Jaime Concha. «Leer a contraluz. Estudios sobre narrativa chilena de Blest Gana a Varas y Bolaño». Santiago: Ediciones UNiversidad Alberto Hurtado, 2011.
Un hombre que lee
Para nosotros Jaime Concha no fue en principio una persona, fue un puñado de textos que leímos con asombro. Demasiado acostumbrados a la escritura académica quizá, en esos textos encontramos otra cosa: una perspectiva crítica asumida en toda su complejidad, una sensibilidad áspera, un compromiso radical con la literatura y con el suelo duro de la realidad.
En segundo lugar fue una especie de héroe novelesco, y su historia era la del crítico chileno más talentoso de las últimas décadas. Ocurría en Concepción, en París, en Valdivia, en Concepción otra vez, nunca en Santiago. Los que fueron sus estudiantes -los que fueron nuestros profesores- nos hablaron de su erudición apabullante, de su conocimiento asombroso de la literatura occidental, de su sólida formación filosófica. Revisamos bibliotecas y supimos que se entendía con una constelación estable de autores y problemas: con Pablo Neruda y Juan Carlos Onetti, con Gabriela Mistral y Vicente Huidobro, con las letras y la sangre del mundo colonial. Nos sorprendió también en la calle, en las librerías de San Diego, donde hojeamos Poesía chilena y Novelistas y cuentistas chilenos , los libros que publicó en la colección Quimantú para todos , en el nervio del proyecto cultural de la Unidad Popular. Luego le cayó encima el exilio y desde lejos leímos sus artículos en Araucaria de Chile 1 .
Años después lo conocimos. Fue una sorpresa que Jaime Concha después de todo fuera también un hombre, y Leer a contraluz es, en efecto, el libro de un hombre que lee, un hombre que lee a prudente distancia del país que lo vio nacer. De ese país, nadie lo olvida, debió partir tras una de aquellas sacudidas de la historia que dejan muertos, heridos y desaparecidos.
Rasgos de una poética
Los ensayos de Leer a contraluz parecen alentados por dos principios complementarios y tal vez tautológicos. La literatura, diría el primero, no tiene ningún sentido si no habla del mundo, y eso quiere decir: los hombres y mujeres que lo habitan, en especial las víctimas de la violencia; la materia que lo conforma, particularmente la terca materia que se resiste al deseo de los hombres; el tiempo condensado de la historia, sobre todo el tiempo de los pueblos, tristemente desperdiciado. El segundo principio diría que el mundo, a su vez, no tiene ningún sentido si no existe la literatura: la letra -esa esquina particular de la práctica humana- lo penetra, lo sondea, lo desafía, lo embellece y, de maneras difíciles de comprender, lo justifica. Dos principios que, a veces, pueden ser uno: existe una sospecha permanente, un tercer principio soterrado, una forma de agobio que se agazapa en varios de sus textos y que cancela los dos anteriores. Quizá el mundo y la literatura, a fin de cuentas, no tengan ningún sentido.
Esta perspectiva enamorada y desengañada es la que se despliega en los once textos que componen este libro, vasto por el arco largo que tomó su escritura (desde el Chile urgente de 1972 a un exilio que se prolonga hasta el día de hoy) y por el amplio alcance cronológico de las obras que estudia (un siglo y medio de novelas y relatos). Pero hay otra vastedad en estos textos, algo que es menos evidente y más difícil de captar en una lectura apresurada. Cuando Jaime Concha estudia la narrativa chilena compone acordes complejos en los que resuenan simultáneamente varios estratos culturales. Su escritura tersa, ajustada y erudita es por cierto uno de los más lúcidos trabajos de interpretación literaria que se han escrito en Chile, pero también debiéramos leerla en su hondura, porque ella misma es un producto sobredeterminado cuyas capas de sentido vamos penetrando solo paulatinamente. La mejor expresión de esta profundidad aparece en ciertas expresiones muy condensadas que nos sorprenden en el párrafo más imprevisto y que reverberan largamente en la memoria. De eso está hecho, por ejemplo, el «futuro irreparable» en las novelas de Manuel Rojas, Leonor Encina como una «criatura ideológica» en el Martín Rivas , la «excrecencia oligárquica» que es la nación para José Donoso, el «ácido seco de un dolor sin trascendencia» que define el sacrificio en Carlos Droguett.
