Recomiendo:
0

¿Son los de abajo trabajadores?

Fuentes: Rebelión

En las últimas semanas ha habido un debate sobre la composición social de un posible bloque de cambio político en España, espoleado por un artículo del profesor de Ciencias Políticas de la Complutense Pablo Iglesias titulado «¿Quiénes son los de abajo?» (1). A este artículo le siguieron varias respuestas, de mayor o menor hostilidad para […]

En las últimas semanas ha habido un debate sobre la composición social de un posible bloque de cambio político en España, espoleado por un artículo del profesor de Ciencias Políticas de la Complutense Pablo Iglesias titulado «¿Quiénes son los de abajo?» (1). A este artículo le siguieron varias respuestas, de mayor o menor hostilidad para con el contenido del original.

La tesis del artículo original venía a ser que la clase obrera (que se identifica con trabajadores manuales del sector industrial) ha quedado desestructurada por los cambios operados en el mundo del trabajo y ahora, en vez de una masa compacta, unificada, sindicada y consciente de su potencial, lo que tenemos son una miríada de diferentes tipologías laborales que no tienen un nexo común entre sí por su posición compartida en el sistema de producción. Debido a esa falta de nexo común, el que constituyan una «clase» es algo que resulta discutible, pero sobre todo, es un motivo para pensar que puedan constituir el grueso del colectivo denominado como «los de abajo» que supuestamente pueden conducir a un cambio social y político.

Si bien el concepto de «los de abajo» no queda descrito en el artículo, de los grupos que enumera el autor, parece deducirse que la referencia va dirigida a una gran mayoría de la sociedad que experimenta las peores consecuencias del capitalismo, y en concreto, del capitalismo en crisis, y que por tanto, debería ser objetivo de la izquierda a la hora de intentar aumentar su fuerza política. De ahí que, no sin cierta ironía, Iglesias comente que «es conmovedor ver a la izquierda más nostálgica llegar al orgasmo, cuando trabajadores sindicados de los astilleros o de la minería defienden con sus familias los puestos de trabajo y a sus comunidades frente a los antidisturbios». Los conceptos de precariedad y pobreza, para el autor, son clave para entender que las tipologías laborales con las que él hace una lista, sí que son «los de abajo», pero sin embargo no son «obreros».

Los problemas con este punto de vista, sin embargo, son varios. En primer lugar, como bien señala una de las críticas al artículo, la «precariedad» no es un concepto ni novedoso ni que ha afectado a los trabajadores desde hace diez, veinte, o treinta años(2). Como acertadamente elabora Alfonso Lagos en su artículo crítico con los planteamientos de Daniel Lacalle, la precariedad es algo que existe desde las famosas descripciones de Engels de la clase obrera en Inglaterra del s.XIX y además transmite fenómenos que son relativos a las condiciones laborales de otros trabajadores (largas jornadas, desprotección legal, falta de contrato, etc.) y por tanto, diferencias dentro de la misma clase, no con respecto a otra clase social.

La imagen de un ejército de hombres con mono azul, clónicos, avanzando entre chispas de la siderúrgica con el carnet sindical en la mano, por tanto, es una creación que viene dada con posterioridad al nacimiento de una clase trabajadora en situación de absoluta desprotección legal, alta precariedad y extrema pobreza. Las condiciones que parecen describirse en las tipologías enumeradas por Iglesias ya se han dado en el capitalismo con anterioridad en muchos casos: la migración no es un fenómeno novedoso, al menos fuera de este país, y el propio Marx ya trataba el tema (entrecruzado con la cuestión nacional) de la animosidad entre trabajadores ingleses e irlandeses en Inglaterra.

Quizás entonces la cuestión será semántica, y lo que se pretende transmitir en el artículo sea una división entre esos dos grupos: los trabajadores «estables» y los trabajadores «precarios», que ya no se ven identificados con lo que Iglesias denomina «unidad simbólica» de considerarse obreros, con lo cual, parece ser una vía para llegar a ellos condenada al fracaso. El problema es que él sí que los conceptualiza con una etiqueta, la de «los de abajo» y afirma que a ellos es a los que «hay que dirigirse». ¿Qué conforma como grupo social homogéneo a esos «los de abajo» entonces? En el artículo se citan tres aspectos: que son pueblo, que pagan impuestos y que sacan el país adelante. El primero y el segundo dependen de apreciaciones altamente subjetivas y de la hegemonía de un discurso político u otro. Por ejemplo: el discurso neoliberal que actualmente está en boga pretende transmitir la idea de que quien saca al país adelante son ese concepto nebuloso de los «emprendedores». En distinta ubicación política, la extrema derecha nacionalista española considera «pueblo» únicamente a gente con ciertas características étnicas, dejando fuera a parte de las personas que encajan en algunas de esas tipologías laborales. Y finalmente, pagar impuestos es algo que puede hacer una persona identificada con esas etiquetas, pero también un trabajador del sector industrial de los que habla Iglesias, o incluso un gran empresario (hablo en teoría, al margen del alto nivel de fraude fiscal que exista en este España).

