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Etica y política: breve comentario a un artículo de Héctor Gálvez

Fuentes: Rebelión

Héctor Galvez es un compañero extraordinariamente inteligente y preparado y, por lo tanto, estas pocas líneas críticas no cuestionan sino que, al contrario, homenajean con desasosiego su vivísima capacidad intelectual y su vasta cultura política. En cuanto a las objeciones mismas, me las permito con la seguridad de que el compañero Gálvez las recibirá sin […]

Héctor Galvez es un compañero extraordinariamente inteligente y preparado y, por lo tanto, estas pocas líneas críticas no cuestionan sino que, al contrario, homenajean con desasosiego su vivísima capacidad intelectual y su vasta cultura política. En cuanto a las objeciones mismas, me las permito con la seguridad de que el compañero Gálvez las recibirá sin ofenderse, como certerísimos elogios, inclinado más bien a reivindicarlas con orgullo y satisfacción.

Mi primera objeción al artículo que Rebelión publicó ayer en su portada tiene que ver con el formato mismo. Gálvez trae por los pelos la frase banal de un ministro reaccionario -que no da mucho de sí- para frotarla contra, y contagiar con ella, otras realidades que sólo son colindantes porque el propio Gálvez las ha metido previamente en la misma habitación. Al final de una divagación en apariencia errática, pero cargada de intención, la cita del lapsus de Margallo induce en el lector la ilusión de una continuidad o identidad entre el intervencionismo occidental, la propaganda de los medios hegemónicos y la posición de ese sector de la izquierda árabe y europea que se opone al régimen de Bashar Al-Assad. Los buenos izquierdistas que se estremecen ante la maldad del dictador sirio -se sugiere- tienen la misma posición o cumplen el mismo papel que los imperialistas que se entrometen sin escrúpulos en la región. Eso se llama manipulación. Es lo que hace nuestra prensa -tan justamente criticada por Gálvez- cuando inscribe en la misma órbita semiótica -por ejemplo- terrorismo, autodeterminación y ecologismo o cuando habla de la criminalidad en Caracas como si fuese una decisión premeditada del presidente Chávez. Pero hay una diferencia: en el caso de Gálvez, como veremos, se trata de una honradísima manipulación.

La segunda objeción tiene que ver con la veracidad de sus afirmaciones. Gálvez critica el «moralismo» de la izquierda árabe y europea que se opone al régimen sirio como si esa izquierda -de la que formo parte- hubiese forjado sus posiciones a partir de una instintiva repugnancia moral o religiosa, escandalizados por la radical maldad personal de un personaje. Pero esto es sencillamente una falsedad. Es sabido que hay torturadores que compran flores a su mujer, cumplen con sus obligaciones religiosas y darían la vida por sus hijos -e incluso se dejarían matar antes que insultar a un anciano-; sabemos que hay gente «buena» que aplica picana eléctrica a los prisioneros y les arranca las uñas pensando con un lagrimón en el mendigo de su barrio. Es sabido que hay asesinos capaces de ejecutar fríamente a un prisionero político y escribir luego bellísimas poesías místicas o emocionarse con una misa de Bach. Es sabido que los mafiosos pueden ser los mejores amigos de sus amigos, los hijos más respetuosos y los vecinos más generosos. Pues bien, a nadie en la oposición de izquierdas le preocupa la maldad personal de Assad; combaten su régimen político, no su privada estatura moral, y lo combaten porque -según tratan de demostrar con datos- ese régimen tortura, asesina, amordaza y empobrece a su pueblo desde hace 40 años. Gálvez, por tanto, incurre primero en una manipulación y luego en una falsedad. Pero no hay que tenérselo en cuenta: esta falsedad, como veremos, es una honestísima falsedad.

