-I- La repetición de lo obsceno tiende a instalarlo como cosa natural: lo que en un momento indigna en otro puede provocar resignación. A condición -claro- que se desmonte nuestra capacidad crítica. No es tarea fácil, pero se empeñan en hacerlo. Difícil no recordar las imágenes de un político (implicado en una de las tramas […]
-I-
La repetición de lo obsceno tiende a instalarlo como cosa natural: lo que en un momento indigna en otro puede provocar resignación. A condición -claro- que se desmonte nuestra capacidad crítica. No es tarea fácil, pero se empeñan en hacerlo.
Difícil no recordar las imágenes de un político (implicado en una de las tramas corruptas más importantes que asedian el sistema político español) doctorándose hace un tiempo en una universidad pública con lauden, secundado por un séquito académico reverencial y obsecuente, mientras la policía cargaba contra algunos estudiantes que le espetaban. La afrenta moral de entonces es la misma que nos sigue hiriendo hoy; me refiero a aquella que producen algunos personajes siniestros ironizando sobre quienes no aceptan callar ante lo inaceptable. Que se manchen la boca con el «estado de derecho» (contribuyendo a erosionar más la ya devaluada credibilidad del sistema judicial español) no cambia nada.
Esa instantánea revela un rasgo cínico por excelencia: la obscenidad. No es simple hipocresía, en la que el acto inmoral se oculta por ser considerado públicamente reprobable. Es ir más allá de la máscara hipócrita: el gesto obsceno desafía un orden moral previo en el que tanto el robo o las prebendas como la mentira o el abuso de poder son socialmente reprobados. La primacía de lo obsceno se convierte en prepotencia de una práctica delictiva que se ampara en la impunidad; una práctica que, por si fuera poco, atraviesa instituciones políticas y económicas como el parlamento, los partidos políticos, la monarquía, las grandes empresas o la banca. El gesto es una muestra desquiciada de fuerza: «soy un corrupto ¿y qué?» podría ser el subtexto de aquella instantánea en la que un político, en el momento de su mayor alarde, estaba anunciando al mismo tiempo su entierro como parte del pasado.
El problema, como siempre, es que aunque pueda barrerse con alguno de estos sujetos, la obscenidad persiste, se multiplica, encarna en otros dispuestos a llevarla más al extremo. Es cierto que, en determinadas coyunturas históricas, debe dosificarse con una retórica eufemística que construye el saqueo privado como beneficio público. Pero nada que se asemeje a una autolimitación ética: es una cuestión de estados de ánimo y relaciones de fuerza. Se sabe: son tiempos de indignación colectiva y apelar a la pantomima de la moderación -antes que a la provocación descarada- es un asunto de supervivencia. Lo que cuenta, sin embargo, es que siguen haciéndolo.
-II-
Aunque nada los salve del escarnio público, el prontuario de sujetos de esta calaña puede «limpiarse» (es decir: olvidarse) por un sistema judicial políticamente conservador y con remanentes franquistas (piénsese en los homenajes funerarios a antiguos miembros del gobierno militar, las prácticas medievales de algunos miembros destacados del TSJ o los hábitos suntuarios de esta nobleza extemporánea).
Lo cierto es que las instantáneas del cinismo proliferan. Son innumerables: la aprobación por decreto de la peor reforma laboral en la historia contemporánea de España (afirmando de forma inverosímil que dicha reforma es imprescindible para crear empleo, cuando no ha hecho más que destruirlo); las dificultades estructurales para erosionar la impunidad monárquica; el retroceso legal iniciado contra los derechos de la mujer y de la ciudadanía en general; la arremetida presupuestaria e ideológica contra la educación, la sanidad y la investigación públicas (en simultáneo a la reivindicación de las fiestas taurinas como patrimonio cultural); la política de reducción de déficit empeñada en desmontar lo que queda de un estado de bienestar ya endeble, sin siquiera revisar la financiación millonaria de instituciones como la iglesia católica, las fuerzas armadas y policiales o la corona; la disminución de la presión fiscal sobre los niveles de renta más elevados y el aumento sobre las franjas sociales mayoritarias (reafirmando un sistema tributario regresivo); la escandalosa «tolerancia» del fraude fiscal, la economía sumergida y los paraísos fiscales, junto a medidas destinadas a salvar el sistema financiero a expensas del erario público; el recorte de ayudas a dependientes; la supresión ministerial de cualquier referencia a la inmigración; la reducción de una ya escuálida partida a «cooperación y desarrollo»; la criminalización y represión policial de las protestas sociales; el asalto a los medios de comunicación públicos por parte del partido gobernante; la vergonzante política de desahucios; la creación de nuevas tasas judiciales; las restricciones crecientes en el acceso a las prestaciones sociales… La enumeración no es exhaustiva; se trata apenas de algunas instantáneas que van delineando un cuadro deplorable que describe una España en recesión, asediada por la pobreza, la desigualdad, la corrupción impune, el paro y la precariedad laboral.