Si las características no sirven para extraer a un grupo social concreto de esa lista de distintas tipologías, tampoco queda claro el por qué deberían reconocerse unos a otros como similares bajo una etiqueta como «los de abajo», porque, siguiendo la misma lógica que distingue entre unos trabajadores con más seguridad y otros con mayor precariedad, la misma gradación se podría aplicar a todas las etiquetas que menciona el autor, estableciendo distintos subgrupos entre ellos en función de sus condiciones laborales en un momento concreto dado y afirmando que no todos pueden ser reducidos a la misma etiqueta de «los de abajo».

En resumen, la conceptualización de los «trabajadores» como únicamente obreros del sector industrial sindicados es extremadamente restringida e imprecisa. Pero es que además, ubicar como «los de abajo» a toda una serie de diferentes categorías que guardan la misma diferencia con esos obreros del sector industrial sindicados que pueden guardar entre sí, tampoco parece que elabore un esquema social claro y que permita dirigir un mensaje unificado al colectivo, lo cual parece que era el propósito inicial del artículo de Iglesias. Se podría entender que toda esa miríada de categorías que el autor incluye como el grupo de «los de abajo», no dejan de ser estratificaciones, o distintos niveles, en mayor vulnerabilidad y precariedad o menos, del grupo de aquellas personas que trabajan para vivir y no son grandes empresarios. Es decir, de los trabajadores.

El debate no es nuevo, y ya se ha dado en otro momento y otros lugares. Un ejemplo histórico es el comentario del recientemente fallecido historiador marxista Eric Hobsbawm, que desde las páginas de Marxism Today hablaba de los cambios en la clase trabajadora británica que limitaban su capacidad para superar el capitalismo. En concreto, en «The forward march of labour halted», Hobsbawm dedicaba algunas líneas a preocupaciones que, en 1982, ya se parecían en muchos casos a aquellas que esboza Iglesias en su artículo, incluyendo la estratificación dentro de los trabajadores, o la falta de militancia sindical, impedimentos para desarrollar una conciencia de clase que por tanto, podía darse como, si no muerta, seriamente debilitada u obsoleta (3). El guante al desafío de estas ideas lo recogería el también recientemente fallecido Chris Harman, en un artículo titulado «The working class after the recession«. Ahí hacía notar que, incluso aunque la conciencia de clase pudiese experimentar altibajos y obstáculos en periodos temporales determinados, aquello en lo que era necesario fijarse era en la potencialidad de desarrollo de esta misma conciencia entre la clase trabajadora (4). Potencialidad como capacidad política de esta clase, determinada a su vez por su posición objetiva en el sistema de producción.

Por este motivo, hay que determinar cuál es el propósito que el análisis de esta heterogeneidad entre el «pueblo» o la «clase trabajadora» tiene. Si se trata de analizar la estratificación entre la población trabajadora y los posibles conflictos o límites de actuación conjunta que impone esa estratificación, entonces parece pertinente entrar a determinar qué se entiende por una «clase social». Sería recomendable determinar tanto ese significado, como el de «clase trabajadora» o «precariedad» y comprobar hasta qué punto son útiles para describir una realidad social determinada. Pero si el propósito es generar una etiqueta que sirva para dirigirse y crear solidaridad entre todas las personas trabajadoras (de nuevo, en sentido amplio) que ahora mismo padecen un empobrecimiento o empeoramiento de sus condiciones materiales de vida debido a la desigualdad que se halla en auge durante esta crisis, no acaba de quedar clase el por qué ese término de «los de abajo» debe ser contrapuesto al de «trabajadores». Es decir, debemos diferenciar si queremos realizar un análisis o generar conciencia colectiva y política (o de clase, si uno quiere emplear la terminología clásica). Ambas prácticas pueden estar relacionadas o retroalimentarse, pero no deberían confundirse.

Si entendemos que la estructura productiva se cambia mediante un empobrecimiento de la mayoría que opera en favor de una minoría, como puede ser el caso de la reforma laboral, esto supone un ataque a las condiciones de vida de aquellos que deben trabajar para vivir, que serán los damnificados por esa actuación política. La cuestión no es que la reforma vaya a afectar por igual a todo tipo de trabajadores. De igual forma que podemos admitir que a un nivel de análisis existe estratificación, también podemos evaluar en ese mismo plano los efectos diversos que puede tener la crisis o las reformas laborales para con distintos colectivos dentro de una etiqueta amplia como «trabajadores». Pero a nivel de práctica política, y de generar una identificación colectiva mayoritaria, parece más fértil utilizar términos cuanto más inclusivos, mejor. Porque de lo contrario, podemos caminar la senda de la disensión entre trabajadores que, aún viéndose perjudicados por un empeoramiento de sus condiciones laborales, dejan de percibirse como grupo perjudicado colectivamente, porque unos lo han sido más y otros lo han sido menos. De ahí, debates alrededor de presuntos privilegios de «funcionarios», o directamente de «trabajadores fijos» que conducen a un divide et impera.

