Desde hace algún tiempo algunos ven en el mundo cultural español el modelo que debemos imitar en América Latina. Sus jugosos premios, sus listas de ventas y sus catálogos de vivos colores han seducido a no pocos de este lado del Atlántico e incluso, desde las tribunas que allí se les facilitan -vaya usted a […]
Desde hace algún tiempo algunos ven en el mundo cultural español el modelo que debemos imitar en América Latina. Sus jugosos premios, sus listas de ventas y sus catálogos de vivos colores han seducido a no pocos de este lado del Atlántico e incluso, desde las tribunas que allí se les facilitan -vaya usted a saber por qué-, algunos nacidos en nuestras tierras intentan darnos lecciones de libertad a quienes habitamos estas pobres naciones plagadas de defectos.
Pero, al parecer, hay algo de espejismo en esa arcadia cultural, cuando desde allí mismo salen voces que dicen lo que nuestros afortunados coterráneos no han tenido el valor de contarnos.
La escritora Ana María Moix lo ha puesto en evidencia durante una charla en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, donde ha afirmado que desde hace treinta años la cultura española «se ha bajado los pantalones ante el mundo del dinero». Ha recordado Moix a editores como el fallecido Carlos Barral: «Si resucitara y se encontrara con que en el consejo de administración de su editorial estaban sentados gerentes y banqueros y ningún escritor, no digo que se hubiera suicidado pero hubiera gritado, se hubiera desesperado».
«Ese señor de la calculadora es el que hoy manda en las editoriales, en los museos, en las salas de exposiciones, en todo el mundo de la cultura. El responsable ya no es un editor ni un director artístico, es un financiero», ha añadido la escritora que irrumpió en la literatura española en 1970 al formar parte de la antología Nueve novísimos poetas españoles.
«Ahora toda la culpa la tiene la crisis económica, que, sí, es brutal, pero la crisis del mundo cultural viene precisamente de la época de la abundancia», cuando al intelectual se la ha «tapado la boca» con cifras de ventas y subvenciones, reseña la agencia EFE que ha dicho Moix para concluir que «cuando les empiece a ir al mal, supongo que pasará algo» , aunque ha reconocido que de los no domesticados como «José Luis Sampedro, hay muy pocos».
Aunque los intelectuales que escriben en sus periódicos y hablan en sus tertulias de radio y televisión no lo digan, en España se «tapa la boca» para no criticar los desmanes de una corrupta monarquía, para no hablar de la tortura en las comisarías denunciada hasta por la ONU, para ignorar las protestas que ahora mismo realizan los mineros asturianos, u omitir cualquier dato mínimamente positivo sobre los gobiernos que no son del agrado de banqueros y accionistas. Y no hace falta que alguien se lo explique a quienes tienen el privilegio de acceder a sus medios de comunicación, el encargo está implícito y bien aprendido porque quizás no sean tan pocos los que han pagado el precio de salirse del rebaño como grande es el esfuerzo de las industrias culturales por hacer invisibles a quienes tienen el valor de no dejarse domesticar, cerrándoles las columnas de opinión o excluyéndoles de los catálagos de las grandes editoriales. Carlos Fernández Liria o Alfonso Sastre son apenas dos ejemplos de la censura que se ceba en la disidencia -sin importar obra ni talento- sólo por no comulgar con los enfoques que los grandes medios imponen sobre temas como Cuba o Venezuela.
Cuando en 1927 se discutía sobre si España era o no el «meridiano intelectual de Hispanoamérica», Miguel de Unamuno dijo con agudeza que «no se trataba de arte sino de economía». A pesar de ello, a algunos no les ha bastado un siglo para saberlo y parece que con las noticias de cómo le va a la economía española les va a ser muy difícil no enterarse.