Toma 1. El fotógrafo prepara una sesión nueva. Tiene poco equipo: aparte de la cámara, un solo reflector. En otro extremo pone una simple lámpara para matizar la luz. La enfermera trae unas cuatro niñas. Famélicas, objetos de experimentos seudocientíficos. Les ordena desvestirse y subir a un pequeño podio. Al fotógrafo le salen las lágrimas. Toma […]
Toma 1. El fotógrafo prepara una sesión nueva. Tiene poco equipo: aparte de la cámara, un solo reflector. En otro extremo pone una simple lámpara para matizar la luz. La enfermera trae unas cuatro niñas. Famélicas, objetos de experimentos seudocientíficos. Les ordena desvestirse y subir a un pequeño podio. Al fotógrafo le salen las lágrimas. Toma la foto y con la cabeza agachada le dice a la enfermera de que se bajen. Se llama Wilhelm Brasse (1917-2012) y trabaja en el campo de Auschwitz-Birkenau. Es el año 1942 y ya lleva dos desde que fue arrestado huyendo de Polonia ocupada. Tiene raíces austriacas pero se siente polaco. Acaba en campo (no. 3444). Como antes de la guerra era fotógrafo y conoce el idioma, lo asignan al servicio de identificación de la SS (Erkennungsdienst). Saca sobre todo fotos policiacas, la mayoría de 50 mil que hace durante su cautiverio. Cuando empieza la exterminación masiva de judíos, fotografiarlos para los nazis ya es «derroche de recursos». Sólo cuando llegan transportes de Budapest, se le ordena fotografiar a todos (cada noche saca más de mil 200 fotos). La manía alemana por documentarlo todo no cesa nunca en caso de experimentos a cargo del doctor Mengele y otros. Otro prisionero, médico judío, profesor de Múnich, le trae a fotografiar mujeres en camas ginecológicas. Se les inducen enfermedades (cáncer, etcétera) y se registran avances. A Mengele le encanta esto. O «cambiar niños a niñas», como hace con unos niños gitanos (Forgotten gypsy genocide, 2011). Antes de la evacuación, Brasse logra preservar más de 40 mil fotografías. Se usan en Nuremberg y en otros juicios de nazis. Después de la guerra trata de agarrar la cámara. Ya no puede. Regresan los ojos de gente a punto de ir a las cámaras de gas. Nunca le cuenta nada a nadie. Ni a su esposa. Sólo unos años antes de la muerte narra su historia en un estremecedor documental (Portrecista, 2005) y libro (Fotograf z Auschwitz, 2013).
Toma 2. El fotógrafo está contento de su cámara. Es una Agfa Movex 12. Sirve para filmar y para sacar fotos. La película es inusual: en color. También el efecto: hay mucha luz y tonos agradables, pero las imágenes son frías, inquietantes. En la mayoría sale gente sonriendo, trabajando, hablando. No hay hambre, enfermedades, sufrimiento o muerte. Hay trabajo y organización. Es el año 1941 y el lugar es el gueto de Lodz/Litzmannstadt, una gran maquila y «experimento social». Su autor es Walter Genevein (1901-1974), austriaco, nazi declarado, contador del gueto (registra y documenta todo). Fotógrafo amateur. Si no fuera por un autorretrato donde sale contando bienes confiscados -como «su» cámara- a los judíos, uno pensaría que anda de vacaciones, no que es parte de la máquina de exterminio. Después de décadas del olvido la maletita con sus diapositivas sale a la luz pública en 1987 en Viena, en una tienda de antigüedades. W. G. Sebald -que a menudo usa fotos en sus novelas-, en Los emigrados (1992) recuerda haberlos visto. No pone ninguna, pero sí una de Lodz, el «Manchester polaco», con sus chimeneas (p. 302). Está cautivado por sus tonos verdiazules o pardos. Y perplejo por el vacío que registran. Extraño: en el gueto había 220 mil personas hacinadas en unos 5 kilómetros cuadrados. Y sin embargo parece un barrio desolado. Se detiene en una diapositiva de mujeres tejiendo alfombras y hace lo que suele hacer: congela el tiempo. Perpetúa la catástrofe. La realidad se mezcla de pronto con falsas memorias. ¿O es algo particular de estas fotos? Hasta Arnold Mostowicz (1914-2002), médico y sobreviviente del gueto, comentándolas subraya que son una «gran mentira», pero a la vez se muestra confuso: «¿Es este el gueto que yo recuerdo?» (Fotoamator, 1998).
