Vale. Quizá no sea obligatorio escribir en todas las guitarras «Esta máquina mata fascistas» a la manera de Woody Guthrie. No es necesario que, como Joan Baez, viajemos a Hanoi bajo el bombardeo implacable cantando «Gracias a la vida». Pero, ¿cómo no sumarse al activismo en estos oscuros tiempos de orfandad moral? Si hasta Wham […]
Vale. Quizá no sea obligatorio escribir en todas las guitarras «Esta máquina mata fascistas» a la manera de Woody Guthrie. No es necesario que, como Joan Baez, viajemos a Hanoi bajo el bombardeo implacable cantando «Gracias a la vida». Pero, ¿cómo no sumarse al activismo en estos oscuros tiempos de orfandad moral? Si hasta Wham cantó para recaudar fondos para los mineros que hacían huelga en tiempos de Thatcher. Aunque fuera en playback.
Preguntaba Silvio Rodríguez a sus compañeros de oficio por las armonías apropiadas para hacer el retrato certero de lo perdido y de lo encontrado.
La búsqueda de una voz propia marca la carrera de todo músico, en su empeño por exorcizar los demonios interiores y exteriores.
La posmodernidad impuso el esteticismo en toda expresión artística. Había que romper con la tradición y abandonar toda idea de compromiso moral como creador. El individualismo nos alejaba de una realidad de la que más valía huir. Transformarla era una utopía inalcanzable así que lo mejor era refugiarse en un mundo propio alejado del resto de los congéneres.
Y en esto vino la Transición.
Lo cierto es que la lucha ya no era por entonces lo que había sido. El propio mayo del 68 había cambiado el paradigma. Prohibido prohibir, el cuestionamiento de la autoridad, las luchas por los derechos civiles. En cierto modo, la juventud abandonaba la tradicional lucha de clases para «sectorizarla» en batallas por otra identidad, menos global, más particular. Pensadores como Tony Judt definen ese cambio de paradigma como algo reaccionario. Al abandonar la identidad obrera la lucha se parcela y se debilita. Y díganme si un ultraliberal no tomaría gustoso como consigna aquel «prohibido prohibir:» la desregulación de los mercados de trabajo o del tráfico de las transacciones financieras nos han llevado hasta donde estamos.
La democracia trajo consigo un nuevo fenómeno cultural: la Movida. La frivolidad se imponía. Romper con el pasado suponía dejar de lado la tradición de lucha, obsoleta ya para algunos ante la prosperidad que inevitablemente la democracia habría de traer. Posmodernidad a ritmo de pop rebelde, emulando la pose punk pero olvidando la impronta reivindicativa de The Clash. Es cierto que fueron muchas las aportaciones culturales de aquel entonces que merecen ser rescatadas, pero convengamos que la Movida no fue tan transversal ni tan épica como la mirada nostálgica nos quiere hacer creer.
En plena fiesta posdictadura se intentó condenar al olvido a los cantautores. Al fin y al cabo en eso consistía el pacto de la transición: en olvidar. El compromiso político en el arte se convirtió en un estigma. Toda canción empapada de ideología era una anacronismo a desterrar. Quedaron algunos restos de naufragio en el rock radical de los 80, pero era música para una minoría rebelde que no se resignaba a perder su identidad de clase obrera y combativa.
Cuando a mediados de los 90 saqué mi primer disco, fueron muchas las preguntas acerca de mi empeño por sacar a relucir mis convicciones ideológicas en las canciones. No me salvé del prejuicio que desde los 80 había quedado instalado en la conciencia colectiva. A día de hoy dicho prejuicio sigue teniendo una fuerza tremenda: gran parte de las críticas hacia una canción como «Papá, cuéntame otra vez…» hacen referencia a su tono nostálgico y, como no, anacrónico. Simplemente porque no se han tomado la pequeña molestia de escuchar la canción. Se trata de una bronca generacional: este es un mundo muy diferente al que habían soñado nuestros padres. Desde una posición acomodaticia, la generación de nuestros progenitores hacía un relato de la transición edulcorado y condescendiente, dejando de lado lo mucho de derrota que tuvo aquel tiempo. No es nostalgia, es ironía. De aquellos polvos, estos lodos o «ahora mueren en Bosnia los que morían en Vietnam».
Al igual que tras el corralito en Argentina, al estallar la crisis en España, la ciudadanía empezó a corear «No nos representan». «Que se vayan todos» gritaban entre cacerolazos desde Buenos Aires. El desencanto hacia una clase política, cómplice del desastre que nos tocaba vivir, hacía mella en el crédito de toda la clase dirigente. La crisis revelaba el déficit democrático en el que vivíamos y ponía en jaque a todas las instituciones que habían pilotado la Sagrada Transición.
