tiempo llevo viviendo aquí más a menudo me pregunto por qué se reproduce continuamente la imagen de bastión glamoroso. Bajo esta perspectiva todo parece bello y bonito. Es cierto que el sol se alumbra y calienta a menudo, pero apenas hay restaurantes o cafés donde uno pueda sentarse fuera. En la amplia y maravillosa playa de arena apenas hay heladerías o bares de playa. Los Ángeles es una ciudad de trabajo, es latente esa enemistad con el disfrute.

Amigos emigrados hace años de Alemania para trabajar aquí como actores nunca han tenido vacaciones desde su mudanza. Siempre que querían cogerlas sonaba un telefonazo prometiendo un papel. A Los Ángeles se va a luchar. Quien aquí se hace conocido lo es en el mundo entero. En un momento uno olvida por qué está aquí. Es como si una gran ciudad se sentara en la sala de espera. Y rodando por la cabeza una sola idea: YO.

Holywood, la meta deseada. La primera pregunta en muchas conversaciones es: «Are you in the industry?» (¿trabajas en la industria?). El cine es aquí una industria. Mi hija pinta sus cuadros en la guardería sobre los reversos de guiones de cine. Los padres son autores de guiones, figurines o actores y tienen poco trabajo. Hollywood está en crisis. Los anuncios de películas son inmensos pero los cines están vacíos. Los explotadores de cines y jefes de estudios han admitido en el L.A. Times que las películas de este año no han sido buenas hasta ahora: de animación, seriales, adaptaciones cómicas… Mucho en 3-D encierra más técnica que contenido.

Me pongo de camino hacia Hollywood en busca de glamour. El Hollywood Boulevard me recibe con cara grisácea, en el Walk of Fame se ofrece en baratillos Levi´s-Jeans, un par de personas dignas de compasión se han disfrazado de Batman y Mickey Mouse y los coches pasan por delante sin hacerles caso. El teatro Kodak, el palacio de los óscar, es en realidad un gran almacén en el que hay muchas tiendas vacías. Llega un momento en el que tengo la sensación de moverme en una falsificación extraordinaria, en un mundo fingido. Una gigantesca maquinaria de medios y anuncios comercializa algo que no es como lo pintan. Todos los estudios, menos uno, hace tiempo que ya no están en Hollywood. Los Ángeles vive de la imagen de esplendor de tiempos pasados y ha decidido no mirarse en el espejo.

Al igual que muchos de sus habitantes: como Bernhard de Austria, que vive en un pequeño cuarto de una vivienda comunitaria y trabaja como petimetre de estrellas esperando iniciar algún día la gran carrera como actor; o como María, la mejicana que trabaja en una guardería de amigos -vive con su hija de 30 años en un piso diminuto y además los fines de semana atiende a los pasados de rosca, que regresaron de una de las guerras de USA-; o como Arturo, que su vida, al igual que la de sus padres antes que él, la pasa con una de las 1100 pandillas de la ciudad, ha estado en la cárcel y su mejor amigo fue asesinado en un bar. Arturo me pregunta si en Alemania hablamos inglés, y se sorprende cuando oye que hay una lengua que se llama alemán. Y todavía más cuando se entera de que Alemania está en Europa.

Arturo y María nunca han salido de USA, como la mayoría de la población. No tienen ni idea del mundo y, sin embargo, tienen el sentimiento de su propia grandeza. Dicen de USA: «It´s the greatest country in the World» (es el gran país del mundo). Suena grotesca la respuesta a la vista de cómo viven. Parece como si desde niños vinieran repitiendo la misma monserga y ahora ya no pudieran desprenderse de ella. Para muchos sería sencillamente insoportable el que todos sus esfuerzos resultaran baldíos, el constatar que el sueño americano no es tan increíble.

Yo podría mudarme a otro barrio, pero aun cuando me escondiera en el rincón más apartado de esta ciudad seguiría sintiendo dos necesidades básicas, que no desaparecerían: el comer y el beber. Y las dos son un problema. El agua de los grifos está clorada y es imbebible.

En una entrevista una actriz alemana me advirtió que un jarabe de cereales de alto contenido dulzón en los víveres y que en USA ha sustituido en todas partes al azúcar porque es más barato. La actriz dice que es malo para la salud y además engorda. En casa leo en Internet: Se supone que este jarabe de cereales y de alto contenido dulzón favorece la grasa corporal, la diabetes y daña el hígado. Miro en mi frigorífico y realmente se encuentra en casi todos los paquetes y muchos ingredientes están modificados y alterados genéticamente.

Mi despreocupación inicial se troca ahora en precaución radical. En adelante viajamos todas las semanas en coche, una hora de ida y otra de vuelta, al Whole Foods Market más próximo, donde los alimentos son orgánicos, no están modificados genéticamente pero son el doble de caros. Mi hija aprende a distinguir el helado «bueno» del «malo», lo mismo que el Ketchup. Quizá mi reacción es exagerada, pero quizá también este país fomenta los extremos.

Nadie sabe hasta el día de hoy si los alimentos transgénicos tienen efectos perversos en nuestra salud y si sí en qué medida. Pero no me gusta participar en experimentos. En la práctica no puedo comer ni beber nada sin indagar. Una situación apocalíptica.

Si es verdad que los progresos de los Estados Unidos llegan a Europa con cierto retraso sólo cabe temer. Quizá es el mayor cambio: Mi antiguo país de ensueño ya no me parece moderno ni tampoco más adelantado y progresista que el nuestro. Da la impresión de que ya no se halla en la partida sino más bien al borde del precipicio, de que es una sociedad en liquidación.

Cuando regresamos en verano a Berlín, tras siete meses en USA, la ciudad en comparación con Los Ángeles parece un lugar de turismo, los berlineses disfrutan fuera, en los cafés de las calles, días interminables de relajo, disfrutando de comidas genéticamente inofensivas y de abundante vino.

Un par de semanas después comienzan en New York las demostraciones anti Wall-Street. Veo ahora en televisión a americanos que en sacos de dormir acampan en el parque Zuccotti y protestan contra la injusticia social. Hay una imagen que me marca especialmente: En una valla cuelga un cartel un poco estropeado y ablandado por la lluvia, en el que se dice que «el capitalismo no funciona». El desconcierto es desconsolador. He vivido ya una vez cómo un sistema sucumbe, ¿pero ahora cuál debiera ser la alternativa? (Fin de la segunda parte)