Al parecer, Rusia no se adapta al papel de oso de feria -impávido ante el chiflido, la carcajada, el cascajo; obsecuente bajo la fusta restallante- que algunos quisieron y quieren endilgarle. Puede que definitivamente hayan finiquitado los tiempos en que un beodo devenido mandatario -en esto George W. Bush no es rara avis, por cierto- […]
Al parecer, Rusia no se adapta al papel de oso de feria -impávido ante el chiflido, la carcajada, el cascajo; obsecuente bajo la fusta restallante- que algunos quisieron y quieren endilgarle.
Puede que definitivamente hayan finiquitado los tiempos en que un beodo devenido mandatario -en esto George W. Bush no es rara avis, por cierto- desmantelaba las estructuras vigentes, incluso recurriendo a la fuerza militar y al golpe de Estado, para propiciar, imponer el robo, la privatización de las propiedades públicas, tanto como la sistemática difamación de la URSS, de todo lo soviético, con el resultado de que «Moscú dejara de ser una de las principales voces en el mundo, para convertirse en una capital que aceptaba los dictados de Washington, pese a algunos gestos airados del grotesco Yeltsin en la antigua Yugoslavia», como nos recuerda, lapidario, Higinio Polo en la publicación digital El Viejo Topo.
Occidente debe de andar sobándose la piel, a ver si se le asientan los vellos, tras la noticia de que hace unos días el Ministerio de Defensa de la Federación probó con éxito un moderno misil balístico intercontinental que ningún sistema estadounidense podrá detener. «Ni los actuales ni los futuros sistemas americanos tendrán capacidad para impedir que el misil derribe su objetivo», aseguraba el primer ministro, Dimitri Rogozin.
Y eso, sin dudas, no constituye ínfulas de superpotencia, como podría desbarrar algún desavisado -si los hubiere-, sino cuestión de mera supervivencia. Ya en su primer período como presidente (de 2000 a 2008), a contracorriente de las hipotecas yeltsinianas (Polo dixit), Vladímir Putin había realizado un crudo análisis de la acción imperial de EE.UU. y de las consecuencias de la estrategia belicista, denunciando, entre otros incumplimientos de compromisos, la ampliación de la OTAN y el cerco tendido alrededor del país euroasiático.
¿Callar, por ejemplo, ante un supuesto escudo anticoheteril, en sí diseñado para golpes nucleares presuntamente sin posibilidad de riposta? ¿Hacer mutis cuando el cacareado broquel se despliega en Europa y se prevé extenderlo a Israel y varios territorios árabes de gobiernos reaccionarios? ¿Tascar el freno, modosamente, luego de la declaración por el Pentágono de la zona Asia-Pacífico como prioritaria para la seguridad del Tío Sam, mientras persisten las agresiones contra Iraq y Afganistán, y la guerra sucia en aras de un cambio de régimen en Siria, al estilo del impuesto en Libia?
En honor a la verdad, habría que tener vocación masoquista, cuando no suicida, para renunciar a apuntalar el resguardo frente a una espiral como clonada de la Guerra Fría y con el origen… se sabe dónde.
Así que, ni corto ni perezoso, en respuesta al hecho de que los Estados Unidos acumulan 43 por ciento del gasto castrense universal, no obstante la crisis económica que los cala hasta el tuétano, el Kremlin ha dispuesto la inversión de mil 200 millones de dólares para la acelerada modernización de los sistemas coheteriles Iskander-M, capaces de inutilizar la «sombrilla» de la Alianza en Europa. Ello, sin cejar en sus llamados a conjurar una conflagración que derivaría en Apocalipsis seguro. Exhortación harto creíble si se toma en cuenta la experiencia de la muerte de millones de ciudadanos por obra y gracia de Marte, el ígneo dios que en esa ocasión se vistió de fascista.
Pero el asunto no queda ahí. Anteriormente, ese poderoso artilugio se había ubicado en Kaliningrado, luego de emplazada la armazón gringa en la República Checa y Polonia. Y, «por añadidura, Rusia acelera la entrega a sus fuerzas navales, esencialmente la submarina, del misil Bulavá, un artefacto dotado con ojivas nucleares que sigue una trayectoria imprevisible a una velocidad hipersónica, lo que dificulta su intercepción».
Sí, no hay que ser muy zahorí para distinguir el «oscuro objeto del deseo» de las elites del tardocapitalismo planetario. Los dirigentes moscovitas lucen conscientes de un ciclópeo vigor, dado en la plétora de recursos naturales; la capacidad -por la geografía- de influir en el Oriente, rico en energía, desde Pakistán hasta el Magreb; la condición de equilibrador, que no equilibrista, en la cada vez más transparente rivalidad entre EE.UU. y China… Vigor que también brota de la siempre inestimable dignidad nacional.
No en vano «Misha» se enfurruña y ruge. Piensa que valen más dos o tres plantígrados de similar alzada que un solitario bisonte en la llanura. Y piensa bien.
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