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No todos los socialistas quieren bailar sobre la tumba de Margaret Thatcher. Yo quiero que siga viva durante mucho tiempo

Fuentes: The Independent

Traducido para Rebelión por Héctor Gálvez.

Pocas cosas mueven más a la prensa de derechas hacia una apoplejía marcada por el convencimiento de su superioridad moral que el odio contra Thatcher. Ese odio se mostró en la Conferencia de Centrales Sindicales [TUC conference] de la semana pasada, durante la cual se vieron camisetas que prometían «bailar sobre su tumba«. El sábado se informaba de que algunos fans de Liverpool cantaban «vamos a hacer una fiesta el día que muera Maggie Thatcher»; hecho finalmente defendido como una irritante caricatura de lo acontecido en Hillsborough hace 23 años. Numerosos grupos en Facebook están dedicados a organizar celebraciones una vez que tal cosa suceda.

Personalmente, temo la muerte de Margaret Thatcher. Será una horripilante combinación de la histeria que siguió al trágico accidente de la Princesa Diana y una emisión de un mes de duración en favor del Partido Conservador. «Le devolvió el ‘Gran’ a Gran Bretaña», nos dirán nuestros medios imparciales; aquellos que disientan no tendrán voz en los grandes medios o serán descalificados como izquierdistas rencorosos. Políticos laboristas veteranos se sentirán obligados a unirse a los oficios en honor de una Primera Ministra que, en muchos casos, fue responsable de la destrucción profunda e irreparable de las comunidades a las que éstos representan. Espero que viva mucho tiempo.

Pero la derecha se niega a entender por qué, más de dos décadas después de haber sido derrocada, Margaret Thatcher sigue siendo despreciada por una gran parte de la población. En la medida en que eso les concierne, no se trata más que de un resentimiento propio de una izquierda llena de odio, que aún está furiosa por haber sido absolutamente derrotada. Es una señal de la «pura maldad que es propia de un cierto tipo de izquierdista», tal y como dijo recientemente el Tory y europarlamentario Daniel Hannan. «Recuerdo la sensación de desesperación, la convicción de que Gran Bretaña estaba acabada» que compartíamos antes de que Thatcher llegara al poder, añadió. Bueno, al menos Gran Bretaña se ve floreciente hoy en día.

Una persona de derechas pero razonable aceptaría que su gobierno de once años hizo emerger las más grandes divisiones que ha sufrido Gran Bretaña en tiempos modernos. Consideren o no inevitable ese cisma, deberían darse cuenta de que el odio contra Thatcher es sólo una de sus manifestaciones. Tal vez si algún gobierno laborista hubiera sumido a las prósperas clases medias de los alrededores de Londres en una situación de desempleo masivo y pobreza, y si los corredores de bolsa desesperados por salvar su modo de vida hubieran sido perseguidos por policías a caballo a través de la City, la derecha británica sería capaz de entender esta amargura. El odio contra Thatcher no es un reflejo anti-Tory: después de todo, no se descorcharán botellas de champán cuando muera John Major, ni hubo banderines para celebrar las muertes de Ted Heath, Alec Douglas-Home, Harold Macmillan o Anthony Eden.

Thatcher es vilipendiada por algunos no sólo porque machacara a la izquierda, al movimiento obrero y el acuerdo social-demócrata de la posguerra. Lo es porque lo hizo con entusiasmo y sin mostrar ningún tipo de preocupación por el terrible coste humano que conllevó. Una guerra de clases fue librada en los años 80, y los vencidos (como suele ser el caso) fueron abandonados en una amargura inconsumible: mi propia familia entre ellos.

Nací en Sheffield, y ese año el desempleo alcanzó el 15,5%, era casi cuatro veces mayor que el día que Thatcher puso por primera vez el pie en Downing Street. Mis padres vieron cómo quedaba rápidamente devastada una ciudad hasta entonces floreciente. Mi madre recuerda el suburbio industrial, entonces próspero, de Attercliffe, con sus fundiciones de hornos de arco eléctrico y el tililar de las llamas que veías al pasar. En 18 meses había quedado reducido a ruinas: los edificios fueron demolidos, dejando un páramo desierto rodeado de vallas y hierbajos. Cuando Thatcher vino a Sheffield a dar un discurso en el Cutlers’ Hall en 1983, mi hermano mayor estaba entre aquellos que le tiraron huevos. Durante las huelgas mineras, mi padre estaba en Orgrave en los días que precedieron a la infame Batalla; con la policía montada persiguiendo a los mineros a través de los campos, parecía un campo de batalla medieval. Embarazada de mi hermana melliza y de mí desde hacía varios meses, mi madre vio a los convoyes de policía dirigirse hacia Orgreave, un ejército que iba a hacer frente a un enemigo interior.