-III-
Que las políticas del actual gobierno neoconservador no sean sorprendentes no les resta su gravedad. En ese sentido, el tradicionalismo cultural, el autoritarismo político y el neoconservadurismo económico constituyen tres claves interrelacionadas para pensar las condiciones del presente en España, en la que el gobierno ha consolidado su alianza con la gran burguesía empresarial y financiera, con una cúpula eclesiástica retrógrada que encarna lo peor del catolicismo y una monarquía decadente. Sería un error, sin embargo, subestimar la capacidad del gobierno para legitimar un paquete de cambios de carácter reaccionario. Si por un lado es de prever que las luchas sociales no cesarán de multiplicarse, por otro lado, necesitamos reflexionar sobre los modos en que la actual fuerza dominante se propone construir hegemonía, esto es, producir consensos sociales en torno a las medidas centrales que ha puesto en curso. Es a partir de esa comprensión como podemos elaborar herramientas críticas no sólo para desmontar un discurso político marcado por el cinismo, sino para articular intervenciones que subviertan el actual estado de cosas.
En esa dirección, los varios inventarios de eufemismos al uso que circulan en la red señalan la dirección por la que pretende legitimarse el actual bloque gobernante: «regularización fiscal» en vez de «amnistía fiscal»; «ampliación de retenciones en el impuesto al valor» en vez de «aumento del IVA»; «reestructuración del sector público» en vez de «destrucción del estado de bienestar», «tercerización» en vez de «privatizaciones», «ayuda financiera» a la banca en vez de «intervención bancaria», «reformas estructurales» en vez de «recortes», «desaceleración en la destrucción de empleo» en vez de «aumento de parados»; «ejecución hipotecaria» en vez de «desahucios», «flexibilidad» en vez de «precarización» laboral; «nuevas facilidades para la contratación» en vez de «abaratamiento del despido», «competitividad» en vez de «reducción salarial», «ticket moderador» en vez de «repago», son algunos de esos términos acuñados por una derecha obstinada en aplicar un recetario que ya ha fracasado estrepitosamente en América Latina, empeorando radicalmente las condiciones de vida mayoritarias. El inventario no deja de ampliarse: en general, apunta a presentar como «economía de libre mercado» una «economía oligopólica» que agrava las desigualdades socioeconómicas y la concentración obscena de la riqueza.
-IV-
El «discurso» no es un mero medio de reproducción de poder. Como ha estudiado Foucault, el «poder» se produce también ahí: en los modos de inteligibilidad y legitimidad que genera. El análisis de los discursos políticos abre camino a una política crítica del discurso. Desmontar la retórica eufemística sobre la que se sostiene la estrategia del neoconservadurismo, en este sentido, es insuficiente e imprescindible a la vez. Si bien identificar esa terminología aséptica no alcanza para transformar nuestra formación social, es sobre la base de esa crítica donde mejor podemos vislumbrar cómo lo obsceno se legitima evitando cualquier referencia a sus (funestos) efectos sociales.
¿Hace falta señalar que a nivel internacional la estrategia retórica del bloque dominante es similar? Si las intervenciones neocoloniales a nivel mundial son llamadas «misiones de paz», tampoco sorprende que invoquen la «democracia» para la implantación de gobiernos corruptos que incumplen con los derechos humanos más básicos (como ocurre en Afganistán, Pakistán o Irak), celebren como «amigos de la libertad» a países teocráticos como Arabia Saudí o planteen como «legítima defensa» los ataques indiscriminados del estado israelí a la población palestina.