Los movimientos asamblearios, que de forma espontánea convertían la plaza pública en ágora efervescente tras el 15 M, retomaban debates ideológicos abandonados. Si bien aún quedaban algunos coletazos de aquella posmodernidad heredada. «No somos ni de izquierdas ni de derechas» decían algunos, sin explicar en qué momento y de qué manera se había superado ese modelo. El viejo prejuicio «desideologizador» mutaba en uno nuevo: nuestra incapacidad a la hora de diluir nuestra individualidad en el colectivo nos impedía tener representantes claros, referentes. Convenir que alguien nos representa tiene algo de renuncia en favor del colectivo y nuestra generación, a fuerza, además, de ser maltratada por sus representantes políticos, era incapaz de ceder en ese sentido. En el fondo era otra victoria del neoliberalismo: la nuestra es una sociedad atomizada de individuos desencantados incapaces de confiar los unos en los otros .
Habría también que distinguir entre aquellos indignados por un sistema injusto que quieren cambiar y aquellos indignados simplemente por el hecho de no poder entrar en el sistema. ¿Cómo puedo estar en el paro si hablo 4 idiomas y tengo varias carreras?, se preguntan algunos, como si lo indignante no fuera que el paro alcance cotas dramáticas sino, simplemente, que a uno le hayan negado la posibilidad de entrar a formar parte de la élite privilegiada.
En cualquier caso la ciudadanía se movilizó, tomó conciencia, dijo «ya basta». La gente salió (salimos) a la calle e hicimos nuestra rabia visible.
Pero, ¿y los músicos? ¿Dónde estaban?
El día 23 de noviembre varias «marchas por la dignidad» convergen en Madrid en su defensa de lo público. Coincido allí, leyendo el manifiesto, convocado por la recién creada marea roja (trabajadores del sector cultural), con mucha gente de las artes escénicas, de las artes plásticas. Actores y actrices, directores de cine, escritores se hacen eco de la indignación generalizada y utilizan toda plataforma posible para amplificar la protesta.
Pero, ¿y los músicos? ¿Dónde estamos?
«Tú que representas el pasado haces del presente una ratonera» canta Amaral. Un conocido grupo de pop compone una canción dedicándole toda su rabia a una clase política cómplice del desfalco cuando no alienada e incapaz de dar soluciones a los problemas reales de la gente.
Hay quien lo tacha de oportunismo.
¿No es oportunista precisamente lo contrario? ¿No lo es permanecer al margen de un desastre que se preveía y del que no hemos querido ser conscientes hasta que no ha llamado a las puertas de nuestra propia casa? ¿No es, también, deber del músico hacer la crónica del tiempo que a uno le toca vivir? Grupos como Vetusta Morla se suman a la ira global y la convierten en canción. Otros, como Nacho Vegas, que nunca ha ocultado sus convicciones ideológicas, deciden explicitar más si cabe en sus letras la condena a un sistema podrido.
¿De qué extrañarse? Al fin y al cabo es lo natural. O al menos lo ha sido para muchos músicos que no han dejado de conmoverse ante la lucha y la tragedia ajena aun cuando la previsible crisis no había llegado a su cima.
Algunos periodistas musicales celebran la iniciativa y se hacen ahora la misma pregunta: ¿dónde estaban los músicos? Pero, ¿cuál es la responsabilidad de un periodismo musical que ha caricaturizado cualquier muestra de compromiso ideológico en las canciones? No ha sido precisamente dicho periodismo el que ha alentado el activisimo de mis compañeros de oficio en su obra. ¿Dónde estaba ese periodismo que descubre ahora la grandeza moral del artista sensible a la tragedia cuando el drama estaba huérfano de canciones? Quizá los músicos hasta ahora habíamos fallado en nuestra responsabilidad de escribir el relato de una generación que exige ser escuchada. Pero también es responsabilidad de los líderes de opinión y de la crítica periodística la construcción de un discurso complaciente con un sistema cimentado en el abuso y la injusticia.
A lo mejor convendría revisar el viejo prejuicio posmodernista y entender que ser músico, más aún con la que está cayendo, conlleva también una responsabilidad ética ineludible. Son muchas las generaciones de trovadores tratando de hacer testimonio de un mundo desigual y empeñados en generar espacios de encuentro para aquellos que no se resignan. «Esta máquina acorrala al miedo y lo obliga rendirse» escribió el bueno de Pete Seeger en su viejo banjo. Para eso escribimos canciones al fin y al cabo. Para desempolvarnos el miedo. Para que la rabia compartida se convierta en esperanza.
Sólo queda tratar de encontrar la respuesta a la pregunta que Silvio hacía y dar con las armonías apropiadas para nuestras audaces y politonales canciones, aquellas que nos harán sentir menos solos en un mundo que parece derrumbarse.
Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/musicos-Elogio-Amaral-ratonera_6_249235085.html