Es decir: etiquetas como «los de abajo», «la mayoría social», «el pueblo», o cualquier otra que se quiera utilizar pueden ser perfectamente útiles, pero la contraposición principal debería ejercerse contra aquella exigua minoría que se está beneficiando de una crisis que padecemos la gran mayoría: grandes riquezas y empresarios o banqueros. No de quienes por distintos motivos, parecen mostrar mayor capacidad en capear el temporal, porque en última instancia, esa «mayor capacidad» puede ser algo únicamente pasajero y depende de la actuación colectiva de todos aquellos que no formamos parte de la minoría. Y cuando uno mira el trasfondo de esas etiquetas, útiles en la propaganda, parece que no deja de haber una composición de clase (en sentido amplio, si se quiere). De ahí que, como bien señala Nega en su réplica al artículo, el papel de la PAH en la actual crisis económica sea esperanzador y muy positivo. La PAH realiza una práctica política y de movilización que contribuye a evitar o desactivar la posible fragmentación dentro del sujeto colectivo de los trabajadores que supone esa estratificación (o cualquier otra, como por ejemplo podría ser la del origen nacional dentro de éste) y queda perfectamente descrito en palabras de Albert Jiménez al afirmar:

«[…]las exigencias formuladas por la PAH no se superponen estrictamente con las de ningún sector específico de la clase trabajadora (evitando así entrar en conflictos dentro de la propia clase -por edades, sectores productivos, condiciones de empleo, etc.-) y, a diferencia de las demandas sindicales, no se centran exclusivamente en los sectores productivos de la población, sino que plantean un cambio estructural para todas las clases populares (trabajadores fijos, sí, pero también temporales, precarios, desempleados, jubilados, estudiantes, etc.), consiguiendo solventar así una contradicción potencialmente muy dañina y representando a una misma vez un interés específico y general«.(5).

Años después de la polémica entre Hobsbawm y Harman, con motivo de las movilizaciones estudiantiles contra el recientemente electo gobierno conservador en el Reino Unido, hubo un cruce de artículos entre dos figuras de la izquierda británica, Laurie Penny y Alex Callinicos. Aunque la temática no giraba alrededor del tema de la composición de la clase trabajadora británica y su capacidad política, sí que tenía una cierta reminiscencia al intercambio Hobsbawm-Harman (sin intención de menospreciar al historiador), al contraponer una presunta «novedad organizativa» con «viejas formas» en la izquierda. De un lado, Penny, criticaba el «faccionalismo estratégico» en la misma, afirmando que las protestas estudiantiles inspiradas en los principios del situacionismo y las tácticas guerrilleras eran una muestra de que habían entendido los principios de la solidaridad, en particular oposición a actuaciones en partidos o sindicatos, o a la anacrónica noción de unidad ideológica que preconiza el Socialist Worker Party(6).

Callinicos, miembro del partido citado y por tanto compañero del fallecido Harman, se encargó de calmar los ánimos y poner los pies en la Tierra, advirtiendo contra el hecho de que la ilusión de un nuevo movimiento parezca dejar obsoleta cualquier teoría o experiencia pasada. En su opinión, poner en contexto histórico las protestas estudiantiles ayudaba a ver que no dejaban de encarnar formas tradicionales de acción colectiva. Con cambios, con nuevas herramientas de comunicación, pero en esencia, manteniendo una confrontación en las calles, real y visible, no tan diferente de cientos de protestas anteriores. Y lo más importante: Callinicos reconocía la velocidad y el dinamismo de nuevos tipos de movilizaciones (en su respuesta, en concreto, las protestas estudiantiles), pero recalcaba que el poder de acción colectiva seguía residiendo en los trabajadores (7).

Esa firmeza en no dejarse arrastrar por vaivenes e intentar mantener, pacientemente, un análisis y práctica política en el tiempo parece similar a la de su compañero de partido. Harman, en el artículo citado anteriormente, afirmaba, de una forma que parece casi una advertencia:

«La historia de la clase trabajadora es una historia de cambio continuo, ya que la acumulación de capital lleva al crecimiento de nuevas industrias y la disminución de otras.

