Es una historia muy triste. Hace tres años, al volver de las vacaciones, nos enteramos de la muerte del elefante del zoológico de Túnez. Ibamos a verlo a menudo y su desaparición dejó en el mundo, y en nuestra memoria, un hueco tan grande como su propio corpachón inocultable (¿dónde puede esconderse un elefante?). Siempre […]
Es una historia muy triste. Hace tres años, al volver de las vacaciones, nos enteramos de la muerte del elefante del zoológico de Túnez. Ibamos a verlo a menudo y su desaparición dejó en el mundo, y en nuestra memoria, un hueco tan grande como su propio corpachón inocultable (¿dónde puede esconderse un elefante?). Siempre nos había enternecido mucho. Sin vallas ni barrotes, lo único que lo separaba de la libertad era un pequeño foso no muy profundo, infranqueable, sí, para un paquidermo, pero cuya estrechez misma debía constituir una permanente tentación ante sus ojos. Pues, en efecto, durante doce años el elefante desdeñó el amplio espacio abierto a sus espaldas para mantenerse arrimado al foso, con la cabeza inclinada, como calculando la distancia; daba unos pasos atrás y luego tendía la pata delantera derecha, en un impulso de salto más bien tímido y siempre reprimido en el último instante. Durante doce años su vida se redujo a esta carrerita impotente y a este izamiento inútil de la pata. Una y otra vez retrocedía, tomaba impulso y dejaba suspendida un momento la extremidad en el aire antes de retirarla de nuevo para recomenzar enseguida, en un gesto ya neurótico, mecánico y agotador. Por fin, un día, de manera inesperada, saltó. Cayó en la zanja y no se recuperó de las heridas. ¿Por qué lo hizo? Los elefantes, pacientes y memoriosos, ¿ensayan un numero de veces los gestos antes de su ejecución? ¿La acumulación y la repetición tienen un límite físico -una especie de termostato o de contador- más allá del cual es inevitable pasar al acto? ¿Podemos saber siquiera si fue una tentativa de liberación o, por el contrario, un suicidio premeditado como consecuencia del cansancio y la desesperación? Quizás el elefante de Túnez -consciente de su infranqueabilidad- no quería ya saltar el foso sino simplemente dejarse caer en él.
¿Cómo saberlo? Entre el orden del pensamiento y el orden de la acción hay un abismo irreductible, «relleno» de factores inexplicables -físicos, materiales, sociales, psicológicos- y por lo tanto impredecibles. De esta opacidad se alimentan, por ejemplo, las novelas policiacas, cuyos detectives, frente a un crimen, buscan de entrada a su alrededor un móvil: es decir, un sospechoso al que haya podido mover a la acción un interés concreto. Pero las novelas no serían novelas si los móviles más patentes, los más rectilíneos, estuvieran en el origen del asesinato; la sorpresa del lector -que, del alguna manera espera ya con fundado realismo- está asociada al hecho de que finalmente el crimen lo perpetra el móvil más débil: no el heredero desplazado o el esposo cornudo sino el muchacho angelical deseoso de comprarse una corbata nueva. No sabemos cuáles son los mecanismo de la acción; no sabemos por qué decidimos pasar a la acción. Por mucho que se haya dudado y deliberado, si pasamos finalmente al acto lo hacemos sin-pensar, rompiendo de hecho con todos los argumentos que justificaban o reclamaban ese pasaje, de un modo tan irreflexivo como cuando retiramos la mano del agua hirviendo o saltamos al pisar descalzos un cristal roto. Como en el caso del elefante. No puede haber jamás transparencia entre el orden del pensamiento y el orden de la acción. Puede haber, eso sí, dignidad. ¿Por qué se inmoló Mohamed Bouazizi en Túnez, desencadenando de ese modo la revolución tunecina y la «primavera árabe»? Nadie podrá saberlo. Lo que sabemos es que, mediante este gesto, iluminó a su alrededor un crepitar injusto de móviles sociales y activó el móvil mismo de una transformación colectiva.
