«Deploro la suerte de la humanidad: por decirlo así, no puede estar en peores manos que las suyas» (Julien Offray de La Mettrie) Abundan en Ad astra: Hacia las estrellas, la película del director James Gray estrenada hace unas semanas, los primeros planos del protagonista, el astronauta Roy McBride interpretado por Brad Pitt, en […]
Abundan en Ad astra: Hacia las estrellas, la película del director James Gray estrenada hace unas semanas, los primeros planos del protagonista, el astronauta Roy McBride interpretado por Brad Pitt, en los que se muestra a un hombre en agónica brega emocional consigo mismo. El uso de la voz en off acentúa el punto de vista íntimo de una historia que bebe de los elementos básicos de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, por lo que no es de extrañar que se haya visto cierto parecido con Apocalypse now, la magistral película de Francis Ford Coppola inspirada en la misma obra literaria. En ambos casos, el personaje principal es un alma atormentada a quien envían a una misión a lo desconocido relacionada con un personaje heroico pero al que la soberbia (la hybris que decían los antiguos griegos) le ha colocado al margen de la humanidad.
No recuerdo dónde me tropecé hace tiempo, a propósito de una reflexión que leí acerca de la experiencia del viaje, con la distinción entre viaje horizontal y viaje vertical. El primero es el que consiste en el desplazamiento por el espacio geográfico; el segundo corresponde a ese movimiento interior que conlleva el sondeo de la propia alma. Uno no implica necesariamente el otro, aunque se tiene por verdad indiscutible que si uno quiere abrir la mente tiene que viajar mucho. (Viajar hoy es un elemento irrenunciable del ciudadano que quiere pasar por sofisticado.) Pues bien, Ad Astra es el último exponente de una especie de subgénero cinematográfico que en ciertos casos entraría en el género de la ciencia ficción y en otros no. Llamémoslo -a falta de mejor denominación- el género de los astronautas, es decir, el de las películas protagonizadas por personajes que para desarrollar la acción que se narra han de ir enfundados en sus trajes presurizados y con sus escafandras; son, evidentemente, los exploradores de la nueva última frontera de la humanidad, que se decía en la introducción de la serie Star Trek, es decir, viajeros en el doble sentido antes mencionado. Aquí podemos incluir filmes, junto con el susodicho, muy recientes como First man (El primer hombre, 2018), The Martian (aquí, en España, Marte, de 2015, dirigida por Ridley Scott), Interstellar (2014, de Christopher Nolan) y Gravity (2013, de Alfonso Cuarón).
¡Qué lejos queda el destino cósmico de sus protagonistas de aquel al que se entrega el astronauta de 2001: una odisea del espacio! En el clásico de Stanley Kubrick, toda una obra maestra del séptimo arte, punto de inflexión innegable en la evolución del género de la ciencia ficción, hasta entonces permanentemente encuadrado en la serie B, digna en algunos casos -como Vinieron del espacio exterior-, pero serie B al fin y al cabo, el astronauta protagonista de la última parte del ambicioso filme interpretado por Keir Dullea, se entrega consciente y voluntariamente al cosmos. En este particular el título de la película con evocaciones clásicas a la aventura del Odiseo (Ulises) de Homero no es fiel en su desenlace a la aventura del rey de Ítaca, pues el astronauta de 2001 no parece angustiarse por su imposibilidad de volver a su lugar de origen. Es más, diríase que tenía asumido desde su misma partida que no iba a regresar. Es muy significativa a este respecto la secuencia en la que el personaje, aún en la nave que le lleva a Júpiter en busca del origen de la señal del enigmático monolito, establece comunicación vía ordenador central (HAL) de a bordo con sus padres a los que ve en una pantalla mientras está comiendo. Ellos le felicitan porque es su cumpleaños, sin embargo, el explorador espacial no muestra emoción observable mientras conversa con ellos. Es una notable desafección, trasunto de la desafección que, en el desenlace, muestra respecto de su hogar en el universo, la Tierra. Así, llegado el momento de abandonar la nave que le ha llevado hasta prácticamente los confines del sistema solar, el astronauta -del que, por cierto, desconocemos todo en lo que a su vida personal se refiere salvo su nombre Dave (Bowman)- lo hace de manera fría y sin vacilación aparente, como si nada le vinculara al planeta del que procede y nada que mereciese la pena le aguardase allí. Su ser es la crisálida cósmica que quiere eclosionar en una nueva forma de existencia desarraigada, casi abstracta, al margen de coordenadas espaciotemporales. Esto es compatible con el significado simbólico que puede inspirar la imagen del feto del final flotando en el infinito vacío azabache entre cuerpos celestes.