La ruina industrial de Gran Bretaña era inevitable, eso dicen los defensores de Thatcher. La industria era ineficiente y había sido corroída por los matones de los sindicatos: el Ministro de Thatcher Geoffrey Howe me dijo que él «a menudo se preguntaba por la nota de suicidio dejada por gran parte de la industria británica». Pero fue un sabotaje. Primero, la abolición de los controles de intercambio permitió a la City florecer a costa de otros sectores de la economía. Después permitieron que se disparara el valor de la libra, con tipos de interés que alcanzaron el 17 por ciento, haciendo prohibitivamente caro el acceso al crédito, que es crucial para la manufactura.

Sir Alan Budd advirtió al gobierno Thatcher y temió que ellos «nunca creyeran ni por un momento que esa era la vía correcta para reducir la inflación», una via que de hecho fue un medio altamente efectivo para hacer crecer el desempleo, «un método extremadamente apropiado para debilitar a la clase obrera». Las comunidades de clase obrera fueron arrojadas a la basura, y en algunos casos jamás pudieron recuperarse de aquello, debido a una cruzada ideológica.

Reflexionando acerca de la huelga minera hace algunos años, incluso la mano derecha de Thatcher, Norman Tebbitt, aceptó que «los cierres se llevaron a cabo en una escala excesiva», con el resultado de que «muchas de esas comunidades quedaron completamente devastadas». Como Jack Straw apuntó la semana pasada, el gobierno de Thatcher necesitaba que «la policía se pusiera de su lado» durante estos levantamientos industriales, creando una «cultura de la impunidad» en el seno de los cuerpos policiales. En Orgreave se culpó (con el apoyo de los medios de comunicación convencionales) a los mineros por la Batalla, hasta que años depués el cuerpo de policía fue obligado a desembolsar cientos de miles de libras en compensación. Y fue ese mismo cuerpo (los «Boot Boys» de Maggie) el que desprestigió a aquellos que habían muerto en Hillsborough por culpa de su incompetencia y de su desprecio por la clase obrera.

De acuerdo con lo que afirman los espadones de Thatcher, ella arregló nuestra «economía destartalada» y dio impulso a una era de prosperidad. Es extraño, por tanto, que el período de crecimiento y de mejora del nivel de vida más constantes en Gran Bretaña fuera el de las tres décadas que siguieron a la guerra, con sus altos impuestos sobre las rentas altas, sus sindicatos fuertes y su intervencionismo estatal.

Desde que Thatcher dio comienzo a la era de los bajos impuestos, los sindicatos débiles y los mercados liberalizados, el crecimiento ha sido menor y ha estado distribuido de forma más desigual, y además hemos vivido tres dramáticas recesiones. Nuestros apuros actuales están totalmente contectados con el fracaso del Nuevo Laborismo a la hora de dar marcha atrás a la desregulación financiera de la que Thatcher fue pionera. «Ni siquiera estabas vivo entonces», replican en tono aleccionador los acólitos de Thatcher a una generación que es en gran medida anti-Thatcher; una generación que es la primera desde la Segunda Guerra Mundial que tiene que enfrentar un futuro peor que el de sus padres, con pocas expectativas de tener un hogar a un precio asumible gracias a la venta masiva de vivienda pública acometida por Thatcher. Una nueva generación de izquierdistas que representa un revulsivo contra la desmoralización de sus padres.

Y sin embargo el odio contra Thatcher es tan comprensible como fútil. Celebrar la posibilidad de su muerte se ha convertido en un sustitutivo macabro para satisfacer la frustración que sentimos al saber que no hemos podido derrotar al thatcherismo. La Dama de Hierro morirá sabiendo que su legado es hoy más fuerte que nunca. Y sólo tendrá sentido organizar celebraciones el día en que el thatcherismo sea finalmente purgado de este país y en que hayamos construido una Gran Bretaña que funcione de acuerdo con los intereses de la clase trabajadora. Entonces podremos regocijarnos de verdad.

Fuente: http://www.independent.co.uk/voices/comment/not-all-socialists-want-to-dance-on-margaret-thatchers-grave-i-want-her-to-go-on-and-on-8143089.html