No llegaba a dos metros la distancia que me separaba de Alfonso Guerra, sentados a la misma mesa, debatiendo en comisión en el Congreso de las Juventudes Socialistas en el Portugal revolucionario de julio de 1975. De los que aún siguen en activo, estaban presentes Txiki Benegas como responsable del PSOE en la organización juvenil […]
No llegaba a dos metros la distancia que me separaba de Alfonso Guerra, sentados a la misma mesa, debatiendo en comisión en el Congreso de las Juventudes Socialistas en el Portugal revolucionario de julio de 1975.
De los que aún siguen en activo, estaban presentes Txiki Benegas como responsable del PSOE en la organización juvenil y Ramón Jáuregui, delegado de Guipúzcoa. Este último se obcecaba en bloquear la comisión, ya que el ala izquierda defendíamos que la formulación teórica que hizo Marx de la dictadura del proletariado, como expresión de la democracia socialista, constase en nuestra declaración de principios. Nosotros creíamos sinceramente en el marxismo, y defendíamos (yo aún lo defiendo) que la democracia burguesa no es sino la dictadura del capital, que dando la apariencia de que participamos en las decisiones, es una democracia de decorado, mientras todas las decisiones de importancia, todo lo que se produce, todo lo que se lee o aquello de lo que se informa, lo deciden los grandes propietarios de los medios de producción y las finanzas. Los gobiernos «democráticos», no son sino «el comité ejecutivo» a las órdenes de la clase dominante (sí, he dicho «clase», no casta ni élite). En consecuencia, el socialismo debe suponer durante un período la democracia para la clase trabajadora y necesariamente, un control sobre las fuerzas reaccionarias de la historia que siempre intentan ahogar en sangre cualquier revolución social.
Habrá quien no se lo crea, pero lo juro sobre «Das Kapital», Alfonso Guerra, con su tono socarrón, de pretendido intelectual machadiano, desempató la discusión diciendo: «¿Quién tiene miedo a la dictadura del proletariado? Desde luego no los socialistas, no se puede ser socialista y no defender la dictadura del proletariado, no veo el problema en que así se diga».
Cuarenta años después, puedo equivocarme en alguna palabra, pero no en la idea, y casi me atrevería a decir que la cita es exacta.
¿Creía entonces el inefable dirigente en sus propias palabras? La verdad es que eso importa muy poco, lo que importa, desde mi punto de vista, son otras dos cosas: la reconstrucción del PSOE, desde el congreso de Suresnes en 1974, con un lenguaje radical (en ese momento a la izquierda de los dirigentes del PCE, que estaban empantanados en la «reconciliación nacional»), y su posterior giro a la derecha a toda velocidad, culminando con la domesticación del partido en 1979 en el congreso extraordinario.
Es decir, lo que importan son los hechos, que incontestablemente demuestran el papel decisivo de Guerra en arrancar las raíces históricas del socialismo para convertir al PSOE en un árbol estéril, en servidor imprescindible de los intereses de la clase dominante (he dicho «clase», sí).
Es otra anécdota, pero significativa: en la primavera de 1977, preparando las elecciones generales de junio, la dirección del PSOE purgó el partido de marxistas, o «trotskistas», como se nos llamaba entonces para asustar a los incautos, empezaron por aquellas federaciones donde éramos la mayoría, como Navarra y Alava, pero se dieron cuenta, como enseñó Stalin, que una purga si se empieza hay que llevarla hasta el final, y los dos años siguientes fueron años de persecución y caza de brujas contra todos aquellos que habían pensado sinceramente que la S y la O del PS, respondían a una tradición histórica que merecía la pena mantener. Después las purgas se extenderían también a la UGT.
En todo ello Guerra fue nuestro «Beria» particular. Y esa es la anécdota: yo fui expulsado del PSOE por telegrama, sin proceso alguno, eso sí firmado por el mismo Alfonso Guerra, que a mucha más distancia de mí que en el 75 se había convertido en el fiel servidor de los poderes establecidos.
Una clave imprescindible para comprender la Transición es la transformación sufrida en el seno de las organizaciones políticas. Algo que mucha gente no comprende es que la batalla más decisiva en la Transición, para hacer triunfar el proyecto constituyente de 1978, con todo lo que ello suponía de claudicación para la izquierda, se dio en el interior del PSOE.
También en el PCE se dio ese conflicto, pero se expresó más en lo que los ingleses llamarían «votar con los pies», ya que el régimen interno y la autoridad de la dirección impedían un debate abierto. Así, en la Pascua de 1977, el Comité Central del PCE adoptó, sin un solo voto en contra, la postura de rendición ante la reforma Suarez, parapetándose tras la bandera de la dictadura y acatando la monarquía y la «unidad sagrada de la patria española». Eso llevó a un abandono, progresivo, de la militancia.
