Hace unos días, dejando atrás la ciudad con sus coches, sus pantallas y sus antenas, entré en un bosque y allí, en medio de los líquenes y los robles, al volver un recodo, tuve una aparición. No era la Virgen, no, ni Cristo ni el Che Guevara ni el Camarón de la Isla. Era una […]
Hace unos días, dejando atrás la ciudad con sus coches, sus pantallas y sus antenas, entré en un bosque y allí, en medio de los líquenes y los robles, al volver un recodo, tuve una aparición. No era la Virgen, no, ni Cristo ni el Che Guevara ni el Camarón de la Isla. Era una anciana, pequeña y encogida, con una vaca. Una vieja con los pies en la tierra que llevaba consigo, atada de un cordel, su supervivencia milenaria. Una vieja que podíamos haber encontrado en el mismo bosque hace 12.000 años y una vaca idéntica a la que Periquín cambió en el mercado por unas habichuelas mágicas. En medio de la crisis -pensaba yo- quizás esa ancianita de cuento tenía mejor asegurada la existencia que un parado de Madrid; después de todo la humanidad ha medido siempre la riqueza en ganado -como lo indican las palabras «peculio» , «pecuniario» o incluso «peculiar» – y las vacas son mucho menos volátiles que las acciones de bolsa, a las que, de vuelta al bosque primigenio, nadie podrá extraer una gota de leche. Pero pensaba sobre todo en lo que esa vieja ignoraba, en todas las fuerzas que, por encima de su cabeza, podían abatirse sobre su cuerpo y robarle la vaca y con ella, naturalmente la vida misma. La existencia de esa anciana giraba en torno al bosque y a la vaca, como hace 12.000 años, pero una decisión del FMI, tomada a 12.000 kilómetros de distancia, podía hacer desaparecer las dos cosas en un pispás, como por arte de magia, sin necesidad de mandar un ejército. Y me preguntaba qué es lo real, dónde hay más realidad, si en el lugar donde vivimos o en el lugar donde se decide nuestra vida: si en la anciana y su vaca o en la sala de juntas del Banco Central Europeo.
A la distancia entre el lugar donde vivimos y el lugar donde se decide nuestra vida lo podemos llamar Historia. Esa distancia no ha dejado de aumentar en los últimos cinco siglos y, a una velocidad sideral, en los últimos cien años. Sería ingenuo pretender suprimir esa distancia para restablecer una transparencia inmediata que, en realidad, no ha existido nunca y que, sobresalto tras sobresalto, se ha llenado no sólo de capitalismo y mercado -motores insensatos de opacidad y alejamiento- sino también de tecnología, división del trabajo e instituciones complejas. Pero cabe quizás pensar que una transformación radical del mundo -lo que llamamos revolución- consiste básicamente en acercar lo más posible esos dos lugares: el lugar donde vivimos y el lugar donde se decide nuestra vida. En todo caso, esa distancia que llamamos Historia no ha dejado de aumentar con el tiempo, de manera que la anciana y la vaca, que hasta hace doscientos años habrían ocupado el centro de la escena (como en el famoso cuadro de 1558 de Brueghel el Viejo Paisaje con la caída de Icaro) hoy son apenas, al menos en nuestro imaginario inmaterial, una nota al pie de página, una muesca al margen de la Historia. En 1558 esa anciana y su vaca también estaban amenazados, pero podemos decir que la fuente de esa amenaza era más visible y más próxima, no sólo porque el castillo del príncipe estaba físicamente más cerca sino porque el ladrón de vacas -sicario real o bandido- tenía que acudir él mismo a consumar el saqueo, lo que hacía más fácil la defensa; mientras que hoy basta una orden -o tal vez un dron- para hacer desaparecer, casi sin violencias, el cuerpo de la anciana y el cuerpo de la vaca. En uno y otro caso, la anciana milenaria ha encontrado siempre dificultades para diferenciar la Historia y la Naturaleza: las dos se abaten sobre su cabeza desde lejos, misteriosas y autónomas, a modo de huracán, relámpago o tsunami que arrastra consigo todo lo viviente. La Naturaleza y la Historia sólo dejan a su paso ruinas, destrucción y cadáveres, como el Angelus Novus de Klee comentado por el filósofo Walter Benjamin. Con la diferencia de que hoy la Historia ha suplantado totalmente a la Naturaleza, vencida o debilitada, y ello hasta el punto de que, como cada vez que el débil se sacude el yugo de los fuertes, casi sentimos alivio y alegría, y júbilo de revancha, cuando el volcán hace erupción o el mar alza sus muros de agua contra la civilización humana.
