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«Podemos» en Ucrania

Fuentes: Rebelión

Produce tanto asombro la posibilidad racional de encontrar analogías entre fenómenos aparentemente disociados, que a veces la razón -o un cierto tipo de razonar- se inclina a buscar sólo semejanzas. La resistencia a la analogía y la afirmación de las diferencias puede conducir a un nominalismo casi solipsista en el que cada cosa se expresa […]


Produce tanto asombro la posibilidad racional de encontrar analogías entre fenómenos aparentemente disociados, que a veces la razón -o un cierto tipo de razonar- se inclina a buscar sólo semejanzas. La resistencia a la analogía y la afirmación de las diferencias puede conducir a un nominalismo casi solipsista en el que cada cosa se expresa sólo a sí misma, sin relación con las demás; por el contrario, la tentación de la analogía puede llevar a establecer conexiones epidémicas que acaban disolviendo todas las especificidades concretas en una red de voluntades abstractas y opuestas. La primera tentación se llama autismo; la segunda paranoia. La paranoia se corresponde muy bien al viejo esquema de la Guerra Fría.

No soy un experto en la región ex-soviética y no sé cómo va a evolucionar el conflicto entre Ucrania y Rusia, que es también un conflicto entre ucranianos y ucranianos y un conflicto entre Rusia y EEUU. Pero observo que, en coincidencia con otros focos de conflicto abiertos en otros países, la tentación «ideológica» de establecer semejanzas vuelve a ser muy fuerte. Hay -digamos- dos esquemas: uno de derechas y otro de izquierdas. El de la derecha identifica, por ejemplo, los gobiernos de Ucrania, Siria y Venezuela como «dictatoriales», en una lista potencialmente infinita y carente de rigor en la que siempre se pueden añadir nuevos elementos a la medida de los intereses coyunturales (Corea del Norte, Irán, Bielorusia, claro, pero también Ecuador o Bolivia o la propia Rusia). Del otro lado, el esquema de la izquierda establece las mismas semejanzas entre Ucrania, Siria y Venezuela, pero ahora como «víctimas del imperialismo», en una lista igualmente larga e igualmente carente de rigor que no por casualidad (pues son esquemas especulares e interactivos) incluye siempre los mismos nombres. Los dos, desde la derecha y desde la izquierda, utilizan manipulaciones y semiverdades propagandísticas -cuando no abiertas mentiras- para demostrar estas semejanzas.

En estos esquemas, de derechas y de izquierdas, siempre falta un «actor»: el pueblo o, si se quiere, «la gente». Para el esquema de derechas, la gente o no existe o siempre quiere «democracia», aunque en su seno haya grupos de extrema derecha; para el esquema de izquierdas, la gente o no existe o es un mero «peón mercenario» de los EEUU, aunque haya motivos sobrados para protestar y rebelarse.

Hay que reprimir, pues, la tentación hiperracional de la analogía y evitar las semejanzas facilonas entre gobiernos que se distinguen entre sí por su política, por su historia, por el modo en que han llegado al poder, por el papel que juegan en las relaciones de fuerza geo-estratégicas internacionales.

¿No hay pues semejanzas? Creo que las hay, pero que hay que buscarlas precisamente del lado de la gente. En un reciente artículo sobre Ucrania, Oleg Yasinsky hace un análisis que, a mi juicio, puede trasladarse a otras muchas protestas y movilizaciones recientes: «Siempre creímos que derrotar al mal gobierno de Yanukovich era un derecho justo y el deber del pueblo ucraniano. También advertimos que la legitima rebelión civil desde sus inicios fue manipulada, utilizada y al final encabezada por grupos de extrema derecha que supieron aprovechar el vacío social generado por falta de una izquierda de verdad». En Ucrania -dice Yasinsky- no hay una revolución, pero tampoco un golpe de estado ultraderechista; hubo una «rebelión», un «movimiento muy amplio y espontáneo de los ciudadanos indignados, por el abuso y la prepotencia del poder, sin mayor experiencia y menos cálculos políticos. De los cálculos se encargaron otros, los políticos de la oposición, alma gemela pro occidental del régimen pro ruso y los lideres de los movimientos neonazis que supieron usar la coyuntura». Contra la izquierda pro-rusa, Yasinsky recuerda que las protestas eran legítimas y que «Yanukovich no fue derrotado por un complot de Occidente, ni cayó víctima de una guerra mediática (aunque Occidente se involucró, igual que «Oriente», y la guerra mediática todavía sigue), sino por una espontánea, heroica y desesperada acción de miles de ucranianos, que permanecieron durante meses en las calles y plazas con temperaturas muy por debajo de cero». Contra la derecha pro-europea, Yasinsky recuerda que es el FMI el que «está por auspiciar la mortífera unión entre los neoliberales y los nazis en el primer gobierno «revolucionario» de Ucrania» y que «los monstruos y payasos que disputan ahora el poder, una vez más, no representan en lo más mínimo los intereses y las necesidades del pueblo ucraniano».