En cualquier caso, no basta denunciar lo obsceno si seguimos acuñando unas categorías del discurso que reintroducen subrepticiamente lo que querían expulsar. En una época marcada por el descreimiento radical acerca de las posibilidades de cambiar el mundo, necesitamos poner en crisis una cultura política hegemónica que juzga como cosa ilusoria -cuando no peligrosa y totalitaria- cualquier voluntad de cambio. Si en un plano político no se cansarán de recordar las experiencias totalitarias del siglo XX, a nivel económico enfatizarán la economía de libre mercado como el menos malo de todos los sistemas económicos conocidos y en una dimensión antropológica no cesarán de repetir la tesis de la naturaleza egoísta del ser humano. La insistencia en la «lógica del mal menor» (mientras intentan bloquear cualquier disidencia que permita imaginar otros mundos posibles) es signo de un dogmatismo inaceptable. La complicidad con lo ya-conocido no deja de suscitar incómodos interrogantes: ¿en qué sentido constituye un «mal menor» un sistema que arrasa diariamente millones de vidas, mientras proclama la utopía del mercado como única posibilidad realizable? ¿En qué consiste esta «lógica» que en nombre de la libertad (de mercado) produce holocaustos a diferentes escalas (1)? ¿Puede hablarse con un mínimo de seriedad de «economía de libre mercado» cuando lo que constatamos a diario es la concentración de las decisiones en unas elites económico-financieras globalizadas? ¿No sería infinitamente más preciso referirnos a la «dictadura de los mercados» y a las «servidumbres del estado»? Y ¿hasta qué punto puede seguir sosteniéndose el presupuesto de una «naturaleza humana» invariante, cuando histórica y culturalmente las prácticas sociales no sólo son diversas sino también divergentes?
A pesar de las evidencias lapidarias de un capitalismo de la catástrofe, la resignación sigue haciendo su trabajo. Puesto que la alteridad está jaqueada por los poderes dominantes, la coartada ideológica se hace nítida: no queda más alternativa que entregarse al goce en el lugar que se pueda dentro de este mundo social.
El deber del goce (2) significa hacerse un lugar en el no-lugar del presente, incluso si ello supone saltarse las normas más básicas de convivencia interhumana. ¿No deberíamos poner en crisis, precisamente, este discurso del goce que tiene como contrapartida lo obsceno, esto es, la exhibición de la potencia, incluso si ello supone avasallar a los otros? No es preciso tener convicciones profundas en el sistema para sostenerlo: el hedonismo, encerrado en su infinita incitación al goce, es la forma por excelencia de nuestra época de inmunizarse ante la obscenidad y postergar indefinidamente nuestras demandas de justicia.
En un mundo desdichado la instauración de un goce sacrificial no es una fatalidad sino un subterfugio individualista para aceptar lo inaceptable. En vez de eternizar lo histórico, como saben los materialistas, nuestra opción es historizar lo eternizado. Puede que entonces esa historización radical nos permita imaginar otras instantáneas de lo social, en las que lo obsceno no sea ya la política de la impunidad en la que malvivimos.
Notas:
(1) Ante la falsa armonía entre democracia y mercado que ese discurso plantea, deberíamos recordar las dictaduras militares latinoamericanas de los 70 como experimentos políticos precursores en la implantación de «economías de mercado», así como las experiencias posteriores de empobrecimiento generalizado que advinieron tras las presuntas panaceas neoliberales de los 90. El fetiche de la globalización no hace más que derramar miseria. Conviene entonces invertir la premisa: un mercado global des-regulado, en la medida en que conduce a la concentración y centralización de la propiedad y de los ingresos, instala la distopía antidemocrática del capitalismo.
(2) «La gran paradoja es que el deber de nuestros días no impone la obediencia y el sacrificio, sino más bien el goce y la buena vida. Y quizá se trate de un mandato mucho más cruel. Probablemente el discurso psicoanalítico es el único que hoy propone la máxima: «gozar no es obligatorio, te está permitido no gozar». La paradoja de la sociedad permisiva es que nos regula como nunca antes» (Zizek, Slavoj (2003): «Contra el goce», entrevista realizada a S. Z. en diario «Clarín», 29-11-2003, Versión digital en http://old.clarin.com/suplementos/cultura/2003/11/29/u-666509.htm.
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