En las recientes elecciones presidenciales mexicanas contendieron dos partidos de derecha (PRI y PAN) y uno de izquierda (PRD). La autoridad electoral adjudicó el triunfo al PRI en medio de un escándalo nacional e internacional por las bien documentadas denuncias de actos electorales ilegales y hasta criminales realizados por el PRI, con la complicidad y […]
En las recientes elecciones presidenciales mexicanas contendieron dos partidos de derecha (PRI y PAN) y uno de izquierda (PRD). La autoridad electoral adjudicó el triunfo al PRI en medio de un escándalo nacional e internacional por las bien documentadas denuncias de actos electorales ilegales y hasta criminales realizados por el PRI, con la complicidad y apoyo político, financiero y mediático del gobierno nacional y del duopolio televisivo, dominante éste en ámbito informativo mexicano.
Los resultados electorales oficiales no constituyeron, en realidad, una sorpresa. Se temía desde hacía mucho tiempo ese desenlace, pues en México el fraude electoral es una tradición centenaria.
No obstante, millones de mexicanos guardaban la esperanza de un improbable respeto a la legalidad y a la voluntad ciudadana. Hoy, con el sabor amargo del despojo, parece pertinente recordar a esos millones de mexicanos esperanzados algunos hechos históricos que permiten clarificar la naturaleza antidemocrática y esencialmente defraudadora de la competencia electoral en un sistema político capitalista.
En 1931, mediante unas elecciones que constituyeron un verdadero plebiscito, España abandonó el régimen monárquico, representado entonces por el rey Alfonso XIII, y optó por el sistema republicano.
Tras cinco años de existencia más o menos pacífica, nuevos comicios dieron el triunfo, el 6 de febrero de 1936, a una coalición de grupos y partidos de izquierda, conocida históricamente como Frente Popular, conformada por republicanos, socialistas, comunistas y anarcosindicalistas, entre otras organizaciones progresistas o revolucionarias.
Pero sólo cinco meses después, el 18 de julio, decididas a derrocar al gobierno, las derechas acudieron al golpe de Estado y a la insurrección militar, hechos que dieron origen a la sangrienta guerra civil española, la cual culminó en 1939 con la instauración de la dictadura de Francisco Franco. En un clima de persecución y represalias monstruosas contra los vencidos, la tiranía franquista se prolongó hasta la muerte del dictador en 1975.
A la muerte de Franco, en que el gobierno fue ejercido por una organización de derecha que resultó transitoria, el poder, encabezado por una monarquía decadente, desprestigiada y corruptísima, ha pasado de manera alternada de un partido de derecha, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), a otro, también de derecha, el Partido Popular. Derrotada militarmente en 1939, la izquierda española no ha vuelto a levantar cabeza.
Treinta y siete años después se repitió en Chile la pedagogía española. Un conjunto de partidos y organizaciones progresistas, denominado Unidad Popular, llegó al poder en 1970. Tras un trienio de reformas sociales bastante moderadas, la oligarquía chilena, con el apoyo y la complicidad de Washington, derrocó al gobierno de Salvador Allende mediante un cruento golpe de Estado. Al derrocamiento del gobierno siguió la instauración de la dictadura del jefe golpista, Augusto Pinochet, régimen tiránico personalista y de terror que se prolongó 17 años (1973-1990).
Luego de la salida de Pinochet del poder, el gobierno, como en España, ha transitado de un partido de derecha a otro partido de derecha. También como en España, tras el sangriento golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, la izquierda chilena no ha vuelto a tener una presencia electoral significativa.
Sin golpes de Estado, sin insurrecciones militares y sin guerras civiles, algo parecido a la actual práctica política chilena y española acontece en Francia, Inglaterra, Alemania y EU, entre otros países: el gobierno cambia de manos alternativamente entre partidos de derecha. La izquierda no cuenta. A menos que llamemos de izquierda a organizaciones de derecha, y a veces de extrema derecha, como el Partido Socialista francés o el Laborista británico.
La enseñanza es clara: el poder puede ser disputado electoralmente sólo entre organizaciones derechistas. La participación de la izquierda ha de ser combatida y nulificada por cualquier medio, ya legítimo, ya tramposo.
A veces, sin embargo, como en Honduras y Paraguay recientemente, una izquierda moderada logra electoralmente hacerse del poder. La consecuencia inmediata es el golpe de Estado o el golpe parlamentario.
Y a veces, como en Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Argentina y Ecuador en estos días, la participación electoral y la llegada al poder de organizaciones populares enfrentan la hostilidad, las amenazas y los procesos desestabilizadores planeados y ejecutados por las oligarquías nativas con el apoyo y el financiamiento de EU. ¿Democracia electoral? Sí, pero soló con partidos de derecha.
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