Porque resulta que esta manipulación y esta falsedad son estrictamente coherentes -y se justifican a sí mismas- en el marco de la declaración de principios que vertebra toda la extensión del artículo. Gálvez ridiculiza a los moralistas -existentes o no- para reivindicar con autoridad de acero la autonomía de la política, entendida a partir de una lectura esquemática y un poco banal, pero básicamente exacta, de la obra del genial jurista pro-nazi Carl Schmitt. Gálvez, en efecto, se burla de los que introducirían confusamente la «maldad», categoría moral, en el concepto de «enemigo», que es y debe ser estrictamente político. Yo no digo que Gálvez apoye la dictadura siria. Es verdad que, en lugar o además de criticar a esa izquierda inexistente que se escandalizaría moralmente por los crímenes privados del enemigo, podría criticar por los mismos motivos a esa otra izquierda realmente existente que necesita inventarse la realidad (la de un héroe anti-imperialista calumniado y criminalizado) para reivindicar a un amigo. No digo, no, que Gálvez apoye la dictadura siria. Pero digo que de su concepto de autonomía de lo político -y del «enemigo» como principio rector de las relaciones políticas- se desprende la potencial legitimidad de los criminales procedimientos atribuidos a Assad. En el «negacionismo» de esa izquierda que apoya concretamente a Assad hay todavía una voluntad ética conmovedora y, si se quiere, respetable: se niegan a aceptar los crímenes del régimen sirio porque no soportarían la idea de apoyar un régimen criminal. Pero en la fórmula olímpica de Gálvez, en cambio, la idea misma de crimen se volatiliza; el crimen no es más que un instrumento entre otros -negociaciones, por ejemplo, o fusiles y cañones- para resolver «conflictos políticos». Si mi enemigo lo es con independencia de su «bondad», mi amigo podría serlo con independencia de su «maldad». De hecho, esa «maldad», desprovista de toda dimensión ética, podría resultar funcional en nuestra lucha contra el enemigo. Un determinado régimen no es nuestro enemigo porque torture, mienta, mate, humille, empobrezca, amordace y explote a su pueblo sino que la tortura, la mentira, el asesinato y el empobrecimiento inducido podrían ser, llegado el caso, instrumentos políticos legítimos para alcanzar la victoria sobre el enemigo. Se entiende ahora por qué la manipulación del artículo de Gálvez es una honestísima manipulación política y por qué la falsedad del artículo de Gálvez es una honradísima falsedad política. Reivindicar lo político significa pulverizar al enemigo por todos los medios. Y de eso Gálvez sólo puede sentirse políticamente orgulloso, sin la menor concesión a las blandenguerías burguesas de la ética y la moral.

Pero entonces, ¿cuál es nuestra lucha? ¿Y quién y por qué es nuestro enemigo? Porque el problema de definir la política en torno al concepto de «enemigo» es que, lógica abajo, acabamos quedándonos sin un criterio para distinguirlo de nuestro «amigo» o para definirlo siquiera en términos de programa y de estrategia. Nadie pediría a la geología que inscribiese sus tareas en un «horizonte irrenunciablemente ético»; no hay ningún proyecto de liberación de las piedras calcáreas ni una dictadura de los feldespatos. Pero si consideráramos la política, al contrario, una especie de geología de la guerra, ¿en qué medida podríamos seguir hablando de emancipación de los pueblos? ¿Cómo reconocer siquiera su sujeción, su sufrimiento, la injusticia que padecen, su derecho a adueñarse de su propio destino o sencillamente su existencia? ¿Habría algo más que relaciones de fuerza entre sustancias isómeras? Frente a Siria la izquierda tiene dos imperativos improrrogables: el primero averiguar con rigor y valentía si el régimen de Assad es tan criminal como se dice. El segundo, más importante y general, es el de afrontar un debate que arrastramos sin solución desde hace cien años y que podríamos formular de esta manera: un proyecto comunista, anti-imperialista, emancipatorio, ¿debe considerar inalienable la lucha contra la tiranía, la tortura, los asesinatos extrajudiciales, la mentira y la corrupción económica o debe considerar más bien la tiranía, la tortura, el asesinato, la mentira y la corrupción instrumentos aceptables o incluso legítimos, en medio de la batalla, en defensa de los intereses de un credo, un partido o una clase?

Sin un criterio «ético» para definir al enemigo (quizás inalcanzable, emborronado o incluso traicionado), no nos quedan -como aceptó con trágica coherencia Carl Schmitt- sino criterios arbitrarios y/o ontológicos: el enemigo de nuestra raza, el enemigo de nuestra nación, el enemigo del pueblo. Miles -cientos de miles- de comunistas han caído en los últimos cien años luchando contra esta lógica «política». Y desgraciadamente no todos ellos han caído a manos del «enemigo».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.