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La insolidaridad de género

Fuentes: Rebelión

Definitivamente, los populismos latinoamericanos no se llevan bien con el feminismo. Su lógica caudillista y mesiánica está anclada al viejo patrón masculino del poder: los cambios deben imponerse, por lo tanto, son un asunto de fuerza. Las agendas de las mujeres parecen incomodarles demasiado.

Pero tampoco hacen buenas migas con la diversidad étnica. Luego de un mes de concluida la primera vuelta electoral en el Ecuador, guardan un silencio cómplice frente al racismo desatado en contra del candidato del movimiento Pachakutik. Apuntalar a toda costa la candidatura de su coideario Andrés Arauz parece justificar un discurso extraído de los enmohecidos baúles de la derecha anticomunista regional, cuando la simple existencia de los indígenas los convertía en subversivos.

No hay sorpresa en estas reacciones. Si antes no se solidarizaron con las víctimas de las violaciones de derechos múltiples en la década 2007-2017, durante el primer gobierno de Alianza País, hoy su silencio es desfachatado. Callan lo que los hechos gritan. Las adolescentes encarceladas y judicializadas por abortar, los estudiantes perseguidos con sus madres pidiendo clemencia de rodillas, los periodistas silenciados, los dirigentes sindicales y sociales criminalizados y encarcelados por protestar, los desalojos comunitarios violentos, los territorios amenazados por el extractivismo correísta, son meras “externalidades del progresismo”.

Es chocante comparar ese silencio gélido con las agresiones verbales que recibieron varias de las académicas feministas que cuestionaron la versión oficial respecto del golpe de Estado en contra de Evo Morales. Cuando Rita Segato afirmó que Evo tuvo responsabilidad por lo que sucedió en Bolivia, las feministas populistas le saltaron al cuello por burguesa, elitista, blanca y racista. María Galindo, Mujeres Creando, Silvia Cusicanqui y otras mujeres bolivianas, que mantuvieron espacios de deliberación (Parlamento de Mujeres en Bolivia) y propusieron salir de una disputa entre machos, también fueron estigmatizadas.

Si Evo se lanzó a la reelección a pesar de tener un mandato popular en contra, señalarlo públicamente no tenía por qué ser penalizado. Pero desde la oficialidad populista interna y regional se apeló al vetusto binarismo izquierda-derecha para anular cualquier postura crítica. Se insistía en que no era el momento de hacerlo porque se propiciaba una salida fascista, pese a que la decisión de Morales también era un atentando flagrante contra la democracia.

Todas esas voces que se alzaron contra el racismo de la derecha boliviana guardan un silencio sepulcral frente al ataque racista de Correa y sus seguidores en contra de Yaku Pérez. ¿Por qué el racismo es condenable en un caso, mientras en el otro se lo justifica con el miserable argumento de que el líder indígena responde a una estrategia de la CIA para implementar el neoliberalismo étnico? ¿Existe una idea más absurda, maliciosa y descabelladas que esta?

La lucha contra el colonialismo interno y contra el patriarcado es un elemento imprescindible en la agenda de las transformaciones de nuestras sociedades. Mientras María Galindo plantea que el feminismo fomenta alianzas insólitas que construyen espacios minúsculos, que alcanzan un valor descomunal gracias a la fuerza utópica que contienen, Raquel Gutiérrez nos habla de otras formas de hacer política: política en femenino, con un sujeto colectivo sin caudillos, en la que las voces de las mujeres cuentan y no están sometidas a mediaciones masculinas.

Muy en consonancia con la idea de las alianzas insólitas, Ángela Davis nos recuerda que gracias al feminismo como metodología podemos tener otra visión de la realidad. Ella sostiene que los académicos están entrenados para temer lo inesperado, mientras que los militantes y activistas quieren tener una idea muy clara de las trayectorias y metas; la pregunta, entonces, se resume en cómo permitir las sorpresas y hacer que estas sean productivas.

Esa incertidumbre puede explicar las posturas conservadoras y convencionales del populismo a nivel internacional. Se trata del temor profundo y desconcertante frente a esas alianzas y formas insólitas, a esas sorpresas, que no se explican ni desde el esquematismo de sus análisis ni desde un marxismo rudimentario. Cuando Rita Segato les pide que dejen descansar la mochila de la guerra fría para superar las visiones binarias de la política, les quita el piso. Porque si algo está demostrando este 8 de marzo es que los autodenominados progresismos tienen una vena machista insufrible. Es López Obrador amurallando su palacio de gobierno para protegerse de las mujeres; es Ortega criminalizando el aborto desde el fundamentalismo religioso; es Evo Morales ensañándose contra su expareja; es Correa insultado a una periodista por el único hecho de ser mujer; es la sutil homofobia del binomio de Andrés Arauz.

El feminismo y la plurinacionalidad se han convertido en un peligro para el sistema. Ese mismo sistema del que hoy se han vuelto adictos los proyectos populistas extractivistas camuflados de izquierda. Si algo los identifica a nivel regional es su aberrante insolidaridad de género. Para ellos, la agenda feminista tiene que hacer fila detrás de las urgencias establecidas por la nomenclatura de los partidos políticos.

Ventajosamente, tanto el patriarcado como la colonialidad se están desmoronando, y en ese proceso las mujeres cumplen un rol decisivo. Por eso mismo son amenazadas, violentadas, asesinadas.

Marzo 8, 2021