Ignoro si el texto de Yasinsky refleja bien la realidad de lo ocurrido en Ucrania -donde hay, junto a las tensiones oligárquicas, tensiones étnico-lingüísticas muy vivas- o sólo la posición de un minoritario sector de la izquierda, pero todos -me parece- reconocemos la descripción. En el marco de una crisis capitalista global retransmitida en tiempo real por medios de comunicación y de intercambio muy fluidos y también globales, en todas partes se reproduce el mismo modelo de protesta: revoluciones árabes, 15-M, Brasil, Estambul, Ucrania, etc., países en los que malestares legítimos, «en ausencia de una izquierda de verdad», son aprovechados por otros sectores internos, a veces peores que los gobiernos contra los que se protesta, para negociar y vender en el «mercado» geoestratégico las revueltas. Es esa «indeterminación cuántica» de la gente, resultado de la derrota ideológica de las dos fuerzas implicadas en la Guerra Fría, la que permite establecer una primera semejanza entre las diferentes protestas en distintas regiones del planeta. La historia misma nos ha llevado a un punto en el que tan inevitable es cuestionar el capitalismo como imposible combatirlo en nombre del comunismo soviético.

Hace unos días mi admirado amigo Manolo Monereo sostenía la tesis muy sensata de la decadencia del dominio estadounidense y la exacerbación de los forcejeos sobre el tablero geoestratégico. Estoy de acuerdo, salvo porque no creo que los EEUU tengan en estos momentos una política internacional más agresiva que en el pasado, al menos en términos militarmente convencionales. ¿En qué momento de la historia no ha habido -digamos- saturación geoestratégica? Lo nuevo no es la intervención de los Estados sino la de la «gente», de esa gente amontonada, absurda, promiscua, desorientada, desorganizada, totalmente desasida de una memoria histórica y un referente político. De hecho, EEUU nunca ha intervenido tan poco, al menos en términos militares convencionales, pues es verdad que el uso de drones y de la CIA les garantiza un alto nivel de intervención. Pero lleva diez años sin intervenir militarmente en ningún sitio. En Libia dejó a los franceses e ingleses el protagonismo, se ha reprimido (o ha sido reprimido) en Siria, se ha retirado de Iraq, se está retirando de Afganistán, va a reducir sus fuerzas armadas y su presupuesto de defensa. Su hegemonía militar sigue siendo aplastante y no creo que dude en utilizar su única ventaja comparativa si se ve contra las cuerdas, pero ahora mismo su debilidad objetiva no se traduce en más intervenciones armadas sino en menos; lo que también se debe sin duda a que otros Estados (las llamadas «potencias emergentes»), que hasta ahora intervenían de tapadillo o asumían un papel ancilar, aprovechan la debilidad de EEUU para fortalecerse y presionar a la potencia aún hegemónica a fin de contrarrestar sus ganas de intervenir.

