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Contra la máquina

Fuentes: Madrilonia

«Aún se intenta hablar de la transición sin considerar la fuerza del fascismo» Antonio Negri   Ante el drama obstinado de la crisis, todo un coro de voces deplora que los estados hayan perdido gran parte de su soberanía. Y sin duda hay una parte de verdad en su lamento: ya nadie tiene dudas (empezando […]

«Aún se intenta hablar de la transición sin considerar la fuerza del fascismo»
Antonio Negri

 

Ante el drama obstinado de la crisis, todo un coro de voces deplora que los estados hayan perdido gran parte de su soberanía. Y sin duda hay una parte de verdad en su lamento: ya nadie tiene dudas (empezando por el presidente del gobierno, que más allá de alguna que otra bravuconada de taberna, reconoce abiertamente su condición de vasallo) de que el estado español es un protectorado sin margen de decisión en las materias fundamentales. Curioso soberano, diría Schmitt, aquel que precisamente no puede decidir sobre aquello que pone en juego su existencia. Y tal vez esa amputación sirva para explicar la alergia pre-política que ha provocado en la derecha, pero también en gran parte de la izquierda del régimen, el proceso independentista catalán: el clamor de la multitud de la Diada, aquella reivindicación de su dret a decidir, fue como un recordatorio cruel de la capacidad perdida. En la Ética, Spinoza definía la envidia como una forma de odio que produce dolor ante la idea de la felicidad de otro, y por el contrario, alegría ante la idea de su dolor. A la envidia Spinoza opone la emulación, «el deseo de alguna cosa, que se produce en nosotros por el hecho de imaginar que otros tienen ese mismo deseo» (E, III). Pero el establishment no desea emular el proceso catalán: desea odiarlo, desea sólo su fracaso, y esa es otra prueba de su impotencia.

El problema, sin embargo, es que a ambos lados del Ebro todo este enjambre emocional oculta algo más decisivo y fundamental. Cuando se dice, como se dice a menudo, que el Estado ha perdido su soberanía, no debería pensarse inmediatamente en el agujero negro del Bundestag, ni en el espectáculo goyesco de esas cumbres europeas que cada vez más gente reconoce como la cara del enemigo. El problema de la crisis no es que Bruselas se haya convertido en el gran Leviatán, ni su solución pasa por una vuelta al culto del soberano, ese monstruo todopoderoso que normaliza a sus sujetos según su gusto y antojo: ese es el viejo sueño de Le Pen, ese es el sueño de los amaneceres dorados y de la «recentralización» castellana camuflada de unión, progreso y democracia. Ese sueño es una pesadilla, y es además imposible. Pensar que la soberanía se puede «recuperar» igual que se «cedió» en el pasado es no comprender que la soberanía, como el poder, no es un objeto que se pueda poseer, alienar o traspasar, sino ante todo una relación, un orden de potencia, una capacidad de.

La Unión Europea no se ha convertido en un problema por restarle «soberanía» jurídica a los estados, sino porque ha sido capaz de alejar de la vida productiva y laboral, y del ámbito de la participación y la confrontación política, todas las decisiones fundamentales que conciernen la vida y la muerte del capital: la política productiva y monetaria, la regulación del sistema financiero, del comercio exterior o de la arquitectura presupuestaria de los estados, por ejemplo. Ese proceso ha alcanzado su paroxismo en el momento de esta crisis terminal del capitalismo: la unión europea ha servido para cerrar en una habitación acorazada la reproducción asistida del capital, para blindar y proteger las intervenciones a corazón abierto (bajo forma de rescates, voladuras controladas y estrategias de manejo político de la deuda) con que se sigue intentando suturar sus contradicciones y resucitar al monstruo herido. En el caso de los países «intervenidos», ese proceso ha logrado que la acción gubernamental aparezca ante la opinión pública como poco más que una agencia de comunicación para los programas económicos y sociales que, elaborados en otra parte, se les transmite verticalmente, y que caen sobre aquellos que los sufren con la inevitable necesidad de un destino convenientemente despolitizado. Pero no se trata simplemente de la sustitución de un sujeto político por otro. Ambos se relevan para servir al mismo proceso, que se hace más poderoso, menos visible, más impune y fantasmagórico al disimularse en su aparente contraposición.

Es algo parecido al mito de Giges, que cuenta Glaucón en la República: Giges encontró un anillo que le permitía volverse invisible, y que utilizó para disimular la violencia requerida para matar al rey, seducir a la reina y hacerse impunemente con el poder. De manera parecida, la unión europea no es un sujeto jurídico contrapuesto a los estados, sino un proceso que diluye en su capacidad de ocultar otra capacidad, la capacidad básica de cualquier democracia: aquella de establecer tiempos, horizontes y prioridades, de decidir sobre lo que le es común, o, por usar la terminología de Schmitt, de nombrar y hacerse cargo de su propia situación. En ese choque de dos capacidades, dos procesos, dos potencias, el enfrentamiento no es entre la unión europea y los estados (y Tsipras demostró su valía hace unos meses al no renunciar, pese a las críticas, a la batalla del euro: la fortaleza a asediar, a conquistar, a socializar, es el Banco Central Europeo, es la suma de contradicciones que se hace invisible tras su velo de necesidad e ignorancia). El enfrentamiento es entre su operación conjunta para el salvataje del capitalismo y la democracia incipiente que la resiste: lo que una aleja y disimula hasta hacer intransitivo, la otra profana y acerca, socializa, ansía poner en común. Por eso la norma estatal tiene cada vez más problemas para asentarse, y por eso los estados tienen que hacer uso de mecanismos semi-excepcionales cada vez más brutales para lidiar con una realidad social que se les escapa: la realidad repele la norma que la asedia, la desborda, la amenaza, y la norma sólo es capaz de drenar esa pérdida con dosis cada vez mayores de violencia.