Cada una de estas frases resume y contiene una posición meditada sobre la historia latinoamericana y sobre la literatura y las ideas de occidente, e introducen la presencia opinante, políticamente localizada del sujeto histórico. Son juicios elaborados en contra de la inclinación recurrente de la academia profesional por borrar las huellas de la enunciación. Concha no acepta las restricciones de la institucionalidad y sus cortapisas de corrección política y, más aún, pone en juego la verosimilitud y la legitimidad de una crítica sometida al mainstream que imponen las universidades y las editoriales dominantes en los estudios de la cultura y la literatura. Esa misma inclinación desafiante es lo que permite que sus perspectivas críticas vuelvan siempre a un conjunto de textos de la tradición moderna que son los referentes de cualquier autor que le interese: Proust, Faulkner, Balzac y Stendhal.
Las constantes fundamentales que vertebran el libro, a nuestro juicio, son tres. Una cierta historia de Chile, un tramado social que produce y lee sus narraciones, una historia de la literatura. El pequeño mundo de los chilenos y sus textos de ficción.
¿Cuál es la historia? No hay progreso ni emancipación en los ensayos de Leer a contraluz , más bien el encadenamiento insistente de una interminable serie de fracasos. En Alberto Blest Gana es el desastre de los liberales visionarios, aplastados junto a Rafael San Luis en el motín de Urriola; en d’Halmar es la ruina de la clase media, incapaz de articularse políticamente en la coyuntura del cambio de siglo. Donoso será el portavoz de una ruina simétrica, definitiva quizá, la de la oligarquía chilena que, habiendo mostrado su incuria y su estrechez en la república parlamentaria, se precipita con violencia asesina al golpe de estado. Baldomero Lillo y Carlos Droguett encarnan la misma intuición, pero en su forma sublime: si la historia es una máquina que tritura existencias, Lillo y Droguett son los artistas de la tosca, los que encuentran la belleza que se esconde en sus desechos. Y puesto que el tiempo es el motivo central del ensayo que dedica a la tetralogía de Aniceto Hevia, allí también aparece más crudamente esta idea: la insistencia de Rojas en los años de su juventud no será sino el reconocimiento brutal del fracaso más grande de la historia de Chile, el de la promesa democratizadora que se anuncia con Balmaceda y que se intenta una y otra vez, infructuosa e insistentemente, desde 1938 hasta 1973.
¿Cuál es la sociedad? Exagerando solo un poco, digamos que Chile es apenas una palabra en este libro dedicado a la narrativa chilena; la nacionalidad o la identidad chilena son espejismos que no seducen su mirada. Se apuntan, más bien, ciertos gestos propios del chovinismo nativo, como la reivindicación nacionalista de Roberto Bolaño, un autor que en sus sucesivos desplazamientos se empapó de muchas otras tradiciones literarias -la española, la mexicana, la argentina, ¿como el propio Concha? – y que porta las señas de una identidad latinoamericana amplia, donde las fronteras geopolíticas y culturales se extienden de modo tal que en muchos de sus textos resulta imposible definir una nacionalidad en el sentido más constreñido de la palabra. Su reacción, acerba y distante, cae con la sutileza que le es característica: «Bolaño y su obra», nos dice a los chilenos, «los ayudan a mantener en vilo esta parte notoriamente endeble del ego nacional».
Más que a la nación, el libro está atento a la dinámica de las clases sociales. Esta perspectiva lo pone en un pie forzado difícil de sortear: ¿cómo pensar a los condenados de la tierra, sus luchas, desde el parapeto incómodo de unas narraciones escritas casi siempre por la pequeña (en varios sentidos) burguesía chilena? Algunas pistas se deducen a partir de la selección de autores que lo inquietan. José Miguel Varas, Manuel Rojas, Carlos Droguett y Baldomero Lillo son todos escritores que transitan por la misma encrucijada de Concha, y cada uno, a su particular manera, ofrece una solución; esa solución, precisamente, es la que estos textos descubren, discuten, elaboran. Eduardo Barrios, Augusto d‘Halmar, José Donoso y Alberto Blest Gana exigen una estrategia distinta: ahora el esfuerzo es el de mirar el mundo desde unos ojos que no alcanzan a distinguir lo que su propia vista les ofrece. En el primer caso intérprete y novelista se abocan a un mismo hacer, desde la ficción o el ensayo, y la escritura crítica es la de un compañero de ruta y lector maravillado; en el segundo caso el ensayo intenta poseer a la ficción (como ocurre en la posesión demoniaca, quizá) y le muestra lo que ella misma se niega a mirar. Por ejemplo, que en Chile la semilla naturalista no puede arraigar porque donde dice herencia, nuestra burguesía entiende «ancestro, estirpe, abolengo» y no degradación, enfermedad y determinismo como en Zola. Este de Jaime Concha, en suma, es un Chile encontrado : por supuesto enfrentado, pero también hallado, reconocido o recorrido en la diversidad de sus sujetos e intereses.