Los sectores más inteligentes de la operación reformista, con Suárez a la cabeza, comprendieron muy pronto que si ganaban al PSOE para su causa la partida estaba ganada. En cuanto al PCE, pensaban que sería más resistente de lo que fue y habían planificado llevar a cabo las primeras elecciones (junio de 1977) sin su legalización. De hecho, el cambio de postura de Suárez, al llegar a un acuerdo con Carrillo, le granjeó para siempre el odio de la cúpula militar.
Que la historia del PSOE en esos años es también, en gran medida, la historia de la Transición se puede comprobar claramente en los decisivos meses de la segunda mitad del año 1979.
En marzo se habían celebrado las elecciones generales y el PSOE obtuvo 121 escaños, quedaba claro que la UCD del postfranquismo de Suárez no iba a soportar otro período electoral, y la alternativa era un partido que en su congreso de 1976, se declaraba «marxista, democrático y de clase». La burguesía apretó las tuercas y Felipe González lanzó su proclama defendiendo el abandono formal del marxismo: «El capitalismo es el menos malo de todos los sistemas posibles», proclamó.
Sin embargo, las raíces históricas del partido aún pesan y Felipe perdió el congreso que se celebra en mayo. Lanza un órdago y dimite; la izquierda del partido no se atreve a tomar la dirección en sus manos, se habla de que «los alemanes retirarán su apoyo, hay peligro de golpe de estado…», el miedo se apodera de ellos y aceptan que se nombre una gestora y se celebre un congreso extraordinario en septiembre. Esa cobardía de la izquierda socialista contrasta con el juego decidido de Felipe y Guerra que ya se sienten «hombres de Estado», dispuestos a defender el sistema poniendo al PSOE a su servicio.
La izquierda había perdido su oportunidad histórica y no volvió a levantar cabeza, salvo momentos esporádicos.
El triunfo de 1982 demostró que González había asumido su papel de hombre de orden, no sólo abandonó las raíces obreras, sino que emprendió una reforma brutal contra los derechos de la clase trabajadora.
Eso provocó la ruptura con UGT, que no siempre ha sido la organización que hoy vemos. Los diputados socialistas y dirigentes de UGT, Nicolás Redondo y Antón Saracibar, rompieron con la dirección del PSOE, abandonaron su escaño de diputados y levantaron a la clase trabajadora frente al gobierno. Junto a CCOO convocaron la huelga más impresionante que se ha vivido en el Estado español en la época moderna, el 14 D de 1988.
Pero no tuvieron la decisión de rematar la faena, de generar una nueva fuerza política que hubiese desplazado a los González y Guerra. La Izquierda Unida de Anguita no tuvo la lucidez de ofrecerles una alianza que no pudiesen rechazar. Retrocedieron, tras una victoria parcial, se conformaron con poco y las cuestiones vitales siguieron su curso, preparando el triunfo de la derecha y la crisis histórica de la izquierda.
A pesar de todo, el PSOE no es un partido homogéneo: sobreviven semillas de su historia ahogadas por el pasado cercano y el presente lamentable de ZP y Pedro Sánchez.
Guerra se va, dejando un partido dispuesto a formar gobierno de coalición con el PP ante la amenaza de la recuperación de la izquierda. Su aportación histórica, incontestable, es la de haber colaborado en primera línea a desarmar a la izquierda en el período de la Transición. Quedará en el museo de los horrores históricos y no estará sólo, Carrillo y otros muchos llenarán las estanterías de un museo vetusto de quienes han intentado arrebatarnos la memoria, que en ningún caso impedirá que siga girando la rueda de la historia, para decir con Brecht: «lo que hoy está arriba, no siempre seguirá arriba».
Entonces, como ahora, el síntoma más claro de que existe la posibilidad de una revolución social, es la lucha encarnizada en las organizaciones de la clase obrera entre las tendencias partidarias de pactar con la clase dominante y las partidarias de exaltar a la nueva clase al poder, para crear una nueva sociedad. Siempre, el resultado de esa partida determina el curso de la historia, es una constante de toda revolución merecedora de ese nombre.
Alberto Arregui. Miembro de la Presidencia Federal de IU. (En 1976, miembro de la dirección federal de las Juventudes Socialistas, del Comité Federal del PSOE y de la Comisión Ejecutiva de UGT de Navarra).
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