Solo unas pocas generaciones atrás las culturas tradicionales que sostenían la vida de las comunidades humanas eran vigorosas. En todas las culturas hubo un extremo de la vida, ociosa y materialmente colmada. Otro opuesto, la vida acuciada de escasez. Pero aquellas culturas que acertaron a constituirse como humanas, nunca se permitieron una enorme distancia entre […]
Solo unas pocas generaciones atrás las culturas tradicionales que sostenían la vida de las comunidades humanas eran vigorosas. En todas las culturas hubo un extremo de la vida, ociosa y materialmente colmada. Otro opuesto, la vida acuciada de escasez. Pero aquellas culturas que acertaron a constituirse como humanas, nunca se permitieron una enorme distancia entre ambos extremos, generando valores profundamente arraigados a través de muchas generaciones. Junto a ellos, y gracias a su vigencia, todo un catálogo de modos de hacer cotidianamente la vida en comunidad.
Hoy quedan unas pocas culturas de perfil netamente humano. Se caracterizan porque emplean el tránsito de los días en proveerse los medios materiales para que sus miembros puedan vivir. La vida es un continuo que integra mucho trabajo, pero existen, en términos de inmaterialidad, formas culturales plenas, activas, vigorosas. Hay un imperativo material de trabajo en común, realización colectiva de tareas que, de modo inconsciente, es generador de una multiplicidad de formas inmateriales de cultura; si se trata de tareas agrícolas, como de la provisión de alimento animal, como de levantar una casa, todo un conjunto de nexos sociales está ahí, proveyendo a los hombres y mujeres de un sistema de referencias que no es otra cosa sino un modo de vivir, más allá de la mera supervivencia.
El corazón que anuda todo el rico mundo de interdependencias y solidaridades es un horizonte pequeño y abarcable, el grupo familiar, con fuertes lazos con el resto de la comunidad. Un lugar de resistencia económica y espacio de respeto para albergar, en su centro, protegidos, a los que van envejeciendo. Y de acuerdo a la naturaleza contingente y limitada del ser humano, de manera cíclica y frecuente se celebran fiestas que son diversas, según lugares y gentes.
Esas culturas, condenadas por el veredicto del Progreso capitalista, nos ofrecen, por contraste, el perfil infrahumanizador de la cultura Occidental. Las condiciones materiales de extrema dureza en que sobreviven son poca cosa comparadas con la brutal dureza con que el Occidente civilizado se emplea en su aniquilación. [1]
Para nosotros, los ciudadanos occidentales, en algún momento llegó, entre el humo de los automóviles y las imágenes de los televisores, una idea desconocida para millones de seres humanos: tiempo libre.
Era el Capitalismo en su última fase expansiva que, frente a la vieja estampa siempre repetida del espacio conocido, poblado de relaciones firmes y seguras, llegaba como los timadores con aire de rico y coche deslumbrante, para ofrecer un vistoso escaparate, abismado al vértigo de las promesas de infinitud.
Bien poco sospechábamos que donde había un nudo de resistencia económica y valores de solidaridad humana, el Capitalismo necesitaba, con la acción disolvente de sus promesas embusteras, establecer separadas individualidades consumidoras. Nos convertimos en sus colaboradores, con el acicate de la prosperidad material. Y la obsesión por la felicidad personal e intransferible se convirtió en un imperativo colaborador, instilado por el Poder.
Como poseídos por un veneno narcótico, millones de personas aprendimos a vaciar el continuo vital de todos los estorbos que impedían alcanzar la promesa paradisíaca del tiempo libre. Y olvidamos hacer pan. Y olvidamos cultivar la tierra. Y olvidamos criar animales. Y olvidamos hacer conservas. Y olvidamos hacer nuestros vestidos. Y olvidamos nuestro sentimiento de pertenencia a una comunidad…, olvidamos. Con tanto olvido se fue una gran cantidad de tarea ingrata y con ella todo lo que de grato habían inventado generaciones pretéritas para hacer la vida juntos, frente a la dureza de la existencia.
La lógica del olvido implantada por la modernidad capitalista implica la inversión de todos los valores que habitaron las culturas de nuestros mayores. Cuando unos padres atareados en sus trabajos por cuenta del Capital, empiezan a preocuparse por la educación de sus hijos, la Televisión, siguiendo el dictado del interés capitalista, les lleva una delantera de muchos meses. Nos ha parecido un progreso fosilizar a nuestros hijos ante pupitres donde aprenden a olvidar todo lo que era la vida comunitaria, programándose para las nuevas exigencias de la vida individual.
El despojo que siguió al olvido nos trajo tiempo libre. Solo teníamos que trabajar unas horas, las más descansadas y lúcidas de cada uno de nuestros días, dedicadas a tareas ajenas, que casi nunca entendíamos y con frecuencia no tenían más sentido que encadenarnos de por vida a la venta de nuestro ser. Tareas en las que cualquiera de las costumbres que acompañaron el trabajo de nuestros mayores era motivo de expediente sancionador.
Conquistamos la soledad de nuestros trabajos de horas contadas, en un proceso de desposesión de técnicas y saberes y reapropiación de estos por los agentes del capital, convirtiéndonos en seres profundamente aislados y dependientes. Y el resto de nuestros días, vacíos de trabajo y de cualquier otra cosa que oliera a vida, era Tiempo Libre. Nunca fue el tiempo de los seres humanos más esclavo que ese «tiempo libre».
Ahora toda una suerte de entes impersonales -empresas y corporaciones- nos venden, cada día más caro, todo aquello que nuestros padres sabían hacer y nosotros hemos olvidado. Compramos el pan, la leche, las verduras, las carnes los vestidos y nuestras relaciones sociales. Todo atrapado en vehículos higiénicos, profilácticos o al vacío. Compramos, compramos…
Esas Corporaciones nos venden un sucedáneo pasivo de todo aquello que nuestros mayores hacían, colmando el tiempo de sus vidas con la materialidad de su esfuerzo y con la inmaterialidad de formas vivas y solidarias de sentirse parte de una comunidad.
Ahora el tiempo sobrante y agotado de nuestras individualizadas jornadas de trabajo, nuestro tiempo libre, lo llenamos, como recipiente sin fondo, comprando formas de autocomplacencia segregadas por la implacable máquina de propaganda del enemigo. Y pagamos por una fiesta permanente que desborda nuestra condición natural contingente y limitada. Cultura de masas lo llamamos. Y es única y uniformadora para la totalidad de los lugares y los seres humanos.
Durante este tránsito las diferencias entre los poderosos y los más desfavorecidos han alcanzado la mayor distancia de toda la Historia.
Por fin, desposeídos de los mecanismos y los saberes que durante generaciones permitían a las gentes obtener lo necesario para la vida, no hace falta seguir sosteniendo aquella limitada prosperidad material que fue la promesa a cambio de nuestro despojo. El Capitalismo anuncia su única verdad: solo podrá sobrevivir aquel que pueda pagar una vida convertida en mercancía en todos sus aspectos.
Notas:
[1] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=145272
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