Nunca el lugar donde se decide nuestras vidas ha estado más lejos del lugar donde vivimos. ¿Dónde se decide nuestra vida? Ya no en castillos misteriosos sino en procesos casi automáticos en los que la política -incluso la de los tiranos- poco puede intervenir: millones de operaciones financieras decididas por algoritmos informáticos, estructuras económicas casi meteorológicas que convierten los parlamentos en meras salas de oración, máquinas de guerra sin piloto tan separadas de nuestra voluntad como una nube de insectos. Si identificamos lo real con el lugar donde se deciden las cosas, hay que concluir que hoy la realidad deja fuera los cuerpos, como excrecencias u obstáculos (todos somos virtuales restos de un bombardeo), pero también la política, tanto en su acepción clásica más o menos conspirativa -la de la serie Juego de Tronos– como en su versión democrática: la reunión de las voluntades particulares, con un pie en la tierra y otro en la polis, que deciden juntas el destino colectivo.
Si concluimos, en cambio, que lo real reside en el lugar donde vivimos, aunque sólo sea para evitar el desprecio teológico de la propia vida (Dios es más real que sus criaturas, el FMI es más real que mis enamoramientos), entonces hay que añadir una nueva dificultad. Porque durante miles de años nuestra vida, al igual que la de la anciana con la vaca, ha discurrido en torno al cuerpo, pivote de nuestras representaciones y nuestras experiencias: digamos que era el cuerpo el que definía nuestra humanidad, nuestra pertenencia al género humano. ¿Y ahora? Para -pongamos- la mitad de los seres humanos que pueblan el planeta ya no es así: no sólo porque nos hemos alejado físicamente de las vacas y la tierra (pero también del taller y la fábrica) sino porque también nuestro ocio, a veces indiscernible del trabajo, está dislocado y discronado en las redes sociales. No vivimos ya en el bosque, ni siquiera en la ciudad; vivimos en internet. Más allá de valoraciones, es un hecho que no podemos negar. Nuestras representaciones y experiencias ya no proceden del -y acaban en- el cuerpo sino que se nutren de, y pasan a nutrir, una especie de entraña exterior o intestino común (¿entramos o salimos?) respecto del cual el cuerpo, desesperantemente lento, es sólo un lastre y un engorro.
Digamos, para resumir, que hay un lugar donde se deciden las cosas, completamente des-carnado y poblado apenas por unas cuantas inteligencias elitistas que engrasan una máquina cada vez más rápida y menos política. Y hay un lugar donde vivimos. Pero este lugar, a su vez, se divide en dos: uno donde hay cuerpos y vacas (y mineros que extraen coltán y recogedores de basura) y otro donde nos desembarazamos de los cuerpos y las vacas para volcar en él nuestra intimidad mundana. ¿Cuál es más real? Los tres lugares son igualmente reales, al menos en el sentido de que son ellos los territorios de nuestras luchas y el destino de nuestra voluntad de cambio. Pero si -para acabar esta reflexión- introducimos a un Marx ecologista, debemos recordar que el lugar donde realmente se deciden las cosas, y del que depende todo lo demás, es el de los procesos naturales y nuestras mediaciones humanas (lo que llamamos trabajo) y que, por lo tanto, el mundo pende -sigue pendiendo- del cordel que ata en medio del bosque a la anciana y a su vaca. Ella, que no sabe nada y que puede ser destruida desde lejos por un dedo meñique, sigue siendo de algún modo la madre de todos, la madre también de los que la olvidamos y desde luego la madre de los que la destruirán con un gesto de la mano.
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