El resultado de ese conflicto es que vivimos una realidad escindida, sangrante, afectada por una paradoja insoportable: las poblaciones del sur de Europa sufren una violencia cada vez mayor ejercida legalmente en su propio nombre. Aparentando su incapacidad de elegir, los estados se ensañan contra los ciudadanos alegando que ellos «sólo obedecen órdenes», al tiempo que se escudan en la ficción representativa para reivindicar la legitimidad otorgada por las urnas. Poco importa que esa legitimidad alcance mínimos que resultaban casi imposibles de imaginar hace sólo unos meses. Según las últimas encuestas, la suma de votos entre el PP y el PSOE en las elecciones generales supondría poco más de la mitad del voto válido emitido, lo que en un escenario de participación media les otorgaría más o menos el voto de uno de cada tres españoles con derecho a sufragio, comparado con un 64% en 2008. Saben que seguirán cayendo, saben que están haciendo saltar por los aires el precario pacto social de la transición, y que su poder reposa sobre una base cada vez más frágil. No importa, porque para eso sirve la ficción representativa: la suma de PP y PSOE concentra la mayor dosis de poder institucional de la historia reciente. Seguirán haciendo lo mismo mientras no tengan enfrente una fuerza mayor y contraria, dispuesta a neutralizarlos y a ocupar de otra manera el mismo espacio que ahora gobiernan con la impunidad de un déspota.

El problema es simple: ya no hay un dentro y un fuera, sino frentes en los que han de chocar las dos fuerzas, frentes que avanzan o retroceden en función de los espacios y los procesos que se controlan, que cada cual se apropia y pone a trabajar en su favor. Desde esa perspectiva, la situación es desoladora: Europa es ahora mismo un campo de batalla en el que la democracia no controla más que su propia retaguardia. Por eso es urgente multiplicar la expropiación de esos espacios. Parte de esa estrategia consiste en recuperar la distinción entre la democracia, entendida como fuerza de resistencia y construcción popular, y las elecciones, como mero mecanismo estatal para la selección de dirigentes. Cualquier opción de supervivencia pasa por democratizar las elecciones: por desmitificarlas, arrebatarles su condición normal, bloquear la reproducción de la ficción representativa y abrir así los aparatos del poder estatal a un proceso de democratización real. No se trata simplemente de plantear la «toma del poder» porque el poder no se toma, sino que se ejerce siempre de manera compleja y sinuosa, nunca en línea recta y de una sola vez. Las instituciones no pueden aparecer como un fin político en sí mismo, ni como un medio para poder lograr después otra cosa (ya sabemos qué suele hacer el Estado con esos horizontes temporales: devorarlos a mordiscos como Saturno a sus hijos). Pero cada vez parece más claro que negar la necesidad de pelear por los espacios institucionales es resignarse de antemano a la derrota. También es seguir, paradójicamente, bajo el hechizo del culto al soberano: en la figura del alma bella que lo niega desde fuera, el Estado se mantiene vivo como ese otro que, igual que el fantasma de Hamlet, no deja de aparecer.

¿Es votar la solución para el problema? Por supuesto que no. En su célebre tratado sobre la desobediencia civil, Thoreau decía que «votar por lo que es justo equivale a no hacer nada en su favor». Pero hoy en día se trata de una falsa alternativa, porque hay que construir las dos cosas: un poder popular real que resista y persista en la tarea de hegemonizar una nueva gramática democrática y también una herramienta electoral que pueda usar esa gramática como ariete, que pueda tirar la puerta de la fortaleza desde dentro y facilitar el tránsito de la resistencia a una construcción democrática autónoma y real. De Syriza a las CUP, varios experimentos intentan demostrar que hay formas de conjugar planos de articulación distintos, de hacerlos complementarios, aunque no se tenga de antemano las respuestas para lo que vaya a suceder después (y tal vez, precisamente por ello). Es posible que alguno de esos experimentos fracase, o que no exista a día de hoy la herramienta para extenderlos a otros lugares, o que los esfuerzos para lograrlo no den resultado. Pero es un camino a seguir. Decía Thoreau en ese mismo ensayo:

 

» Todas las máquinas provocan fricción (…) pero cuando la fricción se convierte en máquina, y la opresión y el robo se organizan, yo digo: acabemos con esa máquina, no la tengamos ni un minuto más»

Let us not have such machine any longer. Frente a la fricción insoportable del soberano, no hay más armas que la capacidad democrática: luchar en varios lugares a la vez, unir distintos puntos en una misma línea de resistencia.

Fuente: http://madrilonia.org/2013/01/contra-la-maquina/