Es difícil, si no imposible, pensar en la acción revolucionaria del 26 de julio de 1953 y no tener presente a José Martí. No solo porque esa acción le rindió, en el año de su centenario, un homenaje concebido para defender su legado en medio de una república medularmente contraria a la que él quería para su patria.
Ejemplos como el de Martí ni se extinguen ni caducan, y aquel homenaje corroboró su capacidad para seguir influyendo en la conciencia patriótica y la voluntad emancipadora del pueblo. Cuando Fidel Castro lo proclamó autor intelectual de los hechos del 26 de julio, protagonizó un acto de justicia histórica.
La intervención con que los Estados Unidos –muerto ya Martí– le arrebató a Cuba la victoria contra el colonialismo español, le impuso la realidad que padecía en 1953. Carecía de independencia, y tampoco había logrado otras metas vitales, como revertir las injusticias sufridas por los pobres y sanear moralmente el país, librarlo de los males heredados de la colonia.
La vanguardia de la generación del centenario martiano asumió en esas circunstancias la actitud con que Martí respondió al dilema expuesto por él en Nuestras ideas, artículo-programa publicado en el número inicial (14 de marzo de 1892) del periódico Patria: «Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable». Martí se ubicó resueltamente en la senda abierta por Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868, «tras preparación gloriosa y cruenta», como se lee en el Manifiesto de Montecristi.
Al igual que el bautismo de fuego en Yara el 11 de octubre de 1868, y otros episodios fundacionales, la gesta del 26 de julio no tuvo éxito militar: sufrió un revés propio de fuerzas revolucionarias que se enfrentan, en desventaja material, a un ejército bien pertrechado. Pero validó la comprensión de que sin lucha armada no se podía transformar a Cuba.
La coherente aplicación de esa guía explica la capacidad de germinación que los actos insurreccionales del 26 de julio hallaron en el pueblo. El sacrificio de los mártires, y la consecuencia con que los honraron su líder y quienes lo seguían, abonaron el camino para la victoria contra la brutal represión desencadenada por la tiranía.
La firmeza revolucionaria se ratificó en la decisión con que, tras la que fundadamente se ha llamado prisión fecunda, Fidel y sus seguidores prepararon la guerra. Todo ello abonó la vocación de unidad de otras fuerzas patrióticas, señaladamente el Directorio Estudiantil Revolucionario, encabezado por José Antonio Echeverría.
Fidel, líder de preparativos revolucionarios llamados a vencer grandes obstáculos, daba cabida solamente a la posibilidad de la victoria. Pero, si también en ello fue heredero de Martí, vale considerar que no le era ajena una idea que este expresó en el artículo Crece, publicado en Patria el 5 de abril de 1894.
Como de pasada, en ese texto admitió que la revolución podía ser derrotada, solo que añadió: «Si se intenta honradamente, y no se puede, bien está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado: pero rodaría contento, porque así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana». La lucha que a partir del desembarco del Granma vinculó en el ímpetu popular a la Sierra con el Llano, representó con respecto a los hechos del 26 de julio una revolución «de mañana» como la prevista por Martí.
En el juicio que se le siguió a raíz de esos hechos, Fidel centró su alegato de autodefensa en estructurar el programa de esa nueva epopeya. Lo hizo en nombre del pueblo y, como se trataba de lucha, lo identificó con los pobres. Sobre ellos –peligro que Martí advirtió en su tiempo– se habían sentado los ricos, de entre quienes salían los más connotados cómplices del imperio que se había apoderado de Cuba en 1898, y del régimen que le servía.
La lealtad del citado alegato al pensamiento de Martí se aprecia desde el título, La historia me absolverá, que recuerda el discurso donde el 17 de febrero de 1892 el primero declaró: «la historia no nos ha de declarar culpables». La lealtad a la tradición patriótica y a la causa de los humildes le garantizó a la nueva etapa de lucha el apoyo popular, sin el cual no habría triunfado la insurrección.
Desde antes del triunfo ese apoyo acrisoló un logro indispensable para hacer frente a los desafíos que estaban por llegar, especialmente la hostilidad de un imperio negado a aceptar la soberanía de Cuba y su proyecto social. En esa fragua se fortalecieron el espíritu colectivista y el correspondiente movimiento de masas.
Con ese espíritu y ese movimiento se planteó la construcción del socialismo a escasas millas de la potencia empeñada en volver a apoderarse de Cuba y que, por añadidura, ocupa un pedazo de su territorio. No solo se niega a devolverlo, sino que lo ha convertido en escenario de torturas a prisioneros privados de toda garantía legal y moral.
El imperialismo le ha ocasionado severos daños a Cuba, y, al mismo tiempo, su actitud criminal ha estimulado la unidad revolucionaria de la inmensa mayoría del pueblo cubano. Este es la garantía de una historia afianzada por la capacidad de sacrificio y la decisión de no volver a ser esclavos de nadie.
En ese camino también honra Cuba a Martí, quien en su discurso del 24 de febrero de 1894 acerca de Fermín Valdés Domínguez, expresó: «Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de sometimiento infructuoso, sino por sus instantes de rebelión».
Para Cuba, el 10 de octubre de 1868, el 24 de febrero de 1895 y el 26 de Julio de 1953 han sobresalido entre esos instantes, cuya continuidad le propició llegar al triunfo con que el 1ro. de enero de 1959 inauguró una nueva época en su historia.