[…] Así que por ejemplo, cuando Engels escribió «Las condiciones de la clase trabajadora en Inglaterra en 1844», se refería mayoritariamente a los trabajadores del sector textil. Setenta años más tarde, cualquiera que hablase del núcleo de la clase trabajadora, lo hacía refiriéndose a los trabajadores en la industria pesada que tenían ese rol en Glasgow, Belfast, Sheffield y el noroeste de Inglaterra. Hacia finales de los años 30, el crecimiento estaba desplazándose de nuevo, a los motores y la ingeniería de luz – y a las West Midlands y Londres

Cuando cualquiera de estos cambios toma lugar, siempre hay aquellos que, fijándose exclusivamente en los viejos patrones de organización industrial, son incapaces de entenderlo en términos de clase. Así, muchos cartistas no fueron capaces de entender los cambios que tuvieron lugar en la economía británica entre 1850 y 1870, y se reencontraron con la política de la clase dominante, acomodándose con el liberalismo gladstoniano. Casi un siglo después, en el cénit del crecimiento de la ingeniería ligera y el empleo en la industria del motor semi-cualificados a finales de los años 50, se puso en boga el punto de vista de que la clase trabajadora en estas industrias se había «aburguesado».

Hoy en día en Gran Bretaña estamos viviendo otro de estos cambios, que se ve alimentado por los efectos de la recesión. De nuevo, se nos presentan teorías que afirman que la clase trabajadora o su poder, se han acabado. […] la conciencia de una clase siempre está en movimiento, cambiando mucho más rápidamente que las estructuras objetivas de la sociedad. Cada pequeña victoria da a la gente nueva confianza y capacidad de comprensión; cada pequeña derrota contribuye a un grado de desmoralización, desesperanza y aceptación del status quo. [….]; hay periodos en que la inercia se pierde y las derrotas se acumulan, rompiendo el sentido de identidad de clase incluso en algunos de sus sectores con mayor vigor«.(4).

Y así, aunque las nuevas apariencias, la forma actual que toman de los trabajadores pueda parecer totalmente distinta de aquella que se ha dado con anterioridad, resulta importante escarbar más allá de la superficie y determinar hasta qué punto esa diferencia acaba siendo relevante. Hasta qué punto es sustancial como para poder quebrar el colectivo como clase, o simplemente supone una diferencia que puede ser salvable con nuevas herramientas discursivas o un énfasis en cuestiones que sirvan de vínculo común. El quid entonces, no está en rechazar que existen distintos colectivos o grupos dentro de aquello que podemos evocar con el término de «trabajadores», ni en negar que existen distintos conflictos o luchas que pueden servir de pabellón de batalla que reúnan a su alrededor a sectores de la población, realizando reclamaciones sectoriales o parciales. Sino más bien en observar que todos esos colectivos, y todas esas diferentes luchas, acaban teniendo un nexo común subyacente que las agrupa: engloban a personas que pertenecen a un grupo mayoritario en la población, al «pueblo», si se quiere. Porque si tomamos como válida la idea de Iglesias de que los trabajadores encarnaban la «identificación del pueblo» a ojos de socialistas, anarquistas y comunistas, tendremos que preguntarnos: ¿acaso la mayor parte del «pueblo» hoy en día, no sigue siendo gente que trabaja para vivir? ¿Tienen sus ahorros en paraísos fiscales, o están preocupados por los efectos del paro, las hipotecas, los EREs, el descuelgue de los convenios colectivos, o el no llegar a fin de mes, en ellos, o al menos en familiares o amigos cercanos? ¿Idean, conforman un lobby para proponer, o directamente aplican, esas famosas medidas de austeridad? ¿O por el contrario las sufren, bien en sus carnes, bien en la de gente próxima? Incidir en que la línea que divide a la sociedad está entre el primer grupo y el segundo, y no entre unos tipos de trabajadores y otros, es lo que compone un terreno fértil de respuesta social ante la crisis.

Bibliografía:

(1) Iglesias P. ¿Quiénes son los de abajo? 2013; Available at: http://blogs.publico.es/pablo-iglesias/291/quienes-son-los-de-abajo/, 2013.

(2) Nega. La clase obrera hoy: canis e informáticos (Respuesta a Pablo Iglesias). 2013; Available at: http://www.kaosenlared.net/colaboradores/item/63046-la-clase-obrera-hoy-canis-e-inform%C3%A1ticos-respuesta-a-pablo-iglesias.html, 2013.

(3) Hobsbawm EJ, Jacques M, Mulhern F. The forward march of labour halted? : Verso; 1981.

(4) Harman C. The Working Class After the Recession. International Socialism 1986;2(33).

(5) Jiménez A. La PAH o el sueño de Gramsci. 2013; Available at: http://rotekeil.com/2013/04/12/la-pah-o-el-sueno-de-gramsci/. Accessed 7-13, 2013.

(6) Red P. Out with the old politics. The Guardian 2010 24-12-2010;2013.

(7) Callinicos A. Student demonstrators can’t do it on their own. The Guardian 2010 26-12-2010.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.