Lo que ha durado poco, y en eso tiene razón Monereo, es la soledad en la cúspide de los estadounidenses, fruto de su victoria en la Guerra Fría. Pero no hay que olvidar que fue esa derrota de la URSS en 1989 la que paradójicamente está poniendo en dificultades a los vencedores. Cuando pensamos en la caída del muro y en la victoria estadounidense siempre pensamos en las llamadas revoluciones de colores y en el avance avasallador del capitalismo en el Este europeo; pero los procesos democratizadores de América Latina, que tanto incomodan a los EEUU y que comenzaron también en esas fechas, habrían sido imposibles en el marco de la confrontación de bloques. Desde comienzos de los años 90 se produce en todo el mundo, en efecto, una demanda general de democracia al margen de los enfrentamientos ideológicos binarios; una demanda popular que resultó sospechosa -y beneficiosa para los EEUU- en la órbita ex-soviética (Yugoslavia, Georgia, la Ucrania de 2004), donde el anticomunismo contiene, nos guste o no, un impulso también democrático, pero una demanda que cuestionó en cambio el poder de los EEUU en América Latina (Venezuela, Ecuador, Bolivia, etc.), donde la democracia contiene un impulso también socialista. Ese «deshielo de la Guerra Fría» alcanzó con retraso en 2011 el mundo árabe, una zona literalmente congelada durante décadas bajo el hielo de la dictadura y la geoestrategia, y sigue levantando olas un poco por todas partes a medida que la crisis mina al mismo tiempo las condiciones de supervivencia y los marcos de legitimidad.

Porque esta es la segunda semejanza que podemos encontrar entre todas estas movilizaciones espontáneas: me refiero a esa creciente ilegitimidad global que afecta a todos los gobiernos por igual (también, sí, nos guste o no, a Venezuela o Ecuador) y que están aprovechando obviamente los Estados más fuertes, y no la gente, en el marco de un nuevo enfrentamiento inter-imperialista multinacional en el que se nos va a querer obligar a tomar partido por uno de los Matones del «mercado» -mientras la fuerzas internas mejor organizadas, entre las que no se cuenta la izquierda, van a vender esa gente a sus patrocinadores. ¿Eso se llama geoestrategia? Sin duda. Pero no hay ahí nada nuevo. Lo nuevo es esa falta de legitimidad general que cuestiona la frontera ideológica convencional derecha/izquierda; y lo nuevo es asimismo (porque nos devuelve a la 1ª guerra mundial, pero con armamento nuclear) el carácter inter-imperialista multinacional de la batalla. En cuanto a la posición de la izquierda, es comprensible nuestro miedo a este «deshielo» que amenaza con llevarse por delante, antes que al capitalismo, nuestras certezas de análisis y de combate y que puede desembocar en un capitalismo peor o en algo peor que el capitalismo; y es comprensible que un sector reaccione casi con alivio y nostalgia en Ucrania (como antes en Siria) ante este regüeldo de enfrentamiento ruso-estadounidense: como escribe en broma mi amigo Gorka Larrabeiti al ver los tanques en Crimea, «por fin un poco de serena Guerra Fría». Pero no deja de ser triste que haya un sector de la izquierda que estudia concienzudamente la geoestrategia y cree que, en ese tablero general, se puede pactar con Rusia o con Bachar el-Assad, pero que no quiere perder un minuto en estudiar a la gente y considera además una traición, a nivel político concreto, pactar con la gente. ¿No queremos hacerlo nosotros? Pactarán otros con ella y se la venderán a los nacionalismos más siniestros, a los racismos más abyectos, a las dictaduras más criminales. No tenemos ningún Lenin -no lo hay- que enarbole una consigna simple y universal en favor de un proyecto realmente democrático, anticapitalista y anti-imperialista (es decir, que incluya no sólo a los EEUU sino a todos los imperialismos emergentes). Por desgracia esta izquierda «analógica» no es anti-imperialista sino anti-estadounidense y no es gente-estratégica sino reductoramente geo-estratégica.