Frente a este final, recuperemos para el contraste el desenlace de la mencionada Gravity, película protagonizada, para empezar, no por un hombre sino por una mujer astronauta. Podríamos afirmar sin miedo a exagerar que su conslusión es la opuesta a la de la película de Kubrick. En ésta el hombre concreto se transforma en una entidad cuya dimensión corpórea es mero símbolo de una mutación que va más allá de la forma física; de hecho, destaca la ingravidez de un cuerpo, el del susodicho feto, que, naturalmente, tiene su hábitat en el vientre de la hembra humana -que, por cierto, cuando está embarazada se dice que está en estado de gravidez-. Por contraste, la película dirigida por Alfonso Cuarón termina con el regreso de la astronauta a la madre Tierra, que la acoge en su seno tras caer, arrastrada por su gravedad en una nave de salvamento, en un lago; es decir, el personaje que interpreta Sandra Bullock también es trasunto de un recién nacido, que vuelve a la vida (terrestre) en un medio acuático, como cualquier bebé dado a luz, y que se encuentra con todas las consecuencias en la Tierra trocando el cordón umbilical del útero por el de la gravedad terrestre.
Si de Dave Bowman, el astronauta de 2001, lo ignoramos todo -como se ha dicho-, de la Doctora Ryan Stone, la astronauta de Gravity, tenemos conocimiento de sus experiencias más dolorosas, de sus miedos más íntimos. No es fría como aquél, lucha por su supervivencia desde las pulsiones vitales que todos reconocemos en nosotros como miembros de la misma especie, y entendemos y compartimos su angustia ante la perspectiva de verse engullida por el vacío cósmico, inerte y mineral. Por eso destaca con potente luz la secuencia final de su retorno a la superficie de nuestro planeta, su bautizo agónico en el agua, su victoria vitalista al pisar tierra incorporándose de pie y respirando aire sin necesidad de una escafandra, sosteniendo de nuevo su cuerpo gracias a su estructura ósea, perfectamente adaptada a la gravedad del hábitat del que forma parte, libre de todo el artificio que le permitía sobrevivir en el medio inhóspito del espacio exterior.
La reciente Ad Astra, sin duda, abunda en el mensaje del reconocimiento de lo humano como todo lo que nos vincula a todas las personas en la pertenencia a esa fraternidad que nos define como hijos de la Tierra. Enseñanza que es el precioso poso que queda en el alma tras el viaje vertical que para muchos no es posible sin el viaje horizontal, en ocasiones con la posibilidad de no volver jamás. Es lo que ocurre con el personaje interpretado por Brad Pitt, el astronauta Roy McBride, de algún modo remedo del Dave Bowman de 2001, ya que, al comienzo de Ad Astra, el heroico Mc Bride se define a sí mismo mediante la voz en off -recurso que siempre otorga un componente personal a la narración- como eso, precisamente, un astronauta, como si quisiera hurtar al espectador el conocimiento de esas circunstancias orteguianas que completan el retrato de todo sujeto. Es escogido para la misión justamente porque es un hombre que domina sus emociones, las cuales por cierto sólo parece compartir con un ordenador que hace las veces de psicoanalista y único confidente. Pero en esta historia el astronauta sí se parece a Ulises por cuanto vuelve a su Ítaca, a la Tierra, que es ensalzada como ese extraordinario lugar, producto de un frágil equilibrio cósmico, preñado de belleza, de la que al final el astronauta McBride reconocerá que forma parte todo lo que conforma la vida humana, especialmente los afectos que la llenan de significado.
Parece que esto es algo característico de esta fase de máxima sofisticación tecnológica que nuestra especie está atravesando; como al personaje de Brad Pitt, nos cuesta reconocer lo evidente: que somos terrestres. Es como si hubiésemos olvidado el significado de la palabra «humano», término de origen latino que proviene de «humus», que quiere decir precisamente tierra; y por eso al que se entierra se le in-huma y al que se ex-huma, se le desentierra. La palabra existe tal cual también en castellano; una rápida búsqueda nos dice que humus es la sustancia que se crea a partir de la descomposición de materias orgánicas presentes en la capa superficial de un suelo. Paradójicamente, es lo que le otorga la virtud de ser fértil, como a nosotros, en continua descomposición por mor de la ineluctable entropía.
Las películas que más arriba he mencionado constituyen -a mi modo de ver- una nueva mirada sobre las promesas que antaño parecía encerrar el viaje de nuestra especie más allá de la frontera gravitatoria terrestre. ¿Es porque hemos dejado de mirar a las estrellas, ocultas para una buena parte de los humanos, habitantes de grandes urbes, a causa de la contaminación lumínica? ¿O acaso porque los asombrosos avances en la tecnología de la información y la comunicación han hecho posible la génesis de un universo virtual que se materializa en las pantallas de nuestros dispositivos informáticos y absorbe nuestra atención desviándola de la realidad material? ¿O quizá por ventura, al fin, estamos tomando conciencia, lenta pero imparablemente, de la gravedad de los problemas medioambientales que afectan de manera muy perjudicial a las condiciones de vida de nuestra especie en este planeta, haciendo destacar ante nuestros ojos su inapreciable valor?