En 1902, Jack London fue enviado como reportero a Inglaterra, donde permaneció siete semanas. Disfrazado con harapos, decidió sumergirse en el barrio más pobre de Londres para compartir los trabajos y los días de los desheredados de la abundancia imperial. No sabemos por qué lo hizo, aunque algunos comunistas trasnochados seguimos dando un nombre antiguo a este misterio: «principios». Lo cierto es que dejó un libro aterrador, de acusadora actualidad, que tituló de manera elocuente El pueblo del abismo. En uno de sus capítulos, London nos habla del suicidio, de las decenas de personas que en el East End londinense se quitaban o trataban de quitarse la vida todos los días y cuyo fracaso, cuando fracasaban, de regreso a la desesperación, las convertía además en delincuentes ante la justicia: hasta diez años de prisión podían recibir como condena los que no sabían utilizar bien el veneno o la cuerda. En cuanto a los que consumaban su intento, el misterio de este paso-al-acto se esclarecía de la forma más expeditiva y cómoda. Ellen Hugues Hunt, de 52 años, sin casa, sin trabajo, sin comida, se arrojó al Támesis. El veredicto del juez fue tajante: «muerte por enajenación mental transitoria». London comenta con dolor: «Me parece que estoy en lo cierto si afirmo que la justicia hubiera sido infinitamente más ecuánime de haber declarado culpable a la sociedad en su conjunto, por su enajenación mental contra Ellen Hughes Hunt, a la que apartó y desposeyó de toda la alegría de vivir que sin duda tuvo en otro tiempo. ¡Enajenación mental transitoria! Así se quitan la responsabilidad para con sus hermanos hambrientos y desnudos».
En España, la ofensiva talibán que llaman «crisis» ha producido ya innumerables suicidios entre las víctimas de los bancos. Son 119 personas las que este año se han quitado la vida ante la amenaza inminente de perder su vivienda. ¿Se han suicidado por eso? Misterio. Se dirá que todos los días se desahucia a 500 familias y la mayor parte de ellas se aferran a la vida. Esos 119 suicidas, ¿no estarían deprimidos por otros motivos? ¿No tenían antecedentes psiquiátricos? Su padre o su hermana o su tío, ¿no habían intentado suicidarse una vez, en medio de la abundancia, por un desengaño amoroso? Los mismos periódicos de la derecha que emborronan las pistas en el caso de los desahuciados, para quebrar la rectilínea entre el móvil y el acto, no dudan, sin embargo, en atribuir a la crisis el suicidio de Patrick Rocca, propietario de la Accorp Properties, o el de Adolf Merckle, uno de los 100 hombres más ricos del mundo, o el de René-Thierry Magon, cofundador de Acess International Advisor. Los ricos merecen admiración o compasión. Los pobres, en cambio, son siempre culpables de su paso-al-acto, incluyendo sus propias muertes.
Pero es verdad. Hay todos los días 500 desahucios y la mayor parte de sus víctimas no se suicidan. Hay un creciente número de móviles sociales y la mayor parte de la gente ni se rebela ni se manifiesta ni protesta. Pero quizás es éste el verdadero misterio que hay que desvelar y cuyo esclarecimiento ilumina también -acusatoriamente- el dolor que estamos viviendo. ¿Por qué la mayoría no se suicida? ¿Por qué la mayoría no se rebela? Siempre hay una buena razón para no pasar-al-acto; siempre hay otro acto cruzado en el camino. Las razones son condenadamente buenas: porque los niños están a punto de volver de la escuela, porque hay más ropa que lavar, porque no se ha terminado de pagar la hipoteca, porque los amigos llorarían, porque Marta tendría que saldar las deudas, porque nos echarían del trabajo, porque se tiene miedo. O porque nos gustan los pepinillos en vinagre. O porque el sol, que aún no controlan los bancos, acaba de asomarse entre las nubes y, tras hacer brillar el vaso roto, nos acaricia un instante los brazos.
El verdadero misterio, lleno de miserias y de luces, es que el elefante tardase doce años en saltar el foso.