Aceptamos con tanta naturalidad en Europa la expresión «mercado laboral» que se nos olvida lo que realmente representa: el hecho de que los brazos y las piernas, el cerebro con todas sus neuronas, el cuerpo en general y, por así decirlo, el tiempo específicamente humano (tan distinto del tiempo geológico o del tiempo de los […]
Aceptamos con tanta naturalidad en Europa la expresión «mercado laboral» que se nos olvida lo que realmente representa: el hecho de que los brazos y las piernas, el cerebro con todas sus neuronas, el cuerpo en general y, por así decirlo, el tiempo específicamente humano (tan distinto del tiempo geológico o del tiempo de los insectos) es objeto de compra-venta y, por lo tanto, de manipulaciones, desplazamientos, explotación y consumo, como si se tratase de una silla, una máquina o una mula.
Cuando hablamos en Europa de «reforma del mercado laboral» estamos hablando, en consecuencia, de algo muy serio. Durante décadas el liberalismo nos ha advertido contra todos los proyectos totalitarios de «ingeniería social» orientados a imponer modelos de relaciones humanas contradictorios con la «naturaleza». Frente a la tentativa de regular modos de propiedad e intercambio colectivos, el liberalismo han pretendido siempre que «lo natural» es que los individuos acudan al mercado no sólo a comprar su casa, su ropa y su comida sino también a venderse a sí mismos. Una «reforma del mercado laboral» es en realidad algo mucho más profundo y radical que, por ejemplo, una reforma del código penal; no trata de introducir cambios en los procedimientos de regulación «social» sino en la naturaleza misma. No es ingeniería social sino «ingeniería genética». Reformar el mercado laboral es reformar -utilicemos una imagen literaria- la dimensión de los brazos, la flexibilidad de las cinturas, la capacidad de movimiento, la duración del tiempo. Toda reforma del mercado laboral es una reestructuración de la «naturaleza humana».
Como sabemos, llamamos «crisis» a la dificultad de los ricos para mantener el crecimiento global sin aumentar el sufrimiento y la pobreza particulares. Y como sabemos, la solución capitalista a la crisis capitalista pasa siempre por tocar, alterar, forzar, reinventar la «naturaleza humana». Toda la maquinaria de extracción de beneficios parasita esa cosa frágil, diminuta, limitada, que es el cuerpo humano, con su necesidad de cuidados y reposo. Cada cierto tiempo hace falta «reformarlo» para que los bancos, las empresas, las multinacionales, no se vengan abajo y con ellas los propios seres humanos que han tomado como rehenes. Sabemos lo que quiere decir «reformar a los hombres». En Italia gobierna un dictador, en su sentido etimológico romano: ha sido nombrado por los mercados, no elegido por el pueblo, para afrontar una «situación de excepción». Europa es ya, en este sentido estricto, una «dictadura», aunque podamos seguir entrando en los centros comerciales y viendo pornografía en internet. Y esta dictadura exige, como bien lo ha expresado el primer ministro italiano, Mario Monti, que los jóvenes renuncien a la «monotonía» de «un trabajo fijo» y con ella a todas esas supersticiones, defendidas fanáticamente durante siglos de luchas y sacrificios, que se llaman «derechos»: unos ingresos «fijos», una casa «fija», una salud «fija», unos hijos «fijos» y todas esas primitivas «fijezas» que han hecho excesivamente «estable», y hasta aburrida, la existencia de los ciudadanos de Europa tras el fin de la segunda guerra mundial.
Quizás lo más hiriente del discurso de Monti, boca de ganso de los mercados, es que pretenda reivindicar el retorno de Europa al paleolítico o, por lo menos, al Tercer Mundo como una progresista «lucha contra la monotonía» que respondería a la demanda de emociones de los jóvenes y que debería, por tanto, colmar sus más íntimos deseos. El «mercado laboral» es sin duda ya el lugar más emocionante del planeta, más que Disneyworld y desde luego mucho más que la guerra en Afganistán. Ese es el modelo «natural» -la montaña rusa y el bombardeo- que la economía capitalista trata de aplicar a las sociedades humanas. Modificados genéticamente en el mercado, los trabajadores y parados europeos aprenderán a morirse antes, a comer menos veces, a estudiar menos años, a soportar sin analgésicos el dolor, a dormir bajo un techo precario y ajeno.
Pero «crisis» quiere decir también «decisión»; es el momento en el que se decide si claudicamos ante la «naturaleza» o nos rebelamos contra ella para restablecer la Humanidad: la solidaridad con los otros pueblos, el derecho a una vida digna para todos, la democracia sin excepciones. También el sentido de las proporciones; es decir, el molde de lo posible o, como insiste el ecologismo, de «lo sostenible». En 1974, el genial poeta, escritor y director de cine Pier Paolo Pasolini escribió un poema de título «Recesión». En él se evocan algunos de los aspectos antropológicos de la pobreza que Italia acababa de dejar atrás, de la pobreza que esperaba a Italia en el futuro. Visto desde la televisión en color, desde las vitrinas llenas de luces y de mercancías baratas, desde las calles pobladas de automóviles rutilantes, visto -en fin- desde el chisporroteo de plásticos de una sociedad de nuevos ricos, ese pasado que vendrá podría parecer mortecino y deprimente, aunque también, tocado por la nostalgia pasoliniana, muy hermoso: volveremos a ver, dice el poeta, «calzones con remiendos», «crepúsculos sobre barrios vacíos de coches», «viejos sentados en muros como en sillones de senador»; los niños sabrán que «es escasa la sopa» y «qué significa un pedazo de pan» y en las noches sin alumbrado urbano «se escucharán los grillos y los truenos» y quizás la «mandolina» de un joven recién regresado de Alemania o de Turín. El aire, sigue Pasolini, tendrá «sabor a trapos mojados» y los trenes «pasarán de tanto en tanto como en un sueño»; y ciudades enormes estarán llenas de gente que camina «con ropa gris y en los ojos una demanda que no es de dinero sino solo de amor, solamente de amor».
En los últimos cuatro versos Pasolini da, de pronto, un hachazo y una lección. Está uno a punto de apetecer ese mundo apagado del «subdesarrollo» del que tan trabajosamente salió la Europa de la postguerra mundial; ese mundo en el que «los bandidos tendrán el rostro de otro tiempo» e «irán armados sólo de cuchillos» y en el que sus madres albergarán «noches de luna en los ojos»; está uno a punto de apetecer el retroceso de la «recesión» cuando Pasolini inflige al lector un brutal anticlimax y deja claro su desprecio por esa belleza polvorienta; para inmediatamente, en una especie de cabriola poético-política, levantarnos de nuevo del suelo y reivindicar como elección lo que no podemos aceptar como catástrofe. He aquí -para terminar- esos últimos cuatro versos:
Pero basta con esta película neorrealista.
Hemos abjurado de todo lo que representa.
Revivir esa experiencia solo vale la pena
si luchamos por un mundo de verdad comunista.
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