Parecerá extraño que haya hecho este largo recorrido a partir de Ucrania para defender -muy brevemente ya- el proyecto Podemos en España, y para defenderlo no como un mal menor sino como un bien pequeño. Si este esquema de «indeterminación cuántica» es aplicable un poco a todas partes y también, por tanto, a nuestro país, Podemos surge de la terrible evidencia de un peligro inmediato y de la apremiante necesidad de crear -como dice el doloroso artículo del izquierdista ucraniano Oleg Yasinsky- «un movimiento de abajo y de izquierda, humanista y revolucionario, que, aunque tal vez no use ninguna de estas cuatro palabras», trate de dar una opción a los pueblos. A los que objetan que Podemos es oportunista, yo les diría que es oportuno; y si acaso es inoportuno no lo será porque incomode a fuerzas amigas sino porque nace, de cualquier modo, demasiado tarde, con unas derechas mucho mejor preparadas ya que nosotros para cuestionarse a sí mismas y tomar las plazas.

Más me preocupan las críticas de los que columbran graves peligros en diluir el discurso, hacer concesiones mediáticas, tratar de enganchar con la gente a través de la ambigüedad de los conceptos. Lo que necesitamos -nos dicen con razón- es una gran organización revolucionaria con conciencia de clase y una estrategia clara de transformación radical. Aceptando que «conciencia de clase» sea un concepto menos confuso que «dictadura de los bancos», estoy seguro de que necesitamos una organización así. Pero hay que recordar que Podemos no ha venido a sabotear una gran organización revolucionaria con conciencia de clase que estaba a punto de tomar el poder sino a responder a la ausencia de esa gran organización. Y a responder a esa ausencia a partir de una conciencia que, si no es de clase, es desde luego ya anticapitalista: la conciencia de que esa ausencia está llena: llena de mercado, de paro, de desahucios, de televisión, de partidos de derechas, de hartazgo institucional, de miedo, de ganas de echar la culpa a alguien, de ganas de querer a alguien. Está llena también de gente común, ideológicamente gelatinosa, que podrá ser anticapitalista, pero que en ningún caso -en ningún caso- será ya jamás «soviética». Ese fondo anticapitalista, alimentado por la crisis y la ética común, permite trazar unas líneas rojas y, al mismo tiempo, politizar el malestar desde la recuperación de una práctica democrática que el doble bipartidismo de la «transición»no ha dejado de erosionar desde 1978. Un poquito de democracia (frente a la dictadura estructural) y un poquito de anticapitalismo (frente al capitalismo total) son prácticas colectivas mucho más claras y revolucionarias de facto que la invocación onanista del mantra de la «lucha de clases» y la «revolución».

Hace unos días escribía en un artículo que el problema de los intelectuales y los militantes de izquierdas no es que no sepamos cómo vive «la clase obrera»; es que no tenemos ni idea de cómo viven tampoco las «clases medias precarias» y su «juventud sin futuro»: qué comen, qué leen, qué miran, qué desean. El 15M tuvo algo de revelación y de vacuna; revelación de un mundo que no es el nuestro y al que podemos enseñar ya poco (pero no nada) y de vacuna frente a ese neofascismo en ciernes que ensombrece el horizonte. Los peligros son enormes, pero tenemos alguna ventaja sobre Ucrania. Podemos -o así quiero entenderlo yo- no es una candidatura, aunque se presente finalmente a las elecciones; ni un partido de izquierdas, aunque acabe elaborando un programa de izquierdas. Es, sobre todo, un anticipo de la plaza, un anticiparse al secuestro de la plaza. Una tentativa de evitar que a la gente normal, cuando vote o cuando salga en tsunami a la calle, le pase como a Oleg Yasinsky; de evitar, en fin, que se apoderen de la plaza los nazis de Maidan, los islamistas de Tahrir o los escuálidos de Altamira. Para eso, también nosotros tenemos que formar parte de ella (de la gente normal) y no al revés. Apoyo a Podemos un poco a regañadientes, contra mi propio puritanismo y elitismo tendencial, no porque me guste menos el programa de IU (o el de otros partidos de la izquierda marxista radical) sino porque creo que Podemos ha entendido que la única manera de conjurar los peligros del fascismo es aceptar los peligros de tratar con gente normal. Y si Podemos no puede, o fracasa, o mete la pata, o se corrompe en electoralismo y liderazgo, no habremos perdido nada que ahora tengamos. Sencillamente habrá que seguir luchando.

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