En Eitb, la televisión de Euskal Herria, se viene emitiendo los domingos «Duelo en la cocina»: tres productos estrella del país invitado con cuatro cocineros de calidad como jurado. Pasaron ya por el tablado Italia y Francia y el domingo último Alemania en el duelo. ¿Y el menú a catar?: cerveza rubia, salchicha y pan. […]
En Eitb, la televisión de Euskal Herria, se viene emitiendo los domingos «Duelo en la cocina»: tres productos estrella del país invitado con cuatro cocineros de calidad como jurado. Pasaron ya por el tablado Italia y Francia y el domingo último Alemania en el duelo. ¿Y el menú a catar?: cerveza rubia, salchicha y pan. Sobre la mesa de los chefs, por Euskadi la cerveza Napar Bier, las salchichas de los Thate de La Moderna y el pan Labeko de Sergio Álvarez.
Y me acordé del artículo del francófilo alemán Harald Martenstein en die Zeit:
«Ahora intento escribir en francés; será en un francés totalmente degradado, si es que se puede decir así. Pero mis torpes palabras surgen desde la profundidad más honda de un tipo con alma francófila.
Porque soy un típico francófilo alemán, nacido a orillas del Rin. Antes de que pudiera correr por la casa ya oía canciones de Georges Brassens. Con 12 años admiraba a François Villon y Croque Monsieur. Con 19 leía a los troubadours y canciones y poesías de Chrétien de Troyes, en las que se festejaba la imposibilidad de un amor auténtico.
¡Oh, el Rin! ¡Amigos, este río que en tiempos tanto descontento causó entre nuestros pueblos! Está claro que un bello río con peces, con patos… todo pueblo quiere poseerlo. Pero los ríos son como las mujeres; como dice Chrétien de Troyes, hay que admirar su belleza, hay que defender su limpieza, incluso hay que disfrutar observando sus curvaturas y arqueos, pero jamás se debe intentar poseerlos.
Para mí Francia era el país de la libertad, del amor, del placer de la vida. En 1975 obtuve un puesto como asistente de alemán, una especie de maestro auxiliar, en el Departamento del Norte, no lejos de la ciudad de Lille. Nosotros, jóvenes, poseíamos entonces ideas un tanto revolucionarias. En Francia había incluso comunistas. Por entonces en la Alemania occidental los auténticos comunistas eran tan escasos como los cocoteros. Pero en mi escuela francesa reinaba una disciplina estricta, algo que yo hasta entonces tan sólo conocía por los libros, igual que en la Alemania de 1913, la de Guillermo II. Los alumnos de preuniversitario antes de clase se colocaban ante el aula en dos filas y en silencio esperando al maestro. Y sólo hablaban cuando el maestro, yo, les preguntaba algo. Nunca había discusiones. En mi instituto alemán en cambio reinaba siempre una revolución permanente.
La mayor parte de los maestros eran realmente comunistas. Me detestaban por la guerra. Yo les decía: «Camaradas, yo estaba en contra de la guerra, me opuse desde 1933. Incluso me negué a nacer mientras el nazismo no fuera vencido definitivamente».
Quise matricularme en la Uni. Fue mi primer encuentro con su burocracia. Estoy seguro que por aquellos tiempos hubiera resultado más fácil obtener en Alemania un permiso oficial para recibir una bomba atómica china que una matriculación en esta Universidad. Los franceses adoran formularios y permisos diez veces más que el vino tinto y mil veces más que sus Baguettes. Sucedía lo que entre nosotros en tiempos del emperador Guillermo. Los alumnos durante mis clases me lanzaban sus sillas. Yo era muy blando, en modo alguno Force de Frappe (fuerza de choque). ¿Y el amor? Como cuando el emperador Guillermo.
He aquí mi teoría sobre las relaciones franco-alemanas. La actual Alemania responde exactamente a las percepciones que los alemanes francófilos -y lo somos casi todos- tienen de Francia, un país relativamente permisivo con una burocracia en parte laxa y en parte desordenada, con una jerarquía que nadie se la toma en serio, caótica en la vida diaria, con tonadilleros, comunistas y vino tinto por doquier. Pero Francia es hoy como en tiempos fue Alemania, aferrada a la tradición, rígida, orgullosa y fácilmente ofendible. Reglas para todo. Poco ducha en otros idiomas. Sencillamente hemos cambiado de puesto. Nosotros somos los nuevos franceses y vosotros sois los nuevos alemanes. ¡Que viva la francofilia!
Saber ganar demuestra muchas cosas: conocimiento, sabiduría, talento, fuerza, calidad…, saber perder al menos una: hondura humana.
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