Seguramente nadie como el astrónomo y divulgador de la ciencia Carl Sagan consiguió expresar, con esa contundencia que otorga la poderosa unión del conocimiento riguroso con la belleza poética, la mirada que comparten esas recientes odiseas fílmicas de astronautas, una mirada que destaca la preciosa singularidad de un planeta vivo en el inapelable silencio del espacio cósmico; allí donde fue enviada la sonda espacial robótica Voyager 1 cuando fue lanzada desde nuestro planeta el 5 de septiembre de 1977. Entre los elementos que la integran se encuentra un disco con sonidos de la Tierra, plasmación material -podría decirse- de nuestro deseo de comunicarnos con otros seres conscientes allende nuestro planeta. Aquí tropezamos de nuevo con la paradoja de la comunicación que la película con la que empezábamos, Ad Astra, toma como hilo conductor de su argumento, pues el padre en cuya búsqueda parte el protagonista, hombre incapaz de comunicarse con sus seres queridos al igual que su progenitor, se perdió en los confines del sistema solar en misión de búsqueda de vida extraterrestre. ¿La humanidad tratando, inconscientemente, de dar con alguien que la salve de sí misma, de su invalidez para comprenderse?
A esta paradoja de impotencia apunta lúcidamente Carl Sagan cuando escribe su libro Un punto azul pálido. La idea que fue su germen es producto de esa mirada del astronauta que está de vuelta, del hombre fascinado por el espacio inconmensurable que todo lo contiene, también mundos y civilizaciones adelantadas por nuestra ávida imaginación, magno objeto de conocimiento para la ciencia paciente. Sagan quiso que ese mensaje de náufrago existencial que es la sonda robótica Voyager tomara una foto de la Tierra. Tras una primera petición que no fue atendida por la NASA en 1980, el 14 de febrero de 1990, una de las dos cámaras del ingenio espacial, que se hallaba entonces a unos 6.050 millones de kilómetros de distancia, tomó varias imágenes con distintos filtros del ya lejano cuerpo celeste. La foto que se obtuvo carecía por completo de valor científico, pero el empeño de Sagan por que se tomase no respondía a un interés epistémico, sino humanista.
Como el astrónomo norteamericano, otro sabio que representa a la perfección la simbiosis entre el conocimiento científico y la reflexión humanista es el filósofo Bertrand Russell. El que fuera premio Nobel de literatura nos legó antes de su muerte en 1970 las más inspiradoras palabras acerca del valor de lo que sabemos sobre el universo. En su ensayo Las funciones de un maestro, escrito hace casi un siglo, afirma el insigne pensador a propósito del cumplimiento del papel de guardián de la civilización que otorga al profesor: «Adoptando un punto de vista más amplio aún, [el maestro] tendría que tener conciencia de la vastedad de las eras geológicas y de los abismos astronómicos; pero tendría que tener conciencia de todo esto, no como un peso para aplastar el espíritu humano individual, sino como un vasto panorama que ensancha la mente que lo contempla».
Esta misma mirada es la que adopta Carl Sagan a través de la cámara del Voyager 1. Plasmación de la misma es el libro mencionado (That pale blue dot en inglés) de 1994. Así llama el científico a nuestro planeta, pues así es como aparece en la referida fotografía que tomó la sonda espacial a petición suya. En un extracto del texto que se encuentra en internet declamado por el propio autor, generalmente asociado a la imagen fotográfica, encontramos la misma idea ya adelantada por Russell: «se ha dicho que la astronomía es una formadora de humildad y carácter», recuerda el astrónomo.
Desde Nicolás Copérnico, hace casi quinientos años, era cuestión de tiempo que la creencia en ser la especie predilecta de la creación, que la certeza (también moral) de que ocupamos una posición privilegiada en el universo, acabara diluyéndose ante la cáustica evidencia en contra que arroja el desarrollo de la cosmología. No vale autoengañarnos agarrándonos al clavo ardiendo del principio antrópico, el cual trata de justificar que las constantes de la física tengan los valores que tienen, compatibles con la vida, porque así se da lugar a la existencia de seres inteligentes como el ser humano. En su versión fuerte, presenta las leyes de la física según un pseudoaristotélico esquema teleológico (cómplice de cualquier visión teológica) que concibe el Universo entero como una conspiración para la aparición del ser humano. En su versión débil no es en realidad ninguna explicación física -pues nunca ha conducido a predicción científica alguna de algo no previamente sabido-, sino una inferencia lógica correcta: si para que haya homo sapiens (y mejillones) los valores de las constantes del universo tienen que ser unos determinados, y es el caso que existe homo sapiens (y mejillones), entonces, en efecto, esos son los precisos valores de las constantes cósmicas.
En estos días de anuncios de premios Nobel de física para tres científicos que han dedicado sus vidas precisamente al estudio del Universo, la enseñanza de humildad que debemos asumir a partir de las evidencias que arroja la investigación en el ámbito de la cosmología no tiene por qué conducirnos de forma trágica a un nihilismo autodestructivo. De este riesgo nos salvan, otra vez, las palabras de Carl Sagan que acompañan, junto a las anteriormente citadas, la imagen de esa -como él la llama- «mancha en la gran y envolvente penumbra cósmica». Su conciencia humanista se levanta a partir de las verdades de la ciencia y se revela mandato ético de esta forma casi poética: «La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar. […] Tal vez no hay mejor demostración de la locura de la presunción humana que esta distante imagen de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos mejor los unos a los otros, y de preservar y querer ese punto azul pálido, el único hogar que siempre hemos conocido».
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