¿Y cuál ha sido, finalmente, el curso de la narrativa chilena en estos años? Es difícil que una literatura no siga, para bien y para mal, el destino del universo que la produce. El siglo y medio de ficciones que estudia Leer a contraluz es una selección de triunfos frágiles, es decir, una antología de las pocas batallas que la letra ha ganado en una guerra en la que, a la larga, siempre termina imponiéndose la historia. La intuición más lúcida, el reconocimiento más humilde de este libro es justamente ese: ¿de qué puede servir la obra literaria más lograda -para no hablar de la crítica más aguda -, la más perfecta, si al cerrar sus páginas Chile (o Latinoamérica, o el mundo, en esto el nombre es indiferente) sigue siendo el escenario bestial de las mayores injusticias? La literatura es como el Angelus Novus , aterrado ante las ruinas de la historia.
El tiempo presente, el de Jaime Concha y el de Chile, se lee con mayor claridad a través de sus ensayos más recientes. Los unifica la distancia, como si el paso del tiempo se hubiera detenido y hoy día la historia no fuera una dimensión fundante de la crítica y estuviera siendo reemplazada, poco a poco, por el espacio.
Roberto Bolaño y José Miguel Varas son sus afinidades electivas en el oficio difícil de estar lejos. La geometría que descubre en Amuleto es una buena metáfora de la primera opción que tiene ante sí: el vértigo de un adiós sin culpas ni remordimientos, de un desprendimiento definitivo y un movimiento incesante, sin centro, sin anclaje, sin final. Varas es el modelo opuesto: el retorno que alienta el fuego de la memoria, sabiendo que recordar puede ser una experiencia dolorosa, como reconocer en el pasado un mundo que, irremisible, se ha derramado sobre un manto de arena.
La suya es a fin de cuentas una órbita kepleriana: uno de sus focos, el cercano, lo ocupa todavía Chile. En el otro está el mundo, el universo, quizá también la soledad que se requiere para venir, de vez en cuando, a visitarnos.
El texto crítico
Escribe Marx en el 18 de Brumario : «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio». Replica Concha, en su artículo sobre Martín Rivas : «la estatura artística, el alcance y la estela de [las] obras [literarias] poseen una final correlación con el desarrollo nacional de los países respectivos». Leer a contraluz , es cierto, insiste en lo que ata el libre arbitrio y lo que hiere su deseo, pero esta insistencia no es otra cosa que la expresión de una esperanza tan antigua como terca. Los juicios de este libro, precisamente, ponen de relieve su compromiso con un proyecto moderno que busca corregir el orden heredado, hacer la propia historia.
Y en ese empeño el texto crítico no puede ser una mera práctica de escritura erudita. Tampoco un paseo diletante por las veredas de la mejor y más reputada de las artes de nuestro tiempo, ni un ejercicio fruitivo, menos una reverencia cortesana. Para Concha la crítica literaria parte y termina en el campo de las ideas que colisionan, que se frotan y sacan lustre a una nación iluminando con sus chispazos las zonas más opacas de una realidad compleja, rica y provocadora. Sin negar (ni negarse) el placer de leer, no se permite ni un ápice de autocomplacencia, de jactancia o fraseo socarrón.
Leer a contraluz , en suma, es un modo de arrostrar la historia. No es algo que pueden hacer los textos sin más o los personajes novelescos por sí solos. Es tarea de los hombres y las mujeres, uno de los cuales, aprendimos finalmente, se esconde tras el nombre de Jaime Concha.
Web de la editorial: http://filosofiahumanidades.uahurtado.cl/?p=1600