Toma 3. El fotógrafo es un prisionero como los demás. Se llama Rudolf Breslauer y se le ordena rodar una película. Un transporte a Auschwitz está a punto de partir del campo en Westerbork, Holanda. Una imagen de éste documento se vuelve el ícono del Holocausto: una niña atemorizada mira desde un vagón. La puerta pronto se cerrará y… Por décadas se cree que es judía. No. Es gitana. Muy sintomático para la suerte de todos los romaníes/sinti y su «genocidio olvidado» (las cuatro niñas -dos parejas de gemelas- de la foto de Brasse también son gitanas). Por lo general los nazis -que con ellos desarrollan y «perfeccionan» su política racial: antes de las leyes antijudías pasan las leyes antigitanas- los exterminan en bosques y sin registros. Y aun cuando los mandan a campos o guetos, tan obsesionados por documentarlo todo, con los gitanos ni se molestan. A finales de 1941, en el gueto de Lodz arman un sub-campo gitano (Zigeunerlager). Separado del resto por una fosa, doble alambre de púas y guardado por la policía judía. Gueto dentro del gueto. En un espacio de 0.019 kilómetros cuadrados, entre cuatro calles, se alojan 5 mil deportados de Burgenland (provincia austriaca colindante con Hungría y Eslovaquia). Los judíos los ven con desprecio y tratan como «inferiores» (¡sic!). Se levantan los ánimos que no están en el fondo. Las condiciones del lado judío son trágicas. Del gitano, indescriptibles. Estalla una epidemia de tifus. Interviene Mostowicz y deja un aterrador testimonio (uno de los pocos). A pocos meses todos gitanos -la mayoría niños- acaban en el centro de exterminio en Kulmhof am Ner. No sobrevive nadie. Nadie sabe cómo se llaman. Ni bien quiénes son. No hay ni una foto. La población judía tiene su registro y crónica (hay muchos testimonios e imágenes). De gitanos, nada. Las únicas fotos son ya después del desalojo. Una de Genevein: un edificio, puertas, ventas abiertas, cosas tiradas. Vacío. Único recuerdo de ellos.
Coda. Pensando en estas imágenes resulta aún más estremecedora la nota de Roland Barthes: «la fotografía, un teatro muerto de la Muerte» (El diario del duelo, 1979).
Pero la más estremecedora es la realidad misma que nos recuerda estas imágenes (si es que queremos darnos cuenta).
La gran Elena Poniatowska: «La desaparición de los 43 nos recuerda a los campos de concentración, a Auschwitz, a Birkenau, a Treblinka, nos recuerda a la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de seres humanos» (DW, 16/11/14).
Pero permítanme volver a Europa.
En Francia, ya desde los tiempos de Sarkozy nos las recuerdan las imágenes de familias gitanas deportadas (a Rumania y/o Bulgaria). La consternación se agrava por un hecho que ésta política es aplaudida por grandes humanistas como el historiador polaco-francés Krzysztof Pomian. «Admiro a Sarkozy», dice (Gazeta Wyborcza, 20/9/10). Hollande la continúa (Página/12, 6/4/14).
En Italia, lo hacen las propuestas de que los gitanos no viajen en los autobuses con la «gente normal» (Rebelión, 28/10/14).
En Hungría, lo hace la derecha xenófoba y antisemita que llama a la «solución final al problema gitano» (y rescribe la historia para esconder el involucramiento húngaro en la deportación de 550 mil judíos a Auschwitz 1944-1945). Y las imágenes de pueblitos gitanos atacados por los neonazis de Jobbik.
En Eslovaquia nos las recuerdan las imágenes de nuevos guetos: los barrios gitanos rodeados de muros «para su propio bien» (mientras el mundo festeja la «histórica caída del Muro de Berlín»).
Las viejas imágenes no mueren. Muere la memoria sobre los hechos que documentan.
Maciek Wisniewski es Periodista polaco
Una versión ampliada del artículo: http://www.jornada.unam.mx/2014/11/